20050422

"Las muchachas secretas"

En octubre de 2004 publiqué esta novela sobre niños que se hacen hombres y que les gustan las mujeres. Tal vez por eso he vendido tan pocos libros, ja ja. Si quieren leer la novela, como decía Quico, cómprenla. Está en todas las librerías de Chile. La editó Planeta.
Al menos al crítico de La Nación le gustó.

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Pasiones fuera de juego

Una virtud de esta primera novela de Alfredo Sepúlveda (Santiago, 1969) es que plantea con naturalidad distintos planos por donde los personajes circulan. Mejor dicho, diversos escenarios o momentos existenciales en que unos y otros “aparecen”, variando su intensidad protagónica. Es algo que hemos visto en el cine en los últimos años (desde el mexicano González Iñárritu hasta ese García que es hijo de García Márquez). El lector, en Las muchachas secretas, avanza como si cambiara de pista pero sin abandonar la carretera, y esas diferentes “pistas” son cambios de énfasis en la peripecia, breve o larga, de un personaje determinado o de otro. Personajes que a veces, como la señora Diana Lara o como los señores Maza (padre) y Marín (padre), podrían ser calificados de “secundarios”, pero que son determinantes al conformar un fondo sobre el cual vemos evolucionar la distanciada o tensa sicología de Maza y de Marín, los dos amigos adolescentes en cuya relación más o menos trágica reside el sentido profundo de esta novela. Sobre todo, parece fundamental la presencia de Diana Lara (madre de otro muchacho, el “Cara de Mina”), una mujer hermosa que sufre (o, técnicamente, goza) de ninfomanía, esa ansiedad copulatoria que antes se llamaba, coloquialmente, “fiebre uterina”, como si en las damas fuese el útero, y no el tandem vulva/vagina, quien acapara el vilipendiado y/o sobrevalorado placer sexual. Se dirá que uno o una puede sentir aquello con el organismo todo, y no con las cosificadas partes, pero toda metáfora es una simplificación, y “fiebre” ya es metáfora. Si la belleza y el deseo de Diana Lara son determinantes en la acción, es como contraparte de un conflicto mayor velado por el silencio: el accidente que paraliza a uno de los dos verdaderos protagonistas.

Dos son también las “pasiones de barrio” que caldean la cabeza de estos compadres de pichanga y clase media: las mujeres y el fútbol. El destino, sea lo que sea en este caso, separa inexorablemente a estos dos amigos, y va creando con los años (de pronto han transcurrido veinte, y el escenario se traslada a Francia) las expectativas de un ajuste de cuentas cuya “justicia” es no sólo discutible sino además inverificable. Para entender, en todo caso, en qué podría consistir semejante desenlace catártico, hay que alcanzar la última página. No es difícil, porque Las muchachas secretas es una novela entretenida, bien escrita, que plantea situaciones y conflictos básicos, profundos, de manera bastante original, jugando precisamente con esos planos diversos en que unos y otros (“protagonistas” y “secundarios”) se mueven animados por el odio, la resignación, la calentura, las ganas de meter un gol, la envidia, la rabia sublimada, o la sencilla incapacidad de ser cada uno alguien diferente de quien es.

Es cierto que, al acercarse a esa última página, coexisten en el lector la expectación y una inevitable premonición de lo que no puede ocurrir. Hemos aceptado ya algunas condiciones algo inverosímiles (el destino profesional de Marín), ayudados por el tono un poco “David Lynch” de esta narración, no tanto por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta: la sencillez de los actos límites en la vida ordinaria de una comunidad de barrio. Autor de los cuentos de Sangre azul, Sepúlveda es un narrador diestro al que tal vez le falte tan sólo economizar un poco el cálculo (sólo un poco) al articular un relato. Saber hasta dónde las cosas deben parecer simétricas o asimétricas (pienso en su cuento “La vida de los adultos”, finalista en el concurso “Paula”), y de qué manera, y cuánto, el lector ha de conmoverse más allá de la admiración artesanal. En Las muchachas secretas se atisba ese conocimiento secreto, que se parece a pensar menos, y que tal vez en una novela próxima florezca de modo total. Aunque ésta ya valió la pena.
Vicente Montañés



20050421

Diez años de "Sangre Azul"

Este año se cumplen diez desde que publiqué mi libro de cuentos "Sangre Azul" (Editorial Grijalbo, 1995) y este es todo el homenaje que voy a hacer. Aquí va el cuento que le dio nombre al libro. Ha pasado el tiempo, pero aún me encuentro con gente que recuerda este tiempo, el primero que publiqué en serio (el 92, en "Zona de Contacto"). No tengo copia de "Sangre Azul". Tal vez en las librerías de viejo, de calle San Diego, se encuentre alguno. Hay más cuentos en ese libro; mi recuerdo es que algunos me gustan más que "sangre".
Encontré esta copia del cuento que bautiza el libro en Internet. Creo que pasa bien la prueba del tiempo. Es corto, pero así eran las demandas de la revista que lo publicaba. Lo escribí de una patada en alguna tarde de 1992: yo tenía 22 años, Dios mío.



Sangre Azul

MÁS QUE UN EQUIPO DE FÚTBOL, esto es una pasión que se lleva adentro, compadre, algo que te toca las fibras más íntimas del corazón, algo con lo que nunca voy a permitir que me agarres para el hueveo, no sé si me voy dando a entender. Al principio eran las pichangas en el barrio, las primeras fiestas, toda esa cantidad de minas que nos pescábamos juntos. Después cambiaste, después del noventa y uno te convertiste en uno de ellos, y hasta ahí llegamos juntos no más, yo no. te pude seguir, tú no me pudiste seguir a mí, así es la vida.
Me acuerdo, éramos los reyes de la jarana, las noches de fin de semana temblando a nuestro paso. Me acuerdo, compadre, cómo la Gran Avenida se nos abría de piernas en las discotecas, cómo los ingenieros de la Compañía de Cervecerías Unidas se quebraban la cabeza ideando la forma de satisfacer nuestras gargantas.
¿Puedes recordar la liguilla del ochenta, compadrito? Los dos juntos en el estadio, pendejos todavía los dos, pero ahí, en donde todo quemaba con un calor que nadie más conocía, debajo del marcador, vibrando con el penal que el loco Carvallo le atajaba al llorón Carlitos Rivas y luego ese pase largo para el chico Hoffens que corría solo por la derecha dejando atrás a los cogoteros, la pelota que recibía el Sandrino Castec, que apenas la tocaba para el turco Salah y el turco enchufándola'con tuti adentro del arco, con Gato Osbén y todo para adentro, rompiendo la red al minuto ochenta y nueve. La U dos, Cogoteros uno, la U a la Copa Libertadores de América y nosotros más felices que la cresta.
No podía saber entonces que lo que te gustaba a ti no era el sentimiento, la pasión, sino el gustillo a triunfo. No dijiste nada cuando el turco se fue de entrenador al Colo Colo, de a poco comenzaste a abandonar los estadios. Cuando bajamos a segunda, amenazaste incluso con abandonar el equipo.
Lo pasábamos bien, sí, pero al mismo tiempo eras bien traidor, conchetumadre., Te pegabas al televisor viendo la Copa Libertadores, me acuerdo clarísimo: yo salté con el gol de Boca en Buenos Aires y tú ahí, sentado en el asiento, mudo, bebiendo tu cerveza como si te hubiese dolido.
Ya todo estaba claro para entonces, cuando te vi en la calle celebrando el triunfo ante Boca aquí en Santiago. Te pudiste haber ahorrado el discurso. "Necesito un equipo que sepa ser campeón, viejo", dijiste, y entonces pensé que algunos seres humanos pueden llegar a ser más arrastrados que un gusano incluso.
Supe que fuiste al Monumental para la final, te vieron con un mantelito blanco amarrado a un palo, supe que en Plaza Italia saqueaste tiendas de tan raja que estabas. Pero tu sello estaba allí, viejo. Eras un palestino en medio de los milicos judíos, un yanqui rodeado de norvietnamitas.
Llevabas el sello invisible de la U, y por eso rompiste más vidrios que cualquier indio maricón.
Ahora te veo allí a través del lente de acercamiento, en medio de la Garra Blanca, con la cara toda pintada, creyéndose un guerrero mapuche antes de entrar en la batalla contra los españoles. Una cancha de fútbol nos separa y tú no te das cuenta que te observo, ni sospechas que estoy acá. Olvidaste todo el hueveo, el carrete de cuando chicos. Ahora trabajas en una oficina y te descargas en el estadio. Me da risa, necesitas un equipo que sepa ser campeón.
Sale Colo Colo, sale la U. El ruido, los proyectiles y el papel picado inundan el aire y la cancha. Pero hay un sonido que apenas escuchas, que no presientes que es para ti. Hay un proyectil que se te clava en la mitad del pecho y entonces caes en el medio de la Garra Blanca. Sólo entonces recuerdas que a la U nadie la traiciona.
Y, mientras te observo a través de la mira telescópica, veo que del corazón te brota sangre azul.
tus comentarios, si no bienvenidos, al menos serán leídos