Hace unos días entrevisté para "El Sábado" a Mark Winegardner. Mark es un profesor de escritura creativa en Miami que no pudo rechazar la oferta de escribir "El Padrino, el regreso", la novela que la viuda y el agente de Mario Puzo le propusieron escribir. Winegardner resucitó a Vito, Michael y Sonny Corleone. Además, le da un rol mucho más importante a Fredo (ahora entendemos mucho mejor la traición que le hace a Michael en "El Padrino 2": "Fuiste tú, Fredo. Fuiste tú. Me rompiste el corazón. Me rompiste el corazón".
Estoy intentando escribir un tema sobre la "moral Padrino", es decir, aquel conjunto de citas que han aparecido en la novela o en las tres películas (Mario Puzo co escribió con Coppola los guiones de las tres).
Le haré una oferta que no puede rechazar.
Un hombre que no pasa tiempo con su familia no es un hombre.
Ten cerca a tus amigos, y a tus enemigos aún más.
Cada vez que quiero salir, ¡me tiran de vuelta de nuevo!
¿Se les ocurren más?
Escritor, periodista. "Nuestro Terremoto", el 27/F en la empresa Arauco. "¡Independencia!", siete crónicas históricas de la revolución que nos parió. Ambos en venta en librerías.
20050829
20050825
Gran poema
Armen Kouyoumdjian es una de las personas más inteligentes que vive en Chile. Tengo el honor de contarme entre los receptores de sus newsletters (en inglés) sobre realidad chilena. Son los textos más claros, valientes, chistosos e inteligentes que me ha tocado leer. Merecen un lugar más destacado en los medios. Por lo pronto, copio aquí el poema (no es de él) con que cierra su último newsletter:
TO MY CRITICS
When I'm in sober mood
I worry, work and think.
When I'm in drunken mood
I gamble, play and drink.
But when my moods are over
and my time has come to pass,
I hope I'm buried upside down
so the world can kiss my ass.
TO MY CRITICS
When I'm in sober mood
I worry, work and think.
When I'm in drunken mood
I gamble, play and drink.
But when my moods are over
and my time has come to pass,
I hope I'm buried upside down
so the world can kiss my ass.
Traducción (libre) mía:
A MIS CRÍTICOS
Cuando estoy en ánimo sobrio
Me preocupo, trabajo y pienso.
Cuando estoy en ánimo ebrio
Apuesto, juego y bebo.
Pero cuando mis ánimos se acaben
y mi tiempo se haga remoto
Espero que me entierren de guata
y que el mundo me bese el poto
20050819
Una novela sobre Pinochet?
Bueno, después de que a Don Casimiro DOS editoriales se lo han pasado por el perineo, no me he dejado vencer por la depresión, con el ejemplo del propio don Casi, y he empezado mi nuevo proyecto literario. A decir verdad, lo empecé hace tiempo. Este es el tercer capítulo del esbozo de una novela que llevaría tentativamente el nombre de "Hijo de P". A ver qué les parece.
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3
Santiago, Chile.
Enero de 1956
Nadie podría decir que las Fuerzas Armadas de Chile sean socialistas, pero cualquiera que venga de Moscú y aterrice en Santiago notará la similitud arquitectónica entre el realismo socialista y el edificio donde funcionan las planas mayores del Ejército, la Fuerza aérea y la Armada chilenas. Es un edificio funcional, de concreto, feo y severo, que mira de reojo, a través de la Avenida Bernardo O’Higgins —la Alameda—, a La Moneda, la casa de gobierno, donde el ex dictador Carlos Ibáñez del Campo ejerce el poder tras ser electo democráticamente en 1952.
Es un extraño vecindario el que alberga a la sede de gobierno chilena, rápida en jactarse de su ininterrumpida democracia desde hace dos décadas, pero también veloz en cruzar la calle y acercarse, cada vez que lo necesita, como una esposa adúltera y culposa que no puede vivir sin su amante prohibido, pero que tampoco está dispuesta a abandonar el hogar, a los militares. El propio presidente Ibáñez, un general él mismo durante sus años de dictador, acaba de ahogar una intentona dictatorial que él mismo propugnaba. Un grupo de oficiales del ejército adictos a él hacían caso omiso de la jerarquía y comenzaron a formar una suerte de cojín político para que el presidente se hiciera del poder absoluto, tomando como figura y ejemplo al general argentino Juan Domingo Perón, un viejo conocido de Ibáñez, que lo cortejó durante su exilio en Buenos Aires en los años cuarenta y que tiene —aún— grandes planes para un país en que el sol salga del Atlántico y se hunda en el Pacífico.
Asustado, arrepentido, temeroso, Ibáñez ya no es el fiero dictador que requisaba diarios y ahogaba homosexuales en el mar. Tras sus lentes redondos, el general, protagonista de los últimos veinticinco años de política chilena —antagonista: el ex presidente Arturo Alessandri Palma—, ya no tiene tanto entusiasmo por las aventuras golpistas. Atrás quedaron los uniformes envueltos en condecoraciones que él mismo se imponía. Unos ternos de parca elegancia civil los han reemplazado. Debe Ibáñez entregar el poder en un par de años más y esto del grupo paralelo de militares simplemente no resultó. Sin asco, pese a que ha sido él quien, en las sombras, azuzaba a sus partidarios castrenses, los ha removido a todos del Ejército, en una cirugía rápida, limpia y sin contemplaciones.
Por eso hoy en el edificio de las Fuerzas Armadas, y sobre todo en los pisos que corresponden al Ejército, reina una extraña calma. Y no es la siesta ni la modorra: a esta hora muchos funcionarios que matarían por dormir aunque sea quince minutos, tras opíparos almuerzos consumidos en los alrededores de la Plaza Bulnes, laboran silenciosa y eficientemente. Es la paz que viene después de las tormentas. Esa especie de quieta felicidad que trae la derrota.
Bajo el tórrido sol de enero, que el asfalto de la Alameda amplifica hasta límites casi insoportables, el mayor Pinochet avanza por la casi vacía avenida. Son las tres de la tarde y los civiles han cerrado sus negocios para irse a hacer la siesta. Ellos sí pueden dormir tranquilos, piensa Pinochet. Por la vereda norte, el mayor avanza con paso rápido y seguro. Lo ha citado el coronel Mansilla en su despacho. El mayor tiene tiempo de sobra, piensa, mientras esquiva a un mendigo de piel casi carbonizada por el sol, que le alarga la mano en la puerta de la casa central de la Universidad de Chile.
No ha sido una mañana tranquila. Su mujer se la amargado otra vez. Cuando la conoció y cortejó, en los alrededores de la plaza de San Bernardo, sus compañeros de armas lo apodaron “el infanticida” debido a la diferencia de edad entre él y su futura esposa: diez años. Tras una serie de mujeres de su edad o mayores, locas que le demandaban el cielo tras la segunda encamada, Pinochet conoció a Lucía Hiriart y pensó que esa niña inocente y bella de catorce años era la adecuada para, por fin, establecerse. Se imaginaba una casa donde lo esperaría con una sonrisa y tomaría a bien todo lo que él dispusiera. No más problemas. Su amigo Gorostiaga lo había dicho con humor: “bien Augusto, bien. Las mejores mujeres para uno son las huasas o las pendejas”.
Pero Lucía, al poco tiempo de casados, reveló los andamios que sostenían la escenografía de niñita buena y dulce. Era, descubrió Pinochet, una mujer de armas tomar. Más que él. Si la disciplina militar lo había moldeado para ser el ejecutor perfecto de las órdenes de otros, aunque esas órdenes le parecieran una imbecilidad monumental, la clase social de Lucía, hija del diputado Hiriart, y su propia personalidad punzante y explosiva, hacían que ella no aceptara órdenes de nadie, ni siquiera de su marido. Trece años y dos hijos le habían enseñado al mayor cómo era la cosa. Pero por otro lado, cuando la discusión se le hacía pesada, el mayor Pinochet optaba por ignorar. Esperaba que pasara el ventarrón respondiendo que sí a todo.
La discusión de esa mañana fue por las obras paralizadas en calle Laura de Noves. “Lucía, de momento, no tengo más plata”, dijo Pinochet en vez, de, como siempre, decir que sí a todo y después no hacer caso de nada. En algún lugar se escuchaba a sus hijos Lucía y Augusto pelear por una revista.
Cada vez que discutían por algo, el mayor Pinochet retrotraía su mente a la primera gran pelea que tuvieron. Había nacido su primera hija y Pinochet quería llamarla como su madre, Avelina. “Ese nombre es feo”, sentenció su mujer. No hubo caso y su hija se llamó Lucía.
Siempre estaba el recurso de llamar al suegro cuando, acercándose fin de mes, el mayor se ponía a hacer equilibrios financieros sobre la cuerda floja. Era un tema odioso, que el mayor Pinochet aborrecía. Su mujer lo ponía en la mesa de discusión cada vez que pasaban estrecheces. En la mañana, durante el desayuno, esa pequeña admisión de Pinochet había dejado entrar al fantasma del suegro con toda su fuerza. El mayor no se consideraba un hombre estúpido; no lo era. Y tampoco era una persona débil de carácter. Cuántos militares, incluso en rangos superiores a él, sí eran unos pelmazos. El mayor Pinochet se equivocaba poco, pero esa mañana sí se había equivocado.
Se fue con un portazo, jurando que jamás pediría nada a su suegro, porque él no era ningún cachao mama, y menos un cachao suegro. La discusión lo había dejado nervioso y meditativo, aunque no se notara, aunque su uniforme estuviera recto y limpio como de costumbre, y aunque su rostro estuviera afeitado y el delgado bigote, como siempre, impecablemente recortado.
El mayor Pinochet enfrenta, decido, los últimos metros de la Alameda antes del edificio de las Fuerzas Armadas. Hay un gran contraste entre su paso seguro, rápido, y la modorra de la tarde veraniega. Pinochet sabe a lo que va. El coronel Mansilla cree que no, pero Pinochet sí sabe. Se lo ha dicho hace unos días su amigo Gorigoitía, siempre con buena información. Gorigoitía advertió a Pinochet “que se haga el huevón” con el coronel. No le va a costar. Hacerse el huevón en el Ejército es un don, un talento que Pinochet derrocha y que, hasta el momento, le ha premiado con una carrera tranquila y sin sobresaltos.
Pinochet sabe la respuesta que dará a Mansilla. Será instantánea. Los ecuatorianos pagarán todo, y pagarán bien. Se acabará el sufrimiento con los materiales y los maestros en la construcción de Laura de Noves. Considerará que Quito es un destino tan chileno como Ancud, Concepción o Calama.
Antes de doblar por Zenteno para alcanzar la puerta del edificio, unas secretarias pasan a su lado. Son las únicas personas en la esquina. Las mujeres lo miran, se secretean, se cuchichean. “Trabajan en el Congreso, en los tribunales”, piensa el mayor. Por un segundo decide hablarles. Preguntarles la hora, por ejemplo, conversar un rato. Pero el deber está primero y decide seguir adelante. Les dedica una sonrisa y sigue su camino, sin apurar el paso, pero tampoco disminuyéndolo.
El secretario del coronel Mansilla es un mayor que Pinochet ha visto antes, pero no recuerda dónde. En la sofocante oficina que antecede a la del coronel, el mayor cuyo nombre Pinochet no recuerda le ha indicado el sofá para que espere, pero Pinochet ha declinado: no quiere señales de transpiración ni arrugas en el uniforme. Esperará de pie a que Mansilla lo reciba. El mayor-secretario hace unos comentarios sobre el calor con los que Pinochet está de acuerdo sólo por cortesía. Luego el hombre se sumerge de nuevo en su máquina de escribir. Decenas de otras máquinas de escribir repiquetean por los silenciosos pasillos y halls del edificio de las Fuerzas Armadas.
El mayor Pinochet no necesita sentarse. Piensa: “mientras todos duermen, el Ejército trabaja”. Le agrada ser parte de una máquina eficiente, por más que el presidente haya recién tomado la máquina a patadas y haya botado a la basura algunos de sus componentes más importantes.
Jamás lo dirían, aunque se lo preguntaran, pero el mayor Pinochet considera que el grupo de partidarios de Ibáñez dentro del ejército ha tenido su merecido. Y no porque el mayor sea específicamente anti-ibañista —que no lo es, aunque tampoco se podría decir que es un partidario del ex general—, sino porque cree que eso pasa cuando los oficiales se comienzan a creer el cuento de los señores políticos.
Porque el mayor Pïnochet, aunque nunca lo confiese, ni siquiera en su fuero más íntimo, ni siquiera en un asado con sus mejores camaradas de armas, porque si lo hace sabe que, tarde o temprano algún político se encargará de frenarle la carrera, desprecia profundamente a los políticos. Los conoce de cerca. Es cierto, en el 48, en Pisagua, cuidó de los peores, de los comunistas —aunque en cierto sentido, le recordaban al Ejército por su organización y disciplina—. No son los políticos, para el general, gente de fiar. Son ambiguos e impredecibles.
Pero sus ideas, hace muchos años, están guardadas bajo siete llaves en alguna parte de sí mismo. Sólo así puede funcionar dentro del Ejército. Hay otros oficiales que no resisten, que al cabo de unos años, como si fueran una olla a presión que no aguanta más, explotan y dan a conocer su derrotero político. Él jamás haría eso. Un soldado no puede quebrarse. Un oficial no puede ceder, menos a sí mismo. Gracias a este bendito silencio en el que se refugia es que el mayor Pinochet ha logrado seguir en el Ejército, y que sus jefes lo consideren confiable, eficiente. Y esta citación a la oficina de Mansilla es la demostración concreta de la recompensa que da mantener la boca cerrada.
Una mujer delgada, de lentes gruesos y maquillaje fuerte, entra a dejar unos papeles. El mayor Pinochet achica los ojos y la observa. Ella aún no lo ha visto. Pero cuando advierte su presencia, se queda como una estatua.
—Angélica, este es mi mayor Pinochet —dice el mayor-secretario.
Pinochet nota cómo el torax de la mujer delata su nerviosismo. Sus pulmones se mueven rápidamente.
—Señorita —dice, cortés, el mayor.
—Mayor —dice, cortés la señorita, y luego se da media vuelta y sale, justo en el momento en que el Coronel Mansilla abre la puerta. El mayor Pinochet se cuadra.
—Descanse, Pinochet —replica Mansilla—. Contreras, tráigame un agua mineral. ¿Quiere algo usted, Pinochet? Vamos hombre, relájese, no sea tieso. No lo vamos a mandar a Pisagua de nuevo. Pase.
La oficina del coronel Mansilla es apenas más grande que recepción. De rebote, la luz del sol se cuela por una ventana que no ha sido limpiada en meses. Viejas moscas, mosquitos y el humo de los coches americanos que pasan por calle Zenteno le han dado un sepia que nadie ha quitado en años. Hay un par de libros en un estante y una ruma de papeles sobre el escritorio. Un viejo ventilador americano intenta que la camisa del coronel Mansilla no se manche de transpiración.
El viejo coronel tiene ojeras y pocas ganas de hacer conversación social. A Pinochet eso siempre le ha agradado de Mansilla. En la Academia de Guerra era un profesor que no partía preguntando estupideces a los estudiantes para “entrar en calor” o “ganarse la amistad”. Qué diablos. Era la Academia de Guerra del Ejército y todos eran hombres grandes, tipo que estaban dispuestos a dar la vida por su patria si eso fuera necesario. Mansilla ni siquiera saludaba, simplemente comenzaba a dictar la clase desde donde había quedado en la sesión anterior. Pinochet no podía estar más de acuerdo con ese sistema.
Ahora no es distinto:
—Nos vamos a Ecuador, Pinochet —dice Mansilla luego de dar un gran sorbo a su agua mineral—. Usted sabe que los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos.
El mayor Pinochet asintió. Podía notar cómo desde la frente del coronel emergían gotas de sudor. Mansilla sacó un pañuelo de su bolsillo y las atajó.
—Nosotros los ayudamos a ellos, ellos ponen nerviosos a los peruanos, los peruanos nos dejan tranquilos a nosotros.
El mayor Pinochet había estudiado la Guerra del Cóndor en la Academia, paso a paso. Mansilla había sido el profesor guía de un trabajo sobre el conflicto.
—Los ecuatorianos quieren desquitarse algún día, y están formando una Academia de Guerra, basada precisamente en la nuestra. Nos quieren allá. Quieren que vayamos por un par de años a Quito, y les ayudemos a formar la Academia.
—Quito —repitió Pinochet—. La mitad del mundo.
—Puros indios, Pinochet. Los ecuatorianos y los peruanos, indios por igual. Están fregados esos gallos. Nunca van a salir del hoyo.
Hubo un silencio incómodo. El mayor Pinochet era un estudioso de la Guerra del Pacífico. Cuando estaba en Arica, por hobby, solía internarse en el desierto y buscar piezas arqueológicas. Siempre volvía con algo. Varias veces se topó con momias, tapadas por la arena, que vestían uniformes peruanos y chilenos de 1880. Esos indios a los que se refería Mansilla eran los que diezmaron a los chilenos en el combate de la quebrada de Tarapacá. La Guerra del Pacífico había sido un conflicto ganado a un altísimo costo.
—La cosa es que el ministerio de defensa, el comandante en jefe y el mismísimo Presidente de la República tienen el más alto interés en que esta misión fructifique. Tenemos que dejarles una Academia de Guerra tan buena como la nuestra, Pinochet.
—Mi coronel... —interrumpió Pinochet.
—Usted ya está en el avión, mayor. No se me corra. Yo también voy, y me quiero llevar los mejores profesores. ¿O quiere que me lleve al bruto de Contreras? Este huevón estaría destripando monos a la primera. No tiene ninguna sutileza. No, Pinochet, usted está hecho para esta destinación. Es obsesivo, preofesional, tiene buen desempeño. Considere desde ahora que Quito es tan chileno como Ancud o Calama. Dígale eso a su mujer si le hace problemas. Es lo mismo. Con una diferencia: esta destinación es mucho mejor pagada. Oiga, es casi tan buena como la que le dan a los aviadores esos en la Antártica. Nuestros amigos ecuatorianos son generosos. Nos cuatriplican el sueldo y lo pagan todo ellos. ¿Usted no se está construyendo una casa, Pinochet? ¿Dónde es? ¿En La Reina?
—En Las Condes.
—Esa cuestión de Las Condes. Puros potreros. Ahora está de moda irse para allá, pero en cinco años van a estar todos de vuelta en el centro. Tan re lejos que es. Hay que estar muy loco para vivir más arriba de Tobalaba. Pero por otro lado, el Ejército requiere gallos locos como usted, Pinochet, con empuje, que se arriesguen. Lo que es yo, me quedo en mi barrio República. Esa cuestión va a ser elegante durante los próximos cien años.
El mayor Pinochet no ha tomado asiento, porque el coronel Mansilla no se lo ha ofrecido. En el extremo de su bigote siente que una gota de sudor se le está formando. Mientras el coronel Mansilla se pasa por enésima vez el pañuelo sobre la frente, el mayor aprovecha de aplastar la gota con el dedo.
—En dos años tiene la platita para construir su casa, Pinochet.
—Cuando partimos, mi coronel —pregunta el mayor.
—En dos semanas. Le doy franco para que prepare el viaje. Puede retirar la documentación, las cartas, las autorizaciones y el proyecto de la Academia con la señorita Angélica.
—Entendido, mi coronel. ¿Algo más?
—Sí. Mándese a cambiar. Lo veo en Cerrillos en dos semanas.
De civil, leyendo el diario, sentado en un banco del parque Bustamante, el mayor Pinochet contempla a los niños jugando y al sol que tiñe de rojo los edificios de la acera oriente. Es un espectáculo de fuego, que el mayor ha visto otras veces, y le gusta. Se podría quedar en ese parque, ese bello parque de Santiago, varias horas. No le molestaría un poco de tiempo para él mismo. Todo está bien, salvo la ropa de civil. No le agrada. Se siente mil veces mejor en traje de campaña; una cómoda camisa manga corta, unos pantalones, unas buenas botas y ya. Que le den eso y el desierto, desea Pinochet. La ropa de civil le pica. No sabe qué hacer con tantos bolsillos y la corbata parece que lo va a sofocar.
Bajo el monumento a Manuel Rodríguez, Pinochet ve venir a Angélica: su vestido de sastre más abajo de la rodilla, su chaquetilla gruesa para esta época del año. Su figura menuda y potoca. Está nervioso, pero no mucho. Siente una lejana palpitación, un nerviosismo que a estas alturas es genético. ¿Miedo? Un poco, sí. Cuando estaba en la escuela militar, muchos años antes de conocer a la que sería su mujer, el mayor participó en una campaña en la cordillera. A él y a un sargento los enviaron a chequear la ubicación de un hito fronterizo. Los soldados argentinos solían hacer travesuras con los mojones. Por la noche, solían moverlos algunos cientos de metros dentro de territorio chileno. Los chilenos, algunas noches, también, en misiones de bautizo para las tropas cordilleranas, hacían lo mismo: tomaban los hitos y se internaban unos cientos de metros en territorio argentino. Eran ceremonias de iniciación, tontas bienvenidas cordilleranas para los aspirantes a oficiales a uno y a otro lado de la frontera. Los conscriptos, obligados a soportar temperaturas de decenas de grados bajo cero, chilenos y argentinos, miraban con distancia estos juegos de guerra de los aspirantes a oficiales que alguna vez los iban a mandar. ¿Querían morir estos gallos? No importaba: los conscriptos y los suboficiales estaban a las órdenes de los oficiales, incluso si esta orden era una idiota broma escolar que les podía costar la vida. En esa ronda con el sargento, se encontraron cara a cara con un pelotón de seis aspirantes a oficiales argentinos que hacían la travesura de mover el monolito. Escondido tras una piedra, con la nieve hasta las rodillas, el cadete Pinochet podía sentir las risas nerviosas de los argentinos. Así que eso era el miedo: esperar tras una piedra a que se fueran. Después el sargento, mientras devolvían el hito a su lugar, le dijo algo que Pinochet nunca olvidaría: es el miedo primero, y su fusil después, las dos razones por las que un soldado puede sobrevivir a una guerra.
Angélica podía ser perfectamente un cadete argentino. El mayor la vio avanzar por el Parque, entrando desde Providencia, y la luz del sol contra los edificios de alguna manera la hacía verse más frágil de lo que era. Ella lo vio de lejos y lo saludó con una sonrisa, como si no hubiera pasado nada. Llevaba una bolsa del pan y una botella de aceite. El mayor tomó aire, la saludó de beso, tomó la bolsa y caminó junto a ella.
—Vaya sorpresa, Augusto.
—Una dama no puede andar cargando bultos por las calles.
—Gracias por lo de dama.
—Angélica...
—¿Qué?
—No diga eso.
—No “diga” —lo remedó Angélica—. Si te disfrazaste de civil para venir a verme, por lo menos haz que el disfraz sea completo y tutéame.
Caminaron en silencio. De pronto, sin aviso, Angélica le quitó la bolsa y el aceite al mayor.
—Y métete esa cortesía de milico por donde mejor te quepa, Augusto. Me carga. Todos ustedes son iguales. Actúan como señoritas, cuando la verdad es que lo único que saben hacer es destripar fulanos. ¿Alguna vez has destripado a un tipo. Augusto?
—Angélica, por favor, esto no tiene porque ser con escándalos.
—No, claro, por supuesto que no. ¿Sabes como tiene que ser? Como a ti te gusta. Como a ustedes les gusta. Vienen con esa sonrisita, pero si uno no les da lo que quieren, sacan la metralleta.
El mayor Pinochet la detuvo le quitó la bolsa del pan y la botella de aceite. Luego la besó en la boca. En ese momento, las luces del parque Bustamante se encendieron. Ya casi no quedaba luz del sol. Corría una brisa fresca, que comenzaba a borrar el horroroso calor de la tarde. El mayor se fijó en Angélica. La imaginó en el futuro: vieja, triste, pobre, sola, fea. Pero no sintió pena por ella. Así eran las cosas. Él no había inventado el mundo. Ahora, simplemente, tenía que averiguar qué quería Angélica. Cual era el precio por dejarlo en paz. El mayor Pinochet quiso terminar el beso, pero sintió la mano de Angélica tomándolo por la nuca, y luego su lengua intentando ir más adentro. Tuvo que hacer fuerza para terminar con la escena.
—Por favor, Angélica, nos pueden ver.
—Los besos de despedida son siempre los más dulces.
—No es una despedida —dijo el mayor—. Vuelvo. Para las fiestas de fin de año voy a estar acá, y un mes mientras no haya clase en Quito, claro que acá va a ser invierno, allá funcionan con el calendario cambiado.
—No insultes mi inteligencia, Augusto.
Ahora caminaban lentamente, bajo los faroles. El parque se había vaciado. Sólo unas pocas que buscaban bancos sombríos, escondidos de la luz, quedaban en el parque. Angélica tomó al mayor Pinochet del brazo y se apoyó en su hombro. Suspiró.
—¿Por qué nunca puedo saber lo que estás pensando, Augusto?
—Le acabo de decir lo que pienso.
—No me vengas con esas, mayor. Hemos compartido la cama durante casi un año, y aún no te conozco. Eres un misterio para mí. ¿Para qué te vas? ¿De qué huyes? ¿De tu familia? Ellos te van a seguir donde sea. ¿De mí? Vamos Augusto, no soy una carga para ti. Mi dormitorio está abierto para ti casi a cambio de nada. Vienes cuando quieres, te vas cuando te da la gana.
—Tengo que terminar la casa.
—Esa tontería de Las Condes. Otro más. Se van a vivir entre las vacas, creyendo que están haciendo el gran negocio. Eras feliz en Ñuñoa, Augusto. Me tenías a mí, tenías a tu familia.
El mayor sonrió. La felicidad era un concepto tan abstracto. Parecía una palabra de político. Una palabra que florece durante los periodos eleccionarios, y que muere durante todo el resto del año. Cuando quieren que los elijas, prometen felicidad. Cuando los eligen, te dan dos cosas, trabajo e impuestos. Las mujeres y los políticos estaban obsesionados con la felicidad, pensó el mayor. Con una diferencia: las mujeres eran ingenuas, se creían el cuento. En su vida no había conocido ninguna mujer que no soñara con “ser feliz”. ¿Por qué no, sencillamente, vivir lo más decentemente posible? Era lo que él había tratado de hacer siempre. Si la “felicidad”, lo que quiera que fuese, llegaba, fantástico. Si no, no iba a perder el tiempo buscando un sueño. Pero las mujeres definitivamente no eran como él. A ella se les iba la vida persiguiendo una ilusión. Angélica era el ejemplo vivo de eso.
—Tengo que darle lo mejor a mi familia —continuó el mayor—. Durante dos años, voy a ganar cuatro veces mi sueldo.
Angélica le tomó la mano. El mayor deseó que no lo hiciera: la mano de la secretaria estaba transpirada. Pensó sacar el pañuelo y secarse, pero se contuvo. Estaban frente al departamento.
—Bueno —comenzó a decir el mayor.
—A qué viniste, Augusto.
El mayor ensayó otro beso en la boca.
—No viniste por sexo, Augusto. Estás demasiado tieso, más tenso que lo habitual. A qué viniste.
—Subamos y le digo.
—Dímelo acá.
El mayor miró hacia los dos lados de la calle. ¿Dónde se habían metido los autos? Parecía que el destino complotaba para hacerle todo más difícil.
—Supongo que a despedirme —dijo finalmente—. Y a pedirte que seas discreta.
—¿Alguna vez no lo he sido?
—Siempre lo has sido.
—¿Entonces?
—Un soldado tiene que pensar en todos los escenarios.
—No te tienes que preocupar por eso, Augusto.
Angélica tenía los ojos llenos de lágrimas y la voz se le quebraba. El mayor pensó en darse media vuelta y salir de ahí. Las mujeres hacen tanto escándalo por todo, pensó. Luego atrajo a Angélica hacia sí y la besó en la boca.
—Subamos —dijo el mayor—. La calle no es lugar para estas cosas.
Mientras subían las escaleras, al mayor le pareció que su amante estaba más pequeña, más envejecida, más frágil aún de lo que era. En otra vida, en otras circunstancias, quizás. Pero así era la vida de las personas. Él no tenía la culpa de que el mundo fuera como fuera.
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Santiago, Chile.
Enero de 1956
Nadie podría decir que las Fuerzas Armadas de Chile sean socialistas, pero cualquiera que venga de Moscú y aterrice en Santiago notará la similitud arquitectónica entre el realismo socialista y el edificio donde funcionan las planas mayores del Ejército, la Fuerza aérea y la Armada chilenas. Es un edificio funcional, de concreto, feo y severo, que mira de reojo, a través de la Avenida Bernardo O’Higgins —la Alameda—, a La Moneda, la casa de gobierno, donde el ex dictador Carlos Ibáñez del Campo ejerce el poder tras ser electo democráticamente en 1952.
Es un extraño vecindario el que alberga a la sede de gobierno chilena, rápida en jactarse de su ininterrumpida democracia desde hace dos décadas, pero también veloz en cruzar la calle y acercarse, cada vez que lo necesita, como una esposa adúltera y culposa que no puede vivir sin su amante prohibido, pero que tampoco está dispuesta a abandonar el hogar, a los militares. El propio presidente Ibáñez, un general él mismo durante sus años de dictador, acaba de ahogar una intentona dictatorial que él mismo propugnaba. Un grupo de oficiales del ejército adictos a él hacían caso omiso de la jerarquía y comenzaron a formar una suerte de cojín político para que el presidente se hiciera del poder absoluto, tomando como figura y ejemplo al general argentino Juan Domingo Perón, un viejo conocido de Ibáñez, que lo cortejó durante su exilio en Buenos Aires en los años cuarenta y que tiene —aún— grandes planes para un país en que el sol salga del Atlántico y se hunda en el Pacífico.
Asustado, arrepentido, temeroso, Ibáñez ya no es el fiero dictador que requisaba diarios y ahogaba homosexuales en el mar. Tras sus lentes redondos, el general, protagonista de los últimos veinticinco años de política chilena —antagonista: el ex presidente Arturo Alessandri Palma—, ya no tiene tanto entusiasmo por las aventuras golpistas. Atrás quedaron los uniformes envueltos en condecoraciones que él mismo se imponía. Unos ternos de parca elegancia civil los han reemplazado. Debe Ibáñez entregar el poder en un par de años más y esto del grupo paralelo de militares simplemente no resultó. Sin asco, pese a que ha sido él quien, en las sombras, azuzaba a sus partidarios castrenses, los ha removido a todos del Ejército, en una cirugía rápida, limpia y sin contemplaciones.
Por eso hoy en el edificio de las Fuerzas Armadas, y sobre todo en los pisos que corresponden al Ejército, reina una extraña calma. Y no es la siesta ni la modorra: a esta hora muchos funcionarios que matarían por dormir aunque sea quince minutos, tras opíparos almuerzos consumidos en los alrededores de la Plaza Bulnes, laboran silenciosa y eficientemente. Es la paz que viene después de las tormentas. Esa especie de quieta felicidad que trae la derrota.
Bajo el tórrido sol de enero, que el asfalto de la Alameda amplifica hasta límites casi insoportables, el mayor Pinochet avanza por la casi vacía avenida. Son las tres de la tarde y los civiles han cerrado sus negocios para irse a hacer la siesta. Ellos sí pueden dormir tranquilos, piensa Pinochet. Por la vereda norte, el mayor avanza con paso rápido y seguro. Lo ha citado el coronel Mansilla en su despacho. El mayor tiene tiempo de sobra, piensa, mientras esquiva a un mendigo de piel casi carbonizada por el sol, que le alarga la mano en la puerta de la casa central de la Universidad de Chile.
No ha sido una mañana tranquila. Su mujer se la amargado otra vez. Cuando la conoció y cortejó, en los alrededores de la plaza de San Bernardo, sus compañeros de armas lo apodaron “el infanticida” debido a la diferencia de edad entre él y su futura esposa: diez años. Tras una serie de mujeres de su edad o mayores, locas que le demandaban el cielo tras la segunda encamada, Pinochet conoció a Lucía Hiriart y pensó que esa niña inocente y bella de catorce años era la adecuada para, por fin, establecerse. Se imaginaba una casa donde lo esperaría con una sonrisa y tomaría a bien todo lo que él dispusiera. No más problemas. Su amigo Gorostiaga lo había dicho con humor: “bien Augusto, bien. Las mejores mujeres para uno son las huasas o las pendejas”.
Pero Lucía, al poco tiempo de casados, reveló los andamios que sostenían la escenografía de niñita buena y dulce. Era, descubrió Pinochet, una mujer de armas tomar. Más que él. Si la disciplina militar lo había moldeado para ser el ejecutor perfecto de las órdenes de otros, aunque esas órdenes le parecieran una imbecilidad monumental, la clase social de Lucía, hija del diputado Hiriart, y su propia personalidad punzante y explosiva, hacían que ella no aceptara órdenes de nadie, ni siquiera de su marido. Trece años y dos hijos le habían enseñado al mayor cómo era la cosa. Pero por otro lado, cuando la discusión se le hacía pesada, el mayor Pinochet optaba por ignorar. Esperaba que pasara el ventarrón respondiendo que sí a todo.
La discusión de esa mañana fue por las obras paralizadas en calle Laura de Noves. “Lucía, de momento, no tengo más plata”, dijo Pinochet en vez, de, como siempre, decir que sí a todo y después no hacer caso de nada. En algún lugar se escuchaba a sus hijos Lucía y Augusto pelear por una revista.
Cada vez que discutían por algo, el mayor Pinochet retrotraía su mente a la primera gran pelea que tuvieron. Había nacido su primera hija y Pinochet quería llamarla como su madre, Avelina. “Ese nombre es feo”, sentenció su mujer. No hubo caso y su hija se llamó Lucía.
Siempre estaba el recurso de llamar al suegro cuando, acercándose fin de mes, el mayor se ponía a hacer equilibrios financieros sobre la cuerda floja. Era un tema odioso, que el mayor Pinochet aborrecía. Su mujer lo ponía en la mesa de discusión cada vez que pasaban estrecheces. En la mañana, durante el desayuno, esa pequeña admisión de Pinochet había dejado entrar al fantasma del suegro con toda su fuerza. El mayor no se consideraba un hombre estúpido; no lo era. Y tampoco era una persona débil de carácter. Cuántos militares, incluso en rangos superiores a él, sí eran unos pelmazos. El mayor Pinochet se equivocaba poco, pero esa mañana sí se había equivocado.
Se fue con un portazo, jurando que jamás pediría nada a su suegro, porque él no era ningún cachao mama, y menos un cachao suegro. La discusión lo había dejado nervioso y meditativo, aunque no se notara, aunque su uniforme estuviera recto y limpio como de costumbre, y aunque su rostro estuviera afeitado y el delgado bigote, como siempre, impecablemente recortado.
El mayor Pinochet enfrenta, decido, los últimos metros de la Alameda antes del edificio de las Fuerzas Armadas. Hay un gran contraste entre su paso seguro, rápido, y la modorra de la tarde veraniega. Pinochet sabe a lo que va. El coronel Mansilla cree que no, pero Pinochet sí sabe. Se lo ha dicho hace unos días su amigo Gorigoitía, siempre con buena información. Gorigoitía advertió a Pinochet “que se haga el huevón” con el coronel. No le va a costar. Hacerse el huevón en el Ejército es un don, un talento que Pinochet derrocha y que, hasta el momento, le ha premiado con una carrera tranquila y sin sobresaltos.
Pinochet sabe la respuesta que dará a Mansilla. Será instantánea. Los ecuatorianos pagarán todo, y pagarán bien. Se acabará el sufrimiento con los materiales y los maestros en la construcción de Laura de Noves. Considerará que Quito es un destino tan chileno como Ancud, Concepción o Calama.
Antes de doblar por Zenteno para alcanzar la puerta del edificio, unas secretarias pasan a su lado. Son las únicas personas en la esquina. Las mujeres lo miran, se secretean, se cuchichean. “Trabajan en el Congreso, en los tribunales”, piensa el mayor. Por un segundo decide hablarles. Preguntarles la hora, por ejemplo, conversar un rato. Pero el deber está primero y decide seguir adelante. Les dedica una sonrisa y sigue su camino, sin apurar el paso, pero tampoco disminuyéndolo.
El secretario del coronel Mansilla es un mayor que Pinochet ha visto antes, pero no recuerda dónde. En la sofocante oficina que antecede a la del coronel, el mayor cuyo nombre Pinochet no recuerda le ha indicado el sofá para que espere, pero Pinochet ha declinado: no quiere señales de transpiración ni arrugas en el uniforme. Esperará de pie a que Mansilla lo reciba. El mayor-secretario hace unos comentarios sobre el calor con los que Pinochet está de acuerdo sólo por cortesía. Luego el hombre se sumerge de nuevo en su máquina de escribir. Decenas de otras máquinas de escribir repiquetean por los silenciosos pasillos y halls del edificio de las Fuerzas Armadas.
El mayor Pinochet no necesita sentarse. Piensa: “mientras todos duermen, el Ejército trabaja”. Le agrada ser parte de una máquina eficiente, por más que el presidente haya recién tomado la máquina a patadas y haya botado a la basura algunos de sus componentes más importantes.
Jamás lo dirían, aunque se lo preguntaran, pero el mayor Pinochet considera que el grupo de partidarios de Ibáñez dentro del ejército ha tenido su merecido. Y no porque el mayor sea específicamente anti-ibañista —que no lo es, aunque tampoco se podría decir que es un partidario del ex general—, sino porque cree que eso pasa cuando los oficiales se comienzan a creer el cuento de los señores políticos.
Porque el mayor Pïnochet, aunque nunca lo confiese, ni siquiera en su fuero más íntimo, ni siquiera en un asado con sus mejores camaradas de armas, porque si lo hace sabe que, tarde o temprano algún político se encargará de frenarle la carrera, desprecia profundamente a los políticos. Los conoce de cerca. Es cierto, en el 48, en Pisagua, cuidó de los peores, de los comunistas —aunque en cierto sentido, le recordaban al Ejército por su organización y disciplina—. No son los políticos, para el general, gente de fiar. Son ambiguos e impredecibles.
Pero sus ideas, hace muchos años, están guardadas bajo siete llaves en alguna parte de sí mismo. Sólo así puede funcionar dentro del Ejército. Hay otros oficiales que no resisten, que al cabo de unos años, como si fueran una olla a presión que no aguanta más, explotan y dan a conocer su derrotero político. Él jamás haría eso. Un soldado no puede quebrarse. Un oficial no puede ceder, menos a sí mismo. Gracias a este bendito silencio en el que se refugia es que el mayor Pinochet ha logrado seguir en el Ejército, y que sus jefes lo consideren confiable, eficiente. Y esta citación a la oficina de Mansilla es la demostración concreta de la recompensa que da mantener la boca cerrada.
Una mujer delgada, de lentes gruesos y maquillaje fuerte, entra a dejar unos papeles. El mayor Pinochet achica los ojos y la observa. Ella aún no lo ha visto. Pero cuando advierte su presencia, se queda como una estatua.
—Angélica, este es mi mayor Pinochet —dice el mayor-secretario.
Pinochet nota cómo el torax de la mujer delata su nerviosismo. Sus pulmones se mueven rápidamente.
—Señorita —dice, cortés, el mayor.
—Mayor —dice, cortés la señorita, y luego se da media vuelta y sale, justo en el momento en que el Coronel Mansilla abre la puerta. El mayor Pinochet se cuadra.
—Descanse, Pinochet —replica Mansilla—. Contreras, tráigame un agua mineral. ¿Quiere algo usted, Pinochet? Vamos hombre, relájese, no sea tieso. No lo vamos a mandar a Pisagua de nuevo. Pase.
La oficina del coronel Mansilla es apenas más grande que recepción. De rebote, la luz del sol se cuela por una ventana que no ha sido limpiada en meses. Viejas moscas, mosquitos y el humo de los coches americanos que pasan por calle Zenteno le han dado un sepia que nadie ha quitado en años. Hay un par de libros en un estante y una ruma de papeles sobre el escritorio. Un viejo ventilador americano intenta que la camisa del coronel Mansilla no se manche de transpiración.
El viejo coronel tiene ojeras y pocas ganas de hacer conversación social. A Pinochet eso siempre le ha agradado de Mansilla. En la Academia de Guerra era un profesor que no partía preguntando estupideces a los estudiantes para “entrar en calor” o “ganarse la amistad”. Qué diablos. Era la Academia de Guerra del Ejército y todos eran hombres grandes, tipo que estaban dispuestos a dar la vida por su patria si eso fuera necesario. Mansilla ni siquiera saludaba, simplemente comenzaba a dictar la clase desde donde había quedado en la sesión anterior. Pinochet no podía estar más de acuerdo con ese sistema.
Ahora no es distinto:
—Nos vamos a Ecuador, Pinochet —dice Mansilla luego de dar un gran sorbo a su agua mineral—. Usted sabe que los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos.
El mayor Pinochet asintió. Podía notar cómo desde la frente del coronel emergían gotas de sudor. Mansilla sacó un pañuelo de su bolsillo y las atajó.
—Nosotros los ayudamos a ellos, ellos ponen nerviosos a los peruanos, los peruanos nos dejan tranquilos a nosotros.
El mayor Pinochet había estudiado la Guerra del Cóndor en la Academia, paso a paso. Mansilla había sido el profesor guía de un trabajo sobre el conflicto.
—Los ecuatorianos quieren desquitarse algún día, y están formando una Academia de Guerra, basada precisamente en la nuestra. Nos quieren allá. Quieren que vayamos por un par de años a Quito, y les ayudemos a formar la Academia.
—Quito —repitió Pinochet—. La mitad del mundo.
—Puros indios, Pinochet. Los ecuatorianos y los peruanos, indios por igual. Están fregados esos gallos. Nunca van a salir del hoyo.
Hubo un silencio incómodo. El mayor Pinochet era un estudioso de la Guerra del Pacífico. Cuando estaba en Arica, por hobby, solía internarse en el desierto y buscar piezas arqueológicas. Siempre volvía con algo. Varias veces se topó con momias, tapadas por la arena, que vestían uniformes peruanos y chilenos de 1880. Esos indios a los que se refería Mansilla eran los que diezmaron a los chilenos en el combate de la quebrada de Tarapacá. La Guerra del Pacífico había sido un conflicto ganado a un altísimo costo.
—La cosa es que el ministerio de defensa, el comandante en jefe y el mismísimo Presidente de la República tienen el más alto interés en que esta misión fructifique. Tenemos que dejarles una Academia de Guerra tan buena como la nuestra, Pinochet.
—Mi coronel... —interrumpió Pinochet.
—Usted ya está en el avión, mayor. No se me corra. Yo también voy, y me quiero llevar los mejores profesores. ¿O quiere que me lleve al bruto de Contreras? Este huevón estaría destripando monos a la primera. No tiene ninguna sutileza. No, Pinochet, usted está hecho para esta destinación. Es obsesivo, preofesional, tiene buen desempeño. Considere desde ahora que Quito es tan chileno como Ancud o Calama. Dígale eso a su mujer si le hace problemas. Es lo mismo. Con una diferencia: esta destinación es mucho mejor pagada. Oiga, es casi tan buena como la que le dan a los aviadores esos en la Antártica. Nuestros amigos ecuatorianos son generosos. Nos cuatriplican el sueldo y lo pagan todo ellos. ¿Usted no se está construyendo una casa, Pinochet? ¿Dónde es? ¿En La Reina?
—En Las Condes.
—Esa cuestión de Las Condes. Puros potreros. Ahora está de moda irse para allá, pero en cinco años van a estar todos de vuelta en el centro. Tan re lejos que es. Hay que estar muy loco para vivir más arriba de Tobalaba. Pero por otro lado, el Ejército requiere gallos locos como usted, Pinochet, con empuje, que se arriesguen. Lo que es yo, me quedo en mi barrio República. Esa cuestión va a ser elegante durante los próximos cien años.
El mayor Pinochet no ha tomado asiento, porque el coronel Mansilla no se lo ha ofrecido. En el extremo de su bigote siente que una gota de sudor se le está formando. Mientras el coronel Mansilla se pasa por enésima vez el pañuelo sobre la frente, el mayor aprovecha de aplastar la gota con el dedo.
—En dos años tiene la platita para construir su casa, Pinochet.
—Cuando partimos, mi coronel —pregunta el mayor.
—En dos semanas. Le doy franco para que prepare el viaje. Puede retirar la documentación, las cartas, las autorizaciones y el proyecto de la Academia con la señorita Angélica.
—Entendido, mi coronel. ¿Algo más?
—Sí. Mándese a cambiar. Lo veo en Cerrillos en dos semanas.
De civil, leyendo el diario, sentado en un banco del parque Bustamante, el mayor Pinochet contempla a los niños jugando y al sol que tiñe de rojo los edificios de la acera oriente. Es un espectáculo de fuego, que el mayor ha visto otras veces, y le gusta. Se podría quedar en ese parque, ese bello parque de Santiago, varias horas. No le molestaría un poco de tiempo para él mismo. Todo está bien, salvo la ropa de civil. No le agrada. Se siente mil veces mejor en traje de campaña; una cómoda camisa manga corta, unos pantalones, unas buenas botas y ya. Que le den eso y el desierto, desea Pinochet. La ropa de civil le pica. No sabe qué hacer con tantos bolsillos y la corbata parece que lo va a sofocar.
Bajo el monumento a Manuel Rodríguez, Pinochet ve venir a Angélica: su vestido de sastre más abajo de la rodilla, su chaquetilla gruesa para esta época del año. Su figura menuda y potoca. Está nervioso, pero no mucho. Siente una lejana palpitación, un nerviosismo que a estas alturas es genético. ¿Miedo? Un poco, sí. Cuando estaba en la escuela militar, muchos años antes de conocer a la que sería su mujer, el mayor participó en una campaña en la cordillera. A él y a un sargento los enviaron a chequear la ubicación de un hito fronterizo. Los soldados argentinos solían hacer travesuras con los mojones. Por la noche, solían moverlos algunos cientos de metros dentro de territorio chileno. Los chilenos, algunas noches, también, en misiones de bautizo para las tropas cordilleranas, hacían lo mismo: tomaban los hitos y se internaban unos cientos de metros en territorio argentino. Eran ceremonias de iniciación, tontas bienvenidas cordilleranas para los aspirantes a oficiales a uno y a otro lado de la frontera. Los conscriptos, obligados a soportar temperaturas de decenas de grados bajo cero, chilenos y argentinos, miraban con distancia estos juegos de guerra de los aspirantes a oficiales que alguna vez los iban a mandar. ¿Querían morir estos gallos? No importaba: los conscriptos y los suboficiales estaban a las órdenes de los oficiales, incluso si esta orden era una idiota broma escolar que les podía costar la vida. En esa ronda con el sargento, se encontraron cara a cara con un pelotón de seis aspirantes a oficiales argentinos que hacían la travesura de mover el monolito. Escondido tras una piedra, con la nieve hasta las rodillas, el cadete Pinochet podía sentir las risas nerviosas de los argentinos. Así que eso era el miedo: esperar tras una piedra a que se fueran. Después el sargento, mientras devolvían el hito a su lugar, le dijo algo que Pinochet nunca olvidaría: es el miedo primero, y su fusil después, las dos razones por las que un soldado puede sobrevivir a una guerra.
Angélica podía ser perfectamente un cadete argentino. El mayor la vio avanzar por el Parque, entrando desde Providencia, y la luz del sol contra los edificios de alguna manera la hacía verse más frágil de lo que era. Ella lo vio de lejos y lo saludó con una sonrisa, como si no hubiera pasado nada. Llevaba una bolsa del pan y una botella de aceite. El mayor tomó aire, la saludó de beso, tomó la bolsa y caminó junto a ella.
—Vaya sorpresa, Augusto.
—Una dama no puede andar cargando bultos por las calles.
—Gracias por lo de dama.
—Angélica...
—¿Qué?
—No diga eso.
—No “diga” —lo remedó Angélica—. Si te disfrazaste de civil para venir a verme, por lo menos haz que el disfraz sea completo y tutéame.
Caminaron en silencio. De pronto, sin aviso, Angélica le quitó la bolsa y el aceite al mayor.
—Y métete esa cortesía de milico por donde mejor te quepa, Augusto. Me carga. Todos ustedes son iguales. Actúan como señoritas, cuando la verdad es que lo único que saben hacer es destripar fulanos. ¿Alguna vez has destripado a un tipo. Augusto?
—Angélica, por favor, esto no tiene porque ser con escándalos.
—No, claro, por supuesto que no. ¿Sabes como tiene que ser? Como a ti te gusta. Como a ustedes les gusta. Vienen con esa sonrisita, pero si uno no les da lo que quieren, sacan la metralleta.
El mayor Pinochet la detuvo le quitó la bolsa del pan y la botella de aceite. Luego la besó en la boca. En ese momento, las luces del parque Bustamante se encendieron. Ya casi no quedaba luz del sol. Corría una brisa fresca, que comenzaba a borrar el horroroso calor de la tarde. El mayor se fijó en Angélica. La imaginó en el futuro: vieja, triste, pobre, sola, fea. Pero no sintió pena por ella. Así eran las cosas. Él no había inventado el mundo. Ahora, simplemente, tenía que averiguar qué quería Angélica. Cual era el precio por dejarlo en paz. El mayor Pinochet quiso terminar el beso, pero sintió la mano de Angélica tomándolo por la nuca, y luego su lengua intentando ir más adentro. Tuvo que hacer fuerza para terminar con la escena.
—Por favor, Angélica, nos pueden ver.
—Los besos de despedida son siempre los más dulces.
—No es una despedida —dijo el mayor—. Vuelvo. Para las fiestas de fin de año voy a estar acá, y un mes mientras no haya clase en Quito, claro que acá va a ser invierno, allá funcionan con el calendario cambiado.
—No insultes mi inteligencia, Augusto.
Ahora caminaban lentamente, bajo los faroles. El parque se había vaciado. Sólo unas pocas que buscaban bancos sombríos, escondidos de la luz, quedaban en el parque. Angélica tomó al mayor Pinochet del brazo y se apoyó en su hombro. Suspiró.
—¿Por qué nunca puedo saber lo que estás pensando, Augusto?
—Le acabo de decir lo que pienso.
—No me vengas con esas, mayor. Hemos compartido la cama durante casi un año, y aún no te conozco. Eres un misterio para mí. ¿Para qué te vas? ¿De qué huyes? ¿De tu familia? Ellos te van a seguir donde sea. ¿De mí? Vamos Augusto, no soy una carga para ti. Mi dormitorio está abierto para ti casi a cambio de nada. Vienes cuando quieres, te vas cuando te da la gana.
—Tengo que terminar la casa.
—Esa tontería de Las Condes. Otro más. Se van a vivir entre las vacas, creyendo que están haciendo el gran negocio. Eras feliz en Ñuñoa, Augusto. Me tenías a mí, tenías a tu familia.
El mayor sonrió. La felicidad era un concepto tan abstracto. Parecía una palabra de político. Una palabra que florece durante los periodos eleccionarios, y que muere durante todo el resto del año. Cuando quieren que los elijas, prometen felicidad. Cuando los eligen, te dan dos cosas, trabajo e impuestos. Las mujeres y los políticos estaban obsesionados con la felicidad, pensó el mayor. Con una diferencia: las mujeres eran ingenuas, se creían el cuento. En su vida no había conocido ninguna mujer que no soñara con “ser feliz”. ¿Por qué no, sencillamente, vivir lo más decentemente posible? Era lo que él había tratado de hacer siempre. Si la “felicidad”, lo que quiera que fuese, llegaba, fantástico. Si no, no iba a perder el tiempo buscando un sueño. Pero las mujeres definitivamente no eran como él. A ella se les iba la vida persiguiendo una ilusión. Angélica era el ejemplo vivo de eso.
—Tengo que darle lo mejor a mi familia —continuó el mayor—. Durante dos años, voy a ganar cuatro veces mi sueldo.
Angélica le tomó la mano. El mayor deseó que no lo hiciera: la mano de la secretaria estaba transpirada. Pensó sacar el pañuelo y secarse, pero se contuvo. Estaban frente al departamento.
—Bueno —comenzó a decir el mayor.
—A qué viniste, Augusto.
El mayor ensayó otro beso en la boca.
—No viniste por sexo, Augusto. Estás demasiado tieso, más tenso que lo habitual. A qué viniste.
—Subamos y le digo.
—Dímelo acá.
El mayor miró hacia los dos lados de la calle. ¿Dónde se habían metido los autos? Parecía que el destino complotaba para hacerle todo más difícil.
—Supongo que a despedirme —dijo finalmente—. Y a pedirte que seas discreta.
—¿Alguna vez no lo he sido?
—Siempre lo has sido.
—¿Entonces?
—Un soldado tiene que pensar en todos los escenarios.
—No te tienes que preocupar por eso, Augusto.
Angélica tenía los ojos llenos de lágrimas y la voz se le quebraba. El mayor pensó en darse media vuelta y salir de ahí. Las mujeres hacen tanto escándalo por todo, pensó. Luego atrajo a Angélica hacia sí y la besó en la boca.
—Subamos —dijo el mayor—. La calle no es lugar para estas cosas.
Mientras subían las escaleras, al mayor le pareció que su amante estaba más pequeña, más envejecida, más frágil aún de lo que era. En otra vida, en otras circunstancias, quizás. Pero así era la vida de las personas. Él no tenía la culpa de que el mundo fuera como fuera.
20050817
60 años de Hiroshima y Nagasaki
Esto lo publiqué el 6 de septiembre en El Sábado de El Mercurio.
Fue después de un viaje a Paraguay. Me gustó como quedó.
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Hiroshima: vivir para contarlo
Por Alfredo Sepúlveda C., desde Encarnación, Paraguay.
1. El túnel
El 6 de agosto del año 20 de la era showa (la del emperador Hirohito, 1945), un estudiante de ingeniería mecánica en la Universidad de Hiroshima de 21 años, llamado Masuo Genda, se subió a un tren en esta ciudad para ir a visitar a un compañero de facultad que vivía en otra. Gran parte de la población de Hiroshima estaba ocupada en la construcción de cortafuegos para protegerse de un eventual bombardeo, pero para Genda ésta era una mañana de verano con cielo despejado. Sus vacaciones de verano estaban empezando; él no había sido reclutado porque el ejército esperaba a que los estudiantes de ingeniería se graduaran, deferencia que no existía para ningún otro tipo de estudiante. Una vez que eso ocurriera, Genda iba a dedicarse al mantenimiento de los aviones del ejército nipón. En el momento en que subió al tren, a las ocho de la mañana, ya el sistema de alarmas de la ciudad había indicado que no había peligro de aviones enemigos. Un nuevo día comenzaba.
Quince minutos después de la partida, el tren se metió en un túnel. Pocos segundos después un resplandor iluminó la oscuridad en que estaba sumergido el vagón. Y luego, aún dentro del túnel, Genda y los otros pasajeros sintieron un viento que los recorría. Cuando el tren emergió, el estudiante contempló, a través de las ventanas que daban hacia Hiroshima, algo que nunca antes había visto y que nunca más iba a volver a ver: una nube negra que daba paso a una columna de humo: el nacimiento del gigantesco hongo atómico que iba a cubrir la ciudad donde, hasta ese momento, estaba su hogar.
Sesenta años después, Masuo Genda cuenta esta historia sentado en un sillón de su casa en el campo, fumando un cigarrillo tras otro (nada especial: dice que fuma dos cajetillas diarias desde 1944), en medio de cultivos de trigo y soya, en un lugar cercano al pueblo de Fram, a cuarenta y seis kilómetros de la ciudad de Encarnación, en el sur de Paraguay. Hoy de ochenta y un años, Masuo Genda es uno de los pocos hibakusha, o sobrevivientes de la bomba atómica, que vive en los países de Sudamérica que hablan español. En nuestro vecindario, hay otros esparcidos por Argentina, Bolivia y Perú. Y bastantes en Brasil. En Chile, hasta donde "El Sábado" averiguó, no hay.
El señor Genda ha vivido pendiente de su campo durante los últimos cincuenta años, desde que emigró a Paraguay desde Jiroshimá, como se pronuncia en japonés, con la última "a" cortada abruptamente. Se fue de su país porque en los años cincuenta tuvo miedo de que el infierno regresara. No era el único en sentir así. En esos años Estados Unidos un país que mantenía bases militares en Japón estaba librando otra guerra muy cerca, en Corea, y tenía como enemigos "bajo el sombrero" a China y la Unión Soviética, esta última una potencia nuclear. "Paraguay ofrecía tierra", dice Genda, a diferencia de Brasil y Bolivia, otros países que contempló como posibles destinos. Él y otros japoneses que llegaron a la zona en 1955 previamente colonizada por ucranianos y alemanes se organizaron en cooperativas agrícolas.
Aparte de dos visitas a Japón, una de ellas motivada por razones médicas su mujer, Susae Shimazu, que también sobrevivió a la bomba atómica en Hiroshima pero no da su testimonio, se operó del estómago, y alguna entrevista para la televisión de su país, el señor Genda no ha tenido muchos motivos para recordar la bomba que destrozó su ciudad y de paso mató a su madre. Nunca ha formado parte de la porción de sobrevivientes que en estas fechas protesta frente a las Naciones Unidas, en Nueva York, por el fin de las armas nucleares. Tampoco ha firmado manifiestos. Simplemente ha dejado que la vida siga su curso. Ha tenido siete hijos. Uno de ellos, Tomás, que vive con él, y una nieta, Yukiko, que oficia de traductora de este hombre que no habla mucho español, escuchan por primera vez el relato de su experiencia. Su familia vive tranquilamente y el patriarca no suele comentar con ella la guerra ni los efectos que la bomba causó en él. "No más Hiroshimas, que no se repita", dice, y es la declaración política más grande que realiza en esta entrevista.
Él se ve a sí mismo como un agricultor que hace cincuenta años fundó una cooperativa agrícola, no como un sobreviviente de una bomba atómica. Genda ha llegado a los ochenta y un años sin un rasguño. "Mis colegas (aquellos amigos que sí son más activos que él en el tema nuclear) dicen que soy un cobarde", dice riéndose. "Pero uno no puede cambiar la manera en que piensa la gente".
2. El río
Noboru Kamimura tenía 15 años, una madre, un padre y seis hermanos el seis de agosto de 1945 y era un estudiante de secundaria en Hiroshima. Su destino más seguro era, una vez que su educación terminara, formar parte del ejército que en esos momentos perdía Asia a manos de los estadounidenses, pero que aún estaba imbuido de la doctrina de nacionalismo shintoísta nipón que los llevó a ansiar el continente. Todo estudiante secundario de la época tenía la obligación de trabajar en alguna industria para colaborar al esfuerzo de guerra. Paradójicamente, Kamimura trabajaba en una fábrica de torpedos aéreos. Pero ese lunes él no tenía que ir temprano a la fábrica: a partir de esa semana le tocaba el turno de la tarde. Así que en la mañana del seis de agosto, Noboru Kamimura estaba en su casa, en el cercano pueblo de Kawauchi, distrito Asa, a diez kilómetros de donde la bomba atómica iba a explotar.
"Justo suprimida la alarma de bombardeo, yo estaba mirando hacia arriba cómo volaba un B-29. Cuando vi un resplandor y algo que caía. Instintivamente sentí la necesidad de refugiarme. Y me puse a correr hacia detrás de la casa cuando sonó un tremendo estruendo. Nosotros llamamos a la bomba pikadon, porque destelló (pika) primero y detonó (don) después", recuerda. "No se puede comparar un viento explosivo con uno natural. Se trata de una ensordecedora detonación y nada más. Aunque mi casa no se derrumbó, el techo se levantó y se rompió todo el papel pegado en las puertas corredizas. Se hizo un sonido estrepitoso: gooooong".
El señor Kamimura habla rápido en japonés, y a menudo emplea sonrisas y las manos para enfatizar sus gestos. Kamimura, miembro de la misma comunidad japonesa del sur de Paraguay y vecino del señor Genda, hace temblar las manos para intentar graficarlo mejor: "Gooooong".
"La primera persona del pueblo llegó desde el centro dos horas después. El viento la hizo volar, pero se salvó, aunque murió tres meses después". Como a las cuatro de la tarde, los habitantes de Kawauchi decidieron ir al rescate de las víctimas. "Las víctimas" en este caso, eran hijos, padres, madres y amigos que en la mañana habían partido a Hiroshima. El padre de Noboru Kamimura trabajaba en derrumbar casas en el centro para dar paso a cortafuegos que protegieran la ciudad de un eventual bombardeo convencional. Y sus compañeros de curso estaban en la fábrica, trabajando en el turno de la mañana que hasta la semana anterior le tocaba a él.
Hiroshima descansa sobre siete ríos que conforman el delta de uno más grande, el Ota, y sobre uno de esos deltas iba el bote de vecinos en busca de sus seres queridos. El viaje fue uno al infierno. "Todos los quemados habían buscado agua en los ríos", cuenta Kamimura. "Hay siete en Hiroshima. Pero a las cuatro no se podía seguir: ambos bordes estaban ardiendo. Eso nos dio miedo. Regresamos. La bajamar llevó a muchos de los quemados al mar. Mi padre no regresó. Los que no alcanzaron a meterse a los ríos, fueron encontrados con la cabeza metida en pozos de agua por ahí. Lo que más lástima me daba eran aquellas personas que se quemaron vivas, aplastadas bajo edificios o instalaciones. Las oía gritar a voz en cuello".
Doscientas personas que vivían en su pueblo nunca volvieron.
"Al día siguiente en la mañana, el incendio se había acabado", dice Kamimura. "Salí de mi casa a eso de las seis, con un tío y mi primo. Al llegar al centro no había nadie. Ni un gato. No encontramos a nadie".
Tal como Masuo Genda, Kamimura no dejó la ciudad sino hasta mucho después. Alcanzó a vivir doce años en Hiroshima y a ver el principio de su reconstrucción. En ese tiempo, como ahora, él, que cursó hasta la educación secundaria, se dedicó a la agricultura. Era el mejor trabajo que se podía tener en Japón después de la guerra, porque al menos, dice, podía procurarse sus propios alimentos en vez de conseguirlos en el mercado negro. Pero en los años que siguieron a la bomba la población de la ciudad usó los bosques cercanos para hacer leña, hasta que la erosión cobró su precio. Entonces el gobierno intervino el río y expropió la tierra de la familia. Le ofrecieron un trabajo en Estados Unidos, pero tal como Genda, Kamimura quería ser su propio jefe, y optó por viajar a Paraguay, donde tuvo cinco hijos, dos de ellos ya fallecidos.
3. La suerte y la rabia
¿Cuánta gente murió en el bombazo de Hiroshima? Se estima que la ciudad tenía unos 350 mil habitantes. De ellos, unos 140 mil estaban muertos en diciembre de 1945, como consecuencia directa de la bomba. Muchos de ellos no eran japoneses. Había miles de coreanos (llevados a Japón como mano de obra), otros asiáticos e incluso prisioneros de guerra estadounidenses.
La misión aérea de los norteamericanos incluyó tres aviones: uno para mediciones científicas, otro para fotografías y el famoso Enola Gay, el que arrojó la bomba. La Little Boy, nombre que le pusieron al artefacto, explotó a unos 600 metros del suelo y creó una bola de fuego que se expandió 300 metros en un segundo. Se estima que la temperatura al interior de ella llegó a los 3.000 grados celsius. El aire alrededor se expandió, la presión llegó a 19 toneladas por metro cuadrado: los edificios colapsaron y la gente voló por el aire.
Durante años se ha sostenido que los sobrevivientes de Hiroshima que más suerte tuvieron fueron los que murieron pronto, los que se encontraban dentro del círculo trazado por un radio de mil 200 metros de distancia del hipocentro. Los otros sobrevivientes, los que se encontraban dentro entre esa distancia y los tres mil 500 metros, sufrieron quemaduras y altos niveles de radiación. Fue el caso de la madre del señor Genda, que, tal como el padre del señor Kamimura, trabajaba en la construcción de los cortafuegos. La madre de Masuo Genda estaba de espaldas a la bomba cuando esta explotó, y fue esa parte de su cuerpo la que sufrió las quemaduras. La destrucción de la ciudad fue total en un radio de dos kilómetros.
Hiroshima antes del seis de agosto era una ciudad con una extensa industria militar. Cada vez que Japón se había envolucrado en campañas militares en Asia, Hiroshima era el centro de despacho de tropas. Muchas familias contemplaban la posibilidad de un bombardeo masivo de los estadounidenses. También tomaban sus precauciones: conseguían de antemano refugios en el campo adonde poder ir en caso de que las cosas en la ciudad se tornaran difíciles.
Los Genda se habían puesto de acuerdo con una familia campesina a la que conocían. Era una familia que se llevaba los excrementos de la casa para usarlos como abono (no era una costumbre rara en Hiroshima en ese entonces: según Genda, algunas casas usaba como alcantarillado un sistema de vasijas cuyo contenido se ocupaba como fertilizante en las huertas). Cuando explotó la bomba, el padre del señor Genda se encontraba en las montañas cercanas a Hiroshima, cavando un túnel para el ejército (como su hijo, también se salvó por estar bajo tierra al momento de la explosión). Después de la tragedia, la familia se reunió en el pueblo donde vivía la familia campesina. Su mamá, quemada y todo, también se las arregló para llegar adonde su familia había quedado de juntarse. Pero su estado era crítico. "Lo único que podíamos hacer era rayar pepinos para ponérselos en las heridas", recuerda el señor Genda. La señora soportó cinco días. Luego falleció.
Las muertes por radiación residual fundamentalmente cánceres, sobre todo leucemias se extendieron hasta la década de los sesenta.
A sobrevivientes como los señores Genda y Kamimura no les pasó nada. Ellos no discuten mucho el asunto. Dejaron su país, pero no sus raíces. No hablan mucho español. Han pasado sesenta años y han logrado vivir esa cantidad de tiempo o más. Aunque están en una lista de hibakushas que tiene el gobierno japonés, y cada cierto tiempo van unos médicos a verlos y los revisan en busca de problemas asociados a la radiactividad, simplemente, como la gran mayoría de las personas comunes y corrientes, se han dedicado a intentar tener la mejor vida posible. Masuo Genda incluso terminó su carrera (la universidad de Hiroshima abrió sus puertas poco tiempo después, claro que en el cercano puerto de Kure).
¿Nunca tuvieron rabia, ira, indignación? ¿Nunca odiaron a los estadounidenses que arrojaron la bomba?
"Mi mamá murió temprano, a las seis de la mañana", recuerda Genda. "Yo tenía que ir a la municipalidad a pedir el permiso de incineración y maderas (en Japón, la costumbre funeraria más extendida es la cremación). Pero el incinerador estaba lleno. La quemamos finalmente cerca del río. Sus huesos los llevamos a Miyoshi (la ciudad donde él y su padre vivieron inmediatamente después de la guerra). Allí les dimos sepultura. Las últimas palabras de mi madre fueron que había que vengarse del enemigo".
"La mayoría de los de mi pueblo no regresó", recuerda Kamimura. "Yo creo que un noventa por ciento no regresó. De los que volvieron, unas trescientas personas se refugiaron en la escuela primaria: iban muriendo unas seis o siete al día en promedio, pero no estoy diciendo que las trescientas personas murieron. Como la capacidad crematoria del pueblo era de dos cadáveres por día, los que no se alcanzaron a cremar se enterraron. Después de la bomba atómica, a mi pueblo se le llamaba el barrio de las viudas".
"Con respecto a la rabia, en primer lugar yo no sabía lo que era una bomba atómica", continúa Kamimura, "y en el segundo, antes de sentir rabia, pensaba en mi padre desaparecido, parientes, personas del barrio. En una situación así, es humano preocuparse por la suerte de los suyos. Cuando me tropezaba en el camino con alguien tumbado que pedía ayuda, no se me ocurría ayudarlo si era un desconocido. Mi único objetivo era encontrar a mi padre. Nada más. Tal vez no es algo muy elogiable, pero así son los humanos. El sentimiento de tristeza, de rabia, va a aparecer muchos años después, al recordar a aquella gente que uno no pudo salvar en ese momento".
Masuo Genda dice que tampoco tuvo sentimientos de rabia. De hecho, cuando llegaron las fuerzas aliadas a Hiroshima ("los primeros fueron los australianos", dice), no hubo incidentes.
"No pasó nada especial. Había algunas noches que no se podía andar en la calle,y hubo violaciones, unos cuantos incidentes de esa clase, pero cosas graves, graves, no ocurrieron. Lo que sí hubo fue un mercado negro, por la necesidad de la misma gente de la ciudad. Ahí también se escuchó que algunas personas conseguían pistolas en el mercado negro, pero no pasó nada ahí".
¿Rabia? "Nunca he pensado de esa forma", dice Genda. "Fue demasiado duro sobrevivir después de la guerra. La ciudad casi desapareció. En lo único que uno pensaba era en sí mismo. Si hubo rabia... ya se olvidó".
4. Los sueños
Cuando la bomba explotó, Masuo Genda, Noboru Kamimura y muchos otros sobrevivientes pensaron que se trataba de una gigantesca explosión de un gran depósito de tanques de gas licuado que había en la ciudad. El concepto de energía atómica era algo que sólo manejaban los físicos y matemáticos.
Masuo Genda no tuvo información sino hasta que su tren llegó a la estación de destino. "Allí supimos que había un nuevo tipo de bomba. De inmediato fui a reunirme con mi familia donde habíamos acordado". Kamimura, mientras buscaba a su padre recuerda haber escuchado a un militar con el que se encontró decir que lo que había detonado era "una cosa del porte de una caja de fósforos".
Desde luego, la radiactividad no era una preocupación en los momentos inmediatamente posteriores. Aunque todas las personas en esa época llevaban una placa identificatoria en el cuello, Kamimura no encontró a su padre. Masuo Genda, tras la muerte de su madre, se quedó en la ciudad de Miyoshi, pero tiempo después estaba de nuevo en lo que había sido Hiroshima, buscando a sus compañeros de facultad.
"Cuando buscaba a mis amigos me encontraba con cadáveres negros, carbonizados, y más cadáveres flotando en el río", dice Genda. "También estaban los bomberos de otras ciudades, ayudando. Después de un mes, la gente empezó a reconstruir como pudo la ciudad. Yo me encontré con un compañero de facultad y junto a su familia, levantamos un techo, con restos de madera, en el lugar donde había estado su casa. Era un techo, nada más. No una casa. Ahí me quedé viviendo un tiempo".
Su compañero tenía una hermana. Susae Shimazu. La actual mujer del señor Genda.
"No hubo discriminación hacia la gente herida", dice Genda. "Pero, por ejemplo, después la gente de las ciudades cercanas no se quería casar con las niñas de Hiroshima, porque pensaban que podían tener bebés con desfiguraciones. En un momento empezamos a ver ratones. Estaban por todas partes. Entraban y salían. Y bueno, si los ratones podían sobrevivir, ¿cómo las personas no iban a poder hacerlo? Un año después, la gente empezó a construir casas normales. La gente amaba su tierra, por eso no se iba. Veía que los ratones se reproducían. Incluso de los árboles que habían quedado negros brotaban algunas hojas verdes".
En la casa del señor Kamimura se anda con sandalias y calcetines. Afuera llueve. Kamimura dice que después de la explosión, después del hongo, llovió. Era lo que se conoce como "lluvia negra": el hollín caliente del hongo nuclear que regresaba a la tierra mezclado con agua. Unos leños chisporrotean ahora en la chimenea. Masuo Genda, que ha escuchado con la cabeza gacha el relato de su amigo, enciende un nuevo cigarro. ¿Sueñan con esto? ¿Sueñan con bombas atómicas?
"Cuando era joven, tenía sueños frecuentes", dice Genda. "Veía las caras azules de los muertos. Ahora han pasado sesenta años, y los sueños no son tan frecuentes. Pero sí tengo. Dos o tres veces al año sueño con esto. La gente que tiene la experiencia de la bomba", dice, "no se va a poder olvidar nunca de la explosión".
Ha llovido durante todo el día, y la familia de Masuo Genda me lleva de vuelta a Encarnación. Genda ha dicho lo que tiene que decir y puede volver a pensar en el presente, ahora, el año 17 de la era Heisei (la del emperador Akihito; 2005). Pienso en los cigarros que él ha fumado durante las horas en que estuvimos hablando. Mientras su hijo Tomás conduce una gran camioneta negra, le pido a su nieta Yukiko que le pregunte de nuevo desde cuándo que fuma, y si siempre ha fumado dos cajetillas diarias.
Desde los veinte años dice con cierto orgullo.
¿Y dos cajetillas diarias?
Dos cajetillas diarias.
Por favor dile a tu abuelo le pido a Yukiko que entonces él no sólo es un hibakusha a secas. ¡Es un hibakusha del cigarro!
Yukiko traduce. Se ríe ella. Se ríe el hijo. No sé si Masuo Genda se ríe del mal chiste. Voy sentado atrás de él. Poco después nos quedamos en silencio, mirando las gotas de lluvia que se quedan en la ventana.
Una guagua en Nagasaki
Daisuke Miura (60) tenía meses de vida cuando la bomba atómica explotó sobre el cielo de su ciudad, Nagasaki. Aunque nació en China, poco después de nacer, Miura y su familia su padre se dedicaba a la confección de cajas de municiones para el ejército japonés volvieron a su país. El padre de Miura pensaba que la guerra se estaba perdiendo, y decidió que la casa de sus suegros, en Nagasaki, era un lugar más seguro para la familia.
Al contrario de Hiroshima, que es una ciudad relativamente plana, Nagasaki está enclavada entre montañas. Una de esas montañas fue la que protegió a la familia Miura, que vivía en un lugar llamado Toomachi, a cinco kilómetros del centro de la ciudad. Pese a la cercanía, no recibieron directamente la onda expansiva.
Miura tuvo una infancia en una ciudad arrasada por una bomba atómica. Dice que durante años pudo ver los cimientos de lo que había sido su escuela. "Había un hombre extraño. A mí me daba miedo. Al salir del colegio siempre estaba en el camino. A veces le hablaba a uno, a veces quería vender algo. Tenía la cara totalmente quemada".
Las pocas historias de la bomba que Miura ha escuchado provienen de su hermana, cinco años mayor que él: "Eran las once y algo de la mañana. Ella estaba a punto de empezar a comer. Antes de comer, siempre se agradece, se reza. En ese momento, ella vio el relámpago: vino un viento tremendo, rompió todos los vidrios. Y después un humo negro... y después llovió".
Miura y su familia vivieron en Nagasaki hasta 1962, cuando emigraron a Misiones, Argentina, y se instalaron en una comunidad agrícola japonesa. Desde entonces él vive en el país vecino. Ahora trabaja para la embajada de Japón en Buenos Aires. A fines de los ochenta, vivió un par de años en Talcahuano, donde trabajó de traductor para la CAP.
En su familia no perdieron a nadie a causa de la bomba. Muchos amigos, sí, tuvieron problemas médicos derivados de la radiactividad. "La experiencia es muy fuerte, entonces la gente no quiere hablar. Nosotros no tuvimos heridas, nada, entonces no preguntamos. Mi papá decía así: cuando asesinan a una persona, el asesino se va preso. En la guerra, cuando matas a mucha gente, te dan una medalla".
Fue después de un viaje a Paraguay. Me gustó como quedó.
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Hiroshima: vivir para contarlo
Por Alfredo Sepúlveda C., desde Encarnación, Paraguay.
1. El túnel
El 6 de agosto del año 20 de la era showa (la del emperador Hirohito, 1945), un estudiante de ingeniería mecánica en la Universidad de Hiroshima de 21 años, llamado Masuo Genda, se subió a un tren en esta ciudad para ir a visitar a un compañero de facultad que vivía en otra. Gran parte de la población de Hiroshima estaba ocupada en la construcción de cortafuegos para protegerse de un eventual bombardeo, pero para Genda ésta era una mañana de verano con cielo despejado. Sus vacaciones de verano estaban empezando; él no había sido reclutado porque el ejército esperaba a que los estudiantes de ingeniería se graduaran, deferencia que no existía para ningún otro tipo de estudiante. Una vez que eso ocurriera, Genda iba a dedicarse al mantenimiento de los aviones del ejército nipón. En el momento en que subió al tren, a las ocho de la mañana, ya el sistema de alarmas de la ciudad había indicado que no había peligro de aviones enemigos. Un nuevo día comenzaba.
Quince minutos después de la partida, el tren se metió en un túnel. Pocos segundos después un resplandor iluminó la oscuridad en que estaba sumergido el vagón. Y luego, aún dentro del túnel, Genda y los otros pasajeros sintieron un viento que los recorría. Cuando el tren emergió, el estudiante contempló, a través de las ventanas que daban hacia Hiroshima, algo que nunca antes había visto y que nunca más iba a volver a ver: una nube negra que daba paso a una columna de humo: el nacimiento del gigantesco hongo atómico que iba a cubrir la ciudad donde, hasta ese momento, estaba su hogar.
Sesenta años después, Masuo Genda cuenta esta historia sentado en un sillón de su casa en el campo, fumando un cigarrillo tras otro (nada especial: dice que fuma dos cajetillas diarias desde 1944), en medio de cultivos de trigo y soya, en un lugar cercano al pueblo de Fram, a cuarenta y seis kilómetros de la ciudad de Encarnación, en el sur de Paraguay. Hoy de ochenta y un años, Masuo Genda es uno de los pocos hibakusha, o sobrevivientes de la bomba atómica, que vive en los países de Sudamérica que hablan español. En nuestro vecindario, hay otros esparcidos por Argentina, Bolivia y Perú. Y bastantes en Brasil. En Chile, hasta donde "El Sábado" averiguó, no hay.
El señor Genda ha vivido pendiente de su campo durante los últimos cincuenta años, desde que emigró a Paraguay desde Jiroshimá, como se pronuncia en japonés, con la última "a" cortada abruptamente. Se fue de su país porque en los años cincuenta tuvo miedo de que el infierno regresara. No era el único en sentir así. En esos años Estados Unidos un país que mantenía bases militares en Japón estaba librando otra guerra muy cerca, en Corea, y tenía como enemigos "bajo el sombrero" a China y la Unión Soviética, esta última una potencia nuclear. "Paraguay ofrecía tierra", dice Genda, a diferencia de Brasil y Bolivia, otros países que contempló como posibles destinos. Él y otros japoneses que llegaron a la zona en 1955 previamente colonizada por ucranianos y alemanes se organizaron en cooperativas agrícolas.
Aparte de dos visitas a Japón, una de ellas motivada por razones médicas su mujer, Susae Shimazu, que también sobrevivió a la bomba atómica en Hiroshima pero no da su testimonio, se operó del estómago, y alguna entrevista para la televisión de su país, el señor Genda no ha tenido muchos motivos para recordar la bomba que destrozó su ciudad y de paso mató a su madre. Nunca ha formado parte de la porción de sobrevivientes que en estas fechas protesta frente a las Naciones Unidas, en Nueva York, por el fin de las armas nucleares. Tampoco ha firmado manifiestos. Simplemente ha dejado que la vida siga su curso. Ha tenido siete hijos. Uno de ellos, Tomás, que vive con él, y una nieta, Yukiko, que oficia de traductora de este hombre que no habla mucho español, escuchan por primera vez el relato de su experiencia. Su familia vive tranquilamente y el patriarca no suele comentar con ella la guerra ni los efectos que la bomba causó en él. "No más Hiroshimas, que no se repita", dice, y es la declaración política más grande que realiza en esta entrevista.
Él se ve a sí mismo como un agricultor que hace cincuenta años fundó una cooperativa agrícola, no como un sobreviviente de una bomba atómica. Genda ha llegado a los ochenta y un años sin un rasguño. "Mis colegas (aquellos amigos que sí son más activos que él en el tema nuclear) dicen que soy un cobarde", dice riéndose. "Pero uno no puede cambiar la manera en que piensa la gente".
2. El río
Noboru Kamimura tenía 15 años, una madre, un padre y seis hermanos el seis de agosto de 1945 y era un estudiante de secundaria en Hiroshima. Su destino más seguro era, una vez que su educación terminara, formar parte del ejército que en esos momentos perdía Asia a manos de los estadounidenses, pero que aún estaba imbuido de la doctrina de nacionalismo shintoísta nipón que los llevó a ansiar el continente. Todo estudiante secundario de la época tenía la obligación de trabajar en alguna industria para colaborar al esfuerzo de guerra. Paradójicamente, Kamimura trabajaba en una fábrica de torpedos aéreos. Pero ese lunes él no tenía que ir temprano a la fábrica: a partir de esa semana le tocaba el turno de la tarde. Así que en la mañana del seis de agosto, Noboru Kamimura estaba en su casa, en el cercano pueblo de Kawauchi, distrito Asa, a diez kilómetros de donde la bomba atómica iba a explotar.
"Justo suprimida la alarma de bombardeo, yo estaba mirando hacia arriba cómo volaba un B-29. Cuando vi un resplandor y algo que caía. Instintivamente sentí la necesidad de refugiarme. Y me puse a correr hacia detrás de la casa cuando sonó un tremendo estruendo. Nosotros llamamos a la bomba pikadon, porque destelló (pika) primero y detonó (don) después", recuerda. "No se puede comparar un viento explosivo con uno natural. Se trata de una ensordecedora detonación y nada más. Aunque mi casa no se derrumbó, el techo se levantó y se rompió todo el papel pegado en las puertas corredizas. Se hizo un sonido estrepitoso: gooooong".
El señor Kamimura habla rápido en japonés, y a menudo emplea sonrisas y las manos para enfatizar sus gestos. Kamimura, miembro de la misma comunidad japonesa del sur de Paraguay y vecino del señor Genda, hace temblar las manos para intentar graficarlo mejor: "Gooooong".
"La primera persona del pueblo llegó desde el centro dos horas después. El viento la hizo volar, pero se salvó, aunque murió tres meses después". Como a las cuatro de la tarde, los habitantes de Kawauchi decidieron ir al rescate de las víctimas. "Las víctimas" en este caso, eran hijos, padres, madres y amigos que en la mañana habían partido a Hiroshima. El padre de Noboru Kamimura trabajaba en derrumbar casas en el centro para dar paso a cortafuegos que protegieran la ciudad de un eventual bombardeo convencional. Y sus compañeros de curso estaban en la fábrica, trabajando en el turno de la mañana que hasta la semana anterior le tocaba a él.
Hiroshima descansa sobre siete ríos que conforman el delta de uno más grande, el Ota, y sobre uno de esos deltas iba el bote de vecinos en busca de sus seres queridos. El viaje fue uno al infierno. "Todos los quemados habían buscado agua en los ríos", cuenta Kamimura. "Hay siete en Hiroshima. Pero a las cuatro no se podía seguir: ambos bordes estaban ardiendo. Eso nos dio miedo. Regresamos. La bajamar llevó a muchos de los quemados al mar. Mi padre no regresó. Los que no alcanzaron a meterse a los ríos, fueron encontrados con la cabeza metida en pozos de agua por ahí. Lo que más lástima me daba eran aquellas personas que se quemaron vivas, aplastadas bajo edificios o instalaciones. Las oía gritar a voz en cuello".
Doscientas personas que vivían en su pueblo nunca volvieron.
"Al día siguiente en la mañana, el incendio se había acabado", dice Kamimura. "Salí de mi casa a eso de las seis, con un tío y mi primo. Al llegar al centro no había nadie. Ni un gato. No encontramos a nadie".
Tal como Masuo Genda, Kamimura no dejó la ciudad sino hasta mucho después. Alcanzó a vivir doce años en Hiroshima y a ver el principio de su reconstrucción. En ese tiempo, como ahora, él, que cursó hasta la educación secundaria, se dedicó a la agricultura. Era el mejor trabajo que se podía tener en Japón después de la guerra, porque al menos, dice, podía procurarse sus propios alimentos en vez de conseguirlos en el mercado negro. Pero en los años que siguieron a la bomba la población de la ciudad usó los bosques cercanos para hacer leña, hasta que la erosión cobró su precio. Entonces el gobierno intervino el río y expropió la tierra de la familia. Le ofrecieron un trabajo en Estados Unidos, pero tal como Genda, Kamimura quería ser su propio jefe, y optó por viajar a Paraguay, donde tuvo cinco hijos, dos de ellos ya fallecidos.
3. La suerte y la rabia
¿Cuánta gente murió en el bombazo de Hiroshima? Se estima que la ciudad tenía unos 350 mil habitantes. De ellos, unos 140 mil estaban muertos en diciembre de 1945, como consecuencia directa de la bomba. Muchos de ellos no eran japoneses. Había miles de coreanos (llevados a Japón como mano de obra), otros asiáticos e incluso prisioneros de guerra estadounidenses.
La misión aérea de los norteamericanos incluyó tres aviones: uno para mediciones científicas, otro para fotografías y el famoso Enola Gay, el que arrojó la bomba. La Little Boy, nombre que le pusieron al artefacto, explotó a unos 600 metros del suelo y creó una bola de fuego que se expandió 300 metros en un segundo. Se estima que la temperatura al interior de ella llegó a los 3.000 grados celsius. El aire alrededor se expandió, la presión llegó a 19 toneladas por metro cuadrado: los edificios colapsaron y la gente voló por el aire.
Durante años se ha sostenido que los sobrevivientes de Hiroshima que más suerte tuvieron fueron los que murieron pronto, los que se encontraban dentro del círculo trazado por un radio de mil 200 metros de distancia del hipocentro. Los otros sobrevivientes, los que se encontraban dentro entre esa distancia y los tres mil 500 metros, sufrieron quemaduras y altos niveles de radiación. Fue el caso de la madre del señor Genda, que, tal como el padre del señor Kamimura, trabajaba en la construcción de los cortafuegos. La madre de Masuo Genda estaba de espaldas a la bomba cuando esta explotó, y fue esa parte de su cuerpo la que sufrió las quemaduras. La destrucción de la ciudad fue total en un radio de dos kilómetros.
Hiroshima antes del seis de agosto era una ciudad con una extensa industria militar. Cada vez que Japón se había envolucrado en campañas militares en Asia, Hiroshima era el centro de despacho de tropas. Muchas familias contemplaban la posibilidad de un bombardeo masivo de los estadounidenses. También tomaban sus precauciones: conseguían de antemano refugios en el campo adonde poder ir en caso de que las cosas en la ciudad se tornaran difíciles.
Los Genda se habían puesto de acuerdo con una familia campesina a la que conocían. Era una familia que se llevaba los excrementos de la casa para usarlos como abono (no era una costumbre rara en Hiroshima en ese entonces: según Genda, algunas casas usaba como alcantarillado un sistema de vasijas cuyo contenido se ocupaba como fertilizante en las huertas). Cuando explotó la bomba, el padre del señor Genda se encontraba en las montañas cercanas a Hiroshima, cavando un túnel para el ejército (como su hijo, también se salvó por estar bajo tierra al momento de la explosión). Después de la tragedia, la familia se reunió en el pueblo donde vivía la familia campesina. Su mamá, quemada y todo, también se las arregló para llegar adonde su familia había quedado de juntarse. Pero su estado era crítico. "Lo único que podíamos hacer era rayar pepinos para ponérselos en las heridas", recuerda el señor Genda. La señora soportó cinco días. Luego falleció.
Las muertes por radiación residual fundamentalmente cánceres, sobre todo leucemias se extendieron hasta la década de los sesenta.
A sobrevivientes como los señores Genda y Kamimura no les pasó nada. Ellos no discuten mucho el asunto. Dejaron su país, pero no sus raíces. No hablan mucho español. Han pasado sesenta años y han logrado vivir esa cantidad de tiempo o más. Aunque están en una lista de hibakushas que tiene el gobierno japonés, y cada cierto tiempo van unos médicos a verlos y los revisan en busca de problemas asociados a la radiactividad, simplemente, como la gran mayoría de las personas comunes y corrientes, se han dedicado a intentar tener la mejor vida posible. Masuo Genda incluso terminó su carrera (la universidad de Hiroshima abrió sus puertas poco tiempo después, claro que en el cercano puerto de Kure).
¿Nunca tuvieron rabia, ira, indignación? ¿Nunca odiaron a los estadounidenses que arrojaron la bomba?
"Mi mamá murió temprano, a las seis de la mañana", recuerda Genda. "Yo tenía que ir a la municipalidad a pedir el permiso de incineración y maderas (en Japón, la costumbre funeraria más extendida es la cremación). Pero el incinerador estaba lleno. La quemamos finalmente cerca del río. Sus huesos los llevamos a Miyoshi (la ciudad donde él y su padre vivieron inmediatamente después de la guerra). Allí les dimos sepultura. Las últimas palabras de mi madre fueron que había que vengarse del enemigo".
"La mayoría de los de mi pueblo no regresó", recuerda Kamimura. "Yo creo que un noventa por ciento no regresó. De los que volvieron, unas trescientas personas se refugiaron en la escuela primaria: iban muriendo unas seis o siete al día en promedio, pero no estoy diciendo que las trescientas personas murieron. Como la capacidad crematoria del pueblo era de dos cadáveres por día, los que no se alcanzaron a cremar se enterraron. Después de la bomba atómica, a mi pueblo se le llamaba el barrio de las viudas".
"Con respecto a la rabia, en primer lugar yo no sabía lo que era una bomba atómica", continúa Kamimura, "y en el segundo, antes de sentir rabia, pensaba en mi padre desaparecido, parientes, personas del barrio. En una situación así, es humano preocuparse por la suerte de los suyos. Cuando me tropezaba en el camino con alguien tumbado que pedía ayuda, no se me ocurría ayudarlo si era un desconocido. Mi único objetivo era encontrar a mi padre. Nada más. Tal vez no es algo muy elogiable, pero así son los humanos. El sentimiento de tristeza, de rabia, va a aparecer muchos años después, al recordar a aquella gente que uno no pudo salvar en ese momento".
Masuo Genda dice que tampoco tuvo sentimientos de rabia. De hecho, cuando llegaron las fuerzas aliadas a Hiroshima ("los primeros fueron los australianos", dice), no hubo incidentes.
"No pasó nada especial. Había algunas noches que no se podía andar en la calle,y hubo violaciones, unos cuantos incidentes de esa clase, pero cosas graves, graves, no ocurrieron. Lo que sí hubo fue un mercado negro, por la necesidad de la misma gente de la ciudad. Ahí también se escuchó que algunas personas conseguían pistolas en el mercado negro, pero no pasó nada ahí".
¿Rabia? "Nunca he pensado de esa forma", dice Genda. "Fue demasiado duro sobrevivir después de la guerra. La ciudad casi desapareció. En lo único que uno pensaba era en sí mismo. Si hubo rabia... ya se olvidó".
4. Los sueños
Cuando la bomba explotó, Masuo Genda, Noboru Kamimura y muchos otros sobrevivientes pensaron que se trataba de una gigantesca explosión de un gran depósito de tanques de gas licuado que había en la ciudad. El concepto de energía atómica era algo que sólo manejaban los físicos y matemáticos.
Masuo Genda no tuvo información sino hasta que su tren llegó a la estación de destino. "Allí supimos que había un nuevo tipo de bomba. De inmediato fui a reunirme con mi familia donde habíamos acordado". Kamimura, mientras buscaba a su padre recuerda haber escuchado a un militar con el que se encontró decir que lo que había detonado era "una cosa del porte de una caja de fósforos".
Desde luego, la radiactividad no era una preocupación en los momentos inmediatamente posteriores. Aunque todas las personas en esa época llevaban una placa identificatoria en el cuello, Kamimura no encontró a su padre. Masuo Genda, tras la muerte de su madre, se quedó en la ciudad de Miyoshi, pero tiempo después estaba de nuevo en lo que había sido Hiroshima, buscando a sus compañeros de facultad.
"Cuando buscaba a mis amigos me encontraba con cadáveres negros, carbonizados, y más cadáveres flotando en el río", dice Genda. "También estaban los bomberos de otras ciudades, ayudando. Después de un mes, la gente empezó a reconstruir como pudo la ciudad. Yo me encontré con un compañero de facultad y junto a su familia, levantamos un techo, con restos de madera, en el lugar donde había estado su casa. Era un techo, nada más. No una casa. Ahí me quedé viviendo un tiempo".
Su compañero tenía una hermana. Susae Shimazu. La actual mujer del señor Genda.
"No hubo discriminación hacia la gente herida", dice Genda. "Pero, por ejemplo, después la gente de las ciudades cercanas no se quería casar con las niñas de Hiroshima, porque pensaban que podían tener bebés con desfiguraciones. En un momento empezamos a ver ratones. Estaban por todas partes. Entraban y salían. Y bueno, si los ratones podían sobrevivir, ¿cómo las personas no iban a poder hacerlo? Un año después, la gente empezó a construir casas normales. La gente amaba su tierra, por eso no se iba. Veía que los ratones se reproducían. Incluso de los árboles que habían quedado negros brotaban algunas hojas verdes".
En la casa del señor Kamimura se anda con sandalias y calcetines. Afuera llueve. Kamimura dice que después de la explosión, después del hongo, llovió. Era lo que se conoce como "lluvia negra": el hollín caliente del hongo nuclear que regresaba a la tierra mezclado con agua. Unos leños chisporrotean ahora en la chimenea. Masuo Genda, que ha escuchado con la cabeza gacha el relato de su amigo, enciende un nuevo cigarro. ¿Sueñan con esto? ¿Sueñan con bombas atómicas?
"Cuando era joven, tenía sueños frecuentes", dice Genda. "Veía las caras azules de los muertos. Ahora han pasado sesenta años, y los sueños no son tan frecuentes. Pero sí tengo. Dos o tres veces al año sueño con esto. La gente que tiene la experiencia de la bomba", dice, "no se va a poder olvidar nunca de la explosión".
Ha llovido durante todo el día, y la familia de Masuo Genda me lleva de vuelta a Encarnación. Genda ha dicho lo que tiene que decir y puede volver a pensar en el presente, ahora, el año 17 de la era Heisei (la del emperador Akihito; 2005). Pienso en los cigarros que él ha fumado durante las horas en que estuvimos hablando. Mientras su hijo Tomás conduce una gran camioneta negra, le pido a su nieta Yukiko que le pregunte de nuevo desde cuándo que fuma, y si siempre ha fumado dos cajetillas diarias.
Desde los veinte años dice con cierto orgullo.
¿Y dos cajetillas diarias?
Dos cajetillas diarias.
Por favor dile a tu abuelo le pido a Yukiko que entonces él no sólo es un hibakusha a secas. ¡Es un hibakusha del cigarro!
Yukiko traduce. Se ríe ella. Se ríe el hijo. No sé si Masuo Genda se ríe del mal chiste. Voy sentado atrás de él. Poco después nos quedamos en silencio, mirando las gotas de lluvia que se quedan en la ventana.
Una guagua en Nagasaki
Daisuke Miura (60) tenía meses de vida cuando la bomba atómica explotó sobre el cielo de su ciudad, Nagasaki. Aunque nació en China, poco después de nacer, Miura y su familia su padre se dedicaba a la confección de cajas de municiones para el ejército japonés volvieron a su país. El padre de Miura pensaba que la guerra se estaba perdiendo, y decidió que la casa de sus suegros, en Nagasaki, era un lugar más seguro para la familia.
Al contrario de Hiroshima, que es una ciudad relativamente plana, Nagasaki está enclavada entre montañas. Una de esas montañas fue la que protegió a la familia Miura, que vivía en un lugar llamado Toomachi, a cinco kilómetros del centro de la ciudad. Pese a la cercanía, no recibieron directamente la onda expansiva.
Miura tuvo una infancia en una ciudad arrasada por una bomba atómica. Dice que durante años pudo ver los cimientos de lo que había sido su escuela. "Había un hombre extraño. A mí me daba miedo. Al salir del colegio siempre estaba en el camino. A veces le hablaba a uno, a veces quería vender algo. Tenía la cara totalmente quemada".
Las pocas historias de la bomba que Miura ha escuchado provienen de su hermana, cinco años mayor que él: "Eran las once y algo de la mañana. Ella estaba a punto de empezar a comer. Antes de comer, siempre se agradece, se reza. En ese momento, ella vio el relámpago: vino un viento tremendo, rompió todos los vidrios. Y después un humo negro... y después llovió".
Miura y su familia vivieron en Nagasaki hasta 1962, cuando emigraron a Misiones, Argentina, y se instalaron en una comunidad agrícola japonesa. Desde entonces él vive en el país vecino. Ahora trabaja para la embajada de Japón en Buenos Aires. A fines de los ochenta, vivió un par de años en Talcahuano, donde trabajó de traductor para la CAP.
En su familia no perdieron a nadie a causa de la bomba. Muchos amigos, sí, tuvieron problemas médicos derivados de la radiactividad. "La experiencia es muy fuerte, entonces la gente no quiere hablar. Nosotros no tuvimos heridas, nada, entonces no preguntamos. Mi papá decía así: cuando asesinan a una persona, el asesino se va preso. En la guerra, cuando matas a mucha gente, te dan una medalla".
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