Bueno, después de que a Don Casimiro DOS editoriales se lo han pasado por el perineo, no me he dejado vencer por la depresión, con el ejemplo del propio don Casi, y he empezado mi nuevo proyecto literario. A decir verdad, lo empecé hace tiempo. Este es el tercer capítulo del esbozo de una novela que llevaría tentativamente el nombre de "Hijo de P". A ver qué les parece.
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3
Santiago, Chile.
Enero de 1956
Nadie podría decir que las Fuerzas Armadas de Chile sean socialistas, pero cualquiera que venga de Moscú y aterrice en Santiago notará la similitud arquitectónica entre el realismo socialista y el edificio donde funcionan las planas mayores del Ejército, la Fuerza aérea y la Armada chilenas. Es un edificio funcional, de concreto, feo y severo, que mira de reojo, a través de la Avenida Bernardo O’Higgins —la Alameda—, a La Moneda, la casa de gobierno, donde el ex dictador Carlos Ibáñez del Campo ejerce el poder tras ser electo democráticamente en 1952.
Es un extraño vecindario el que alberga a la sede de gobierno chilena, rápida en jactarse de su ininterrumpida democracia desde hace dos décadas, pero también veloz en cruzar la calle y acercarse, cada vez que lo necesita, como una esposa adúltera y culposa que no puede vivir sin su amante prohibido, pero que tampoco está dispuesta a abandonar el hogar, a los militares. El propio presidente Ibáñez, un general él mismo durante sus años de dictador, acaba de ahogar una intentona dictatorial que él mismo propugnaba. Un grupo de oficiales del ejército adictos a él hacían caso omiso de la jerarquía y comenzaron a formar una suerte de cojín político para que el presidente se hiciera del poder absoluto, tomando como figura y ejemplo al general argentino Juan Domingo Perón, un viejo conocido de Ibáñez, que lo cortejó durante su exilio en Buenos Aires en los años cuarenta y que tiene —aún— grandes planes para un país en que el sol salga del Atlántico y se hunda en el Pacífico.
Asustado, arrepentido, temeroso, Ibáñez ya no es el fiero dictador que requisaba diarios y ahogaba homosexuales en el mar. Tras sus lentes redondos, el general, protagonista de los últimos veinticinco años de política chilena —antagonista: el ex presidente Arturo Alessandri Palma—, ya no tiene tanto entusiasmo por las aventuras golpistas. Atrás quedaron los uniformes envueltos en condecoraciones que él mismo se imponía. Unos ternos de parca elegancia civil los han reemplazado. Debe Ibáñez entregar el poder en un par de años más y esto del grupo paralelo de militares simplemente no resultó. Sin asco, pese a que ha sido él quien, en las sombras, azuzaba a sus partidarios castrenses, los ha removido a todos del Ejército, en una cirugía rápida, limpia y sin contemplaciones.
Por eso hoy en el edificio de las Fuerzas Armadas, y sobre todo en los pisos que corresponden al Ejército, reina una extraña calma. Y no es la siesta ni la modorra: a esta hora muchos funcionarios que matarían por dormir aunque sea quince minutos, tras opíparos almuerzos consumidos en los alrededores de la Plaza Bulnes, laboran silenciosa y eficientemente. Es la paz que viene después de las tormentas. Esa especie de quieta felicidad que trae la derrota.
Bajo el tórrido sol de enero, que el asfalto de la Alameda amplifica hasta límites casi insoportables, el mayor Pinochet avanza por la casi vacía avenida. Son las tres de la tarde y los civiles han cerrado sus negocios para irse a hacer la siesta. Ellos sí pueden dormir tranquilos, piensa Pinochet. Por la vereda norte, el mayor avanza con paso rápido y seguro. Lo ha citado el coronel Mansilla en su despacho. El mayor tiene tiempo de sobra, piensa, mientras esquiva a un mendigo de piel casi carbonizada por el sol, que le alarga la mano en la puerta de la casa central de la Universidad de Chile.
No ha sido una mañana tranquila. Su mujer se la amargado otra vez. Cuando la conoció y cortejó, en los alrededores de la plaza de San Bernardo, sus compañeros de armas lo apodaron “el infanticida” debido a la diferencia de edad entre él y su futura esposa: diez años. Tras una serie de mujeres de su edad o mayores, locas que le demandaban el cielo tras la segunda encamada, Pinochet conoció a Lucía Hiriart y pensó que esa niña inocente y bella de catorce años era la adecuada para, por fin, establecerse. Se imaginaba una casa donde lo esperaría con una sonrisa y tomaría a bien todo lo que él dispusiera. No más problemas. Su amigo Gorostiaga lo había dicho con humor: “bien Augusto, bien. Las mejores mujeres para uno son las huasas o las pendejas”.
Pero Lucía, al poco tiempo de casados, reveló los andamios que sostenían la escenografía de niñita buena y dulce. Era, descubrió Pinochet, una mujer de armas tomar. Más que él. Si la disciplina militar lo había moldeado para ser el ejecutor perfecto de las órdenes de otros, aunque esas órdenes le parecieran una imbecilidad monumental, la clase social de Lucía, hija del diputado Hiriart, y su propia personalidad punzante y explosiva, hacían que ella no aceptara órdenes de nadie, ni siquiera de su marido. Trece años y dos hijos le habían enseñado al mayor cómo era la cosa. Pero por otro lado, cuando la discusión se le hacía pesada, el mayor Pinochet optaba por ignorar. Esperaba que pasara el ventarrón respondiendo que sí a todo.
La discusión de esa mañana fue por las obras paralizadas en calle Laura de Noves. “Lucía, de momento, no tengo más plata”, dijo Pinochet en vez, de, como siempre, decir que sí a todo y después no hacer caso de nada. En algún lugar se escuchaba a sus hijos Lucía y Augusto pelear por una revista.
Cada vez que discutían por algo, el mayor Pinochet retrotraía su mente a la primera gran pelea que tuvieron. Había nacido su primera hija y Pinochet quería llamarla como su madre, Avelina. “Ese nombre es feo”, sentenció su mujer. No hubo caso y su hija se llamó Lucía.
Siempre estaba el recurso de llamar al suegro cuando, acercándose fin de mes, el mayor se ponía a hacer equilibrios financieros sobre la cuerda floja. Era un tema odioso, que el mayor Pinochet aborrecía. Su mujer lo ponía en la mesa de discusión cada vez que pasaban estrecheces. En la mañana, durante el desayuno, esa pequeña admisión de Pinochet había dejado entrar al fantasma del suegro con toda su fuerza. El mayor no se consideraba un hombre estúpido; no lo era. Y tampoco era una persona débil de carácter. Cuántos militares, incluso en rangos superiores a él, sí eran unos pelmazos. El mayor Pinochet se equivocaba poco, pero esa mañana sí se había equivocado.
Se fue con un portazo, jurando que jamás pediría nada a su suegro, porque él no era ningún cachao mama, y menos un cachao suegro. La discusión lo había dejado nervioso y meditativo, aunque no se notara, aunque su uniforme estuviera recto y limpio como de costumbre, y aunque su rostro estuviera afeitado y el delgado bigote, como siempre, impecablemente recortado.
El mayor Pinochet enfrenta, decido, los últimos metros de la Alameda antes del edificio de las Fuerzas Armadas. Hay un gran contraste entre su paso seguro, rápido, y la modorra de la tarde veraniega. Pinochet sabe a lo que va. El coronel Mansilla cree que no, pero Pinochet sí sabe. Se lo ha dicho hace unos días su amigo Gorigoitía, siempre con buena información. Gorigoitía advertió a Pinochet “que se haga el huevón” con el coronel. No le va a costar. Hacerse el huevón en el Ejército es un don, un talento que Pinochet derrocha y que, hasta el momento, le ha premiado con una carrera tranquila y sin sobresaltos.
Pinochet sabe la respuesta que dará a Mansilla. Será instantánea. Los ecuatorianos pagarán todo, y pagarán bien. Se acabará el sufrimiento con los materiales y los maestros en la construcción de Laura de Noves. Considerará que Quito es un destino tan chileno como Ancud, Concepción o Calama.
Antes de doblar por Zenteno para alcanzar la puerta del edificio, unas secretarias pasan a su lado. Son las únicas personas en la esquina. Las mujeres lo miran, se secretean, se cuchichean. “Trabajan en el Congreso, en los tribunales”, piensa el mayor. Por un segundo decide hablarles. Preguntarles la hora, por ejemplo, conversar un rato. Pero el deber está primero y decide seguir adelante. Les dedica una sonrisa y sigue su camino, sin apurar el paso, pero tampoco disminuyéndolo.
El secretario del coronel Mansilla es un mayor que Pinochet ha visto antes, pero no recuerda dónde. En la sofocante oficina que antecede a la del coronel, el mayor cuyo nombre Pinochet no recuerda le ha indicado el sofá para que espere, pero Pinochet ha declinado: no quiere señales de transpiración ni arrugas en el uniforme. Esperará de pie a que Mansilla lo reciba. El mayor-secretario hace unos comentarios sobre el calor con los que Pinochet está de acuerdo sólo por cortesía. Luego el hombre se sumerge de nuevo en su máquina de escribir. Decenas de otras máquinas de escribir repiquetean por los silenciosos pasillos y halls del edificio de las Fuerzas Armadas.
El mayor Pinochet no necesita sentarse. Piensa: “mientras todos duermen, el Ejército trabaja”. Le agrada ser parte de una máquina eficiente, por más que el presidente haya recién tomado la máquina a patadas y haya botado a la basura algunos de sus componentes más importantes.
Jamás lo dirían, aunque se lo preguntaran, pero el mayor Pinochet considera que el grupo de partidarios de Ibáñez dentro del ejército ha tenido su merecido. Y no porque el mayor sea específicamente anti-ibañista —que no lo es, aunque tampoco se podría decir que es un partidario del ex general—, sino porque cree que eso pasa cuando los oficiales se comienzan a creer el cuento de los señores políticos.
Porque el mayor Pïnochet, aunque nunca lo confiese, ni siquiera en su fuero más íntimo, ni siquiera en un asado con sus mejores camaradas de armas, porque si lo hace sabe que, tarde o temprano algún político se encargará de frenarle la carrera, desprecia profundamente a los políticos. Los conoce de cerca. Es cierto, en el 48, en Pisagua, cuidó de los peores, de los comunistas —aunque en cierto sentido, le recordaban al Ejército por su organización y disciplina—. No son los políticos, para el general, gente de fiar. Son ambiguos e impredecibles.
Pero sus ideas, hace muchos años, están guardadas bajo siete llaves en alguna parte de sí mismo. Sólo así puede funcionar dentro del Ejército. Hay otros oficiales que no resisten, que al cabo de unos años, como si fueran una olla a presión que no aguanta más, explotan y dan a conocer su derrotero político. Él jamás haría eso. Un soldado no puede quebrarse. Un oficial no puede ceder, menos a sí mismo. Gracias a este bendito silencio en el que se refugia es que el mayor Pinochet ha logrado seguir en el Ejército, y que sus jefes lo consideren confiable, eficiente. Y esta citación a la oficina de Mansilla es la demostración concreta de la recompensa que da mantener la boca cerrada.
Una mujer delgada, de lentes gruesos y maquillaje fuerte, entra a dejar unos papeles. El mayor Pinochet achica los ojos y la observa. Ella aún no lo ha visto. Pero cuando advierte su presencia, se queda como una estatua.
—Angélica, este es mi mayor Pinochet —dice el mayor-secretario.
Pinochet nota cómo el torax de la mujer delata su nerviosismo. Sus pulmones se mueven rápidamente.
—Señorita —dice, cortés, el mayor.
—Mayor —dice, cortés la señorita, y luego se da media vuelta y sale, justo en el momento en que el Coronel Mansilla abre la puerta. El mayor Pinochet se cuadra.
—Descanse, Pinochet —replica Mansilla—. Contreras, tráigame un agua mineral. ¿Quiere algo usted, Pinochet? Vamos hombre, relájese, no sea tieso. No lo vamos a mandar a Pisagua de nuevo. Pase.
La oficina del coronel Mansilla es apenas más grande que recepción. De rebote, la luz del sol se cuela por una ventana que no ha sido limpiada en meses. Viejas moscas, mosquitos y el humo de los coches americanos que pasan por calle Zenteno le han dado un sepia que nadie ha quitado en años. Hay un par de libros en un estante y una ruma de papeles sobre el escritorio. Un viejo ventilador americano intenta que la camisa del coronel Mansilla no se manche de transpiración.
El viejo coronel tiene ojeras y pocas ganas de hacer conversación social. A Pinochet eso siempre le ha agradado de Mansilla. En la Academia de Guerra era un profesor que no partía preguntando estupideces a los estudiantes para “entrar en calor” o “ganarse la amistad”. Qué diablos. Era la Academia de Guerra del Ejército y todos eran hombres grandes, tipo que estaban dispuestos a dar la vida por su patria si eso fuera necesario. Mansilla ni siquiera saludaba, simplemente comenzaba a dictar la clase desde donde había quedado en la sesión anterior. Pinochet no podía estar más de acuerdo con ese sistema.
Ahora no es distinto:
—Nos vamos a Ecuador, Pinochet —dice Mansilla luego de dar un gran sorbo a su agua mineral—. Usted sabe que los enemigos de nuestros enemigos son nuestros amigos.
El mayor Pinochet asintió. Podía notar cómo desde la frente del coronel emergían gotas de sudor. Mansilla sacó un pañuelo de su bolsillo y las atajó.
—Nosotros los ayudamos a ellos, ellos ponen nerviosos a los peruanos, los peruanos nos dejan tranquilos a nosotros.
El mayor Pinochet había estudiado la Guerra del Cóndor en la Academia, paso a paso. Mansilla había sido el profesor guía de un trabajo sobre el conflicto.
—Los ecuatorianos quieren desquitarse algún día, y están formando una Academia de Guerra, basada precisamente en la nuestra. Nos quieren allá. Quieren que vayamos por un par de años a Quito, y les ayudemos a formar la Academia.
—Quito —repitió Pinochet—. La mitad del mundo.
—Puros indios, Pinochet. Los ecuatorianos y los peruanos, indios por igual. Están fregados esos gallos. Nunca van a salir del hoyo.
Hubo un silencio incómodo. El mayor Pinochet era un estudioso de la Guerra del Pacífico. Cuando estaba en Arica, por hobby, solía internarse en el desierto y buscar piezas arqueológicas. Siempre volvía con algo. Varias veces se topó con momias, tapadas por la arena, que vestían uniformes peruanos y chilenos de 1880. Esos indios a los que se refería Mansilla eran los que diezmaron a los chilenos en el combate de la quebrada de Tarapacá. La Guerra del Pacífico había sido un conflicto ganado a un altísimo costo.
—La cosa es que el ministerio de defensa, el comandante en jefe y el mismísimo Presidente de la República tienen el más alto interés en que esta misión fructifique. Tenemos que dejarles una Academia de Guerra tan buena como la nuestra, Pinochet.
—Mi coronel... —interrumpió Pinochet.
—Usted ya está en el avión, mayor. No se me corra. Yo también voy, y me quiero llevar los mejores profesores. ¿O quiere que me lleve al bruto de Contreras? Este huevón estaría destripando monos a la primera. No tiene ninguna sutileza. No, Pinochet, usted está hecho para esta destinación. Es obsesivo, preofesional, tiene buen desempeño. Considere desde ahora que Quito es tan chileno como Ancud o Calama. Dígale eso a su mujer si le hace problemas. Es lo mismo. Con una diferencia: esta destinación es mucho mejor pagada. Oiga, es casi tan buena como la que le dan a los aviadores esos en la Antártica. Nuestros amigos ecuatorianos son generosos. Nos cuatriplican el sueldo y lo pagan todo ellos. ¿Usted no se está construyendo una casa, Pinochet? ¿Dónde es? ¿En La Reina?
—En Las Condes.
—Esa cuestión de Las Condes. Puros potreros. Ahora está de moda irse para allá, pero en cinco años van a estar todos de vuelta en el centro. Tan re lejos que es. Hay que estar muy loco para vivir más arriba de Tobalaba. Pero por otro lado, el Ejército requiere gallos locos como usted, Pinochet, con empuje, que se arriesguen. Lo que es yo, me quedo en mi barrio República. Esa cuestión va a ser elegante durante los próximos cien años.
El mayor Pinochet no ha tomado asiento, porque el coronel Mansilla no se lo ha ofrecido. En el extremo de su bigote siente que una gota de sudor se le está formando. Mientras el coronel Mansilla se pasa por enésima vez el pañuelo sobre la frente, el mayor aprovecha de aplastar la gota con el dedo.
—En dos años tiene la platita para construir su casa, Pinochet.
—Cuando partimos, mi coronel —pregunta el mayor.
—En dos semanas. Le doy franco para que prepare el viaje. Puede retirar la documentación, las cartas, las autorizaciones y el proyecto de la Academia con la señorita Angélica.
—Entendido, mi coronel. ¿Algo más?
—Sí. Mándese a cambiar. Lo veo en Cerrillos en dos semanas.
De civil, leyendo el diario, sentado en un banco del parque Bustamante, el mayor Pinochet contempla a los niños jugando y al sol que tiñe de rojo los edificios de la acera oriente. Es un espectáculo de fuego, que el mayor ha visto otras veces, y le gusta. Se podría quedar en ese parque, ese bello parque de Santiago, varias horas. No le molestaría un poco de tiempo para él mismo. Todo está bien, salvo la ropa de civil. No le agrada. Se siente mil veces mejor en traje de campaña; una cómoda camisa manga corta, unos pantalones, unas buenas botas y ya. Que le den eso y el desierto, desea Pinochet. La ropa de civil le pica. No sabe qué hacer con tantos bolsillos y la corbata parece que lo va a sofocar.
Bajo el monumento a Manuel Rodríguez, Pinochet ve venir a Angélica: su vestido de sastre más abajo de la rodilla, su chaquetilla gruesa para esta época del año. Su figura menuda y potoca. Está nervioso, pero no mucho. Siente una lejana palpitación, un nerviosismo que a estas alturas es genético. ¿Miedo? Un poco, sí. Cuando estaba en la escuela militar, muchos años antes de conocer a la que sería su mujer, el mayor participó en una campaña en la cordillera. A él y a un sargento los enviaron a chequear la ubicación de un hito fronterizo. Los soldados argentinos solían hacer travesuras con los mojones. Por la noche, solían moverlos algunos cientos de metros dentro de territorio chileno. Los chilenos, algunas noches, también, en misiones de bautizo para las tropas cordilleranas, hacían lo mismo: tomaban los hitos y se internaban unos cientos de metros en territorio argentino. Eran ceremonias de iniciación, tontas bienvenidas cordilleranas para los aspirantes a oficiales a uno y a otro lado de la frontera. Los conscriptos, obligados a soportar temperaturas de decenas de grados bajo cero, chilenos y argentinos, miraban con distancia estos juegos de guerra de los aspirantes a oficiales que alguna vez los iban a mandar. ¿Querían morir estos gallos? No importaba: los conscriptos y los suboficiales estaban a las órdenes de los oficiales, incluso si esta orden era una idiota broma escolar que les podía costar la vida. En esa ronda con el sargento, se encontraron cara a cara con un pelotón de seis aspirantes a oficiales argentinos que hacían la travesura de mover el monolito. Escondido tras una piedra, con la nieve hasta las rodillas, el cadete Pinochet podía sentir las risas nerviosas de los argentinos. Así que eso era el miedo: esperar tras una piedra a que se fueran. Después el sargento, mientras devolvían el hito a su lugar, le dijo algo que Pinochet nunca olvidaría: es el miedo primero, y su fusil después, las dos razones por las que un soldado puede sobrevivir a una guerra.
Angélica podía ser perfectamente un cadete argentino. El mayor la vio avanzar por el Parque, entrando desde Providencia, y la luz del sol contra los edificios de alguna manera la hacía verse más frágil de lo que era. Ella lo vio de lejos y lo saludó con una sonrisa, como si no hubiera pasado nada. Llevaba una bolsa del pan y una botella de aceite. El mayor tomó aire, la saludó de beso, tomó la bolsa y caminó junto a ella.
—Vaya sorpresa, Augusto.
—Una dama no puede andar cargando bultos por las calles.
—Gracias por lo de dama.
—Angélica...
—¿Qué?
—No diga eso.
—No “diga” —lo remedó Angélica—. Si te disfrazaste de civil para venir a verme, por lo menos haz que el disfraz sea completo y tutéame.
Caminaron en silencio. De pronto, sin aviso, Angélica le quitó la bolsa y el aceite al mayor.
—Y métete esa cortesía de milico por donde mejor te quepa, Augusto. Me carga. Todos ustedes son iguales. Actúan como señoritas, cuando la verdad es que lo único que saben hacer es destripar fulanos. ¿Alguna vez has destripado a un tipo. Augusto?
—Angélica, por favor, esto no tiene porque ser con escándalos.
—No, claro, por supuesto que no. ¿Sabes como tiene que ser? Como a ti te gusta. Como a ustedes les gusta. Vienen con esa sonrisita, pero si uno no les da lo que quieren, sacan la metralleta.
El mayor Pinochet la detuvo le quitó la bolsa del pan y la botella de aceite. Luego la besó en la boca. En ese momento, las luces del parque Bustamante se encendieron. Ya casi no quedaba luz del sol. Corría una brisa fresca, que comenzaba a borrar el horroroso calor de la tarde. El mayor se fijó en Angélica. La imaginó en el futuro: vieja, triste, pobre, sola, fea. Pero no sintió pena por ella. Así eran las cosas. Él no había inventado el mundo. Ahora, simplemente, tenía que averiguar qué quería Angélica. Cual era el precio por dejarlo en paz. El mayor Pinochet quiso terminar el beso, pero sintió la mano de Angélica tomándolo por la nuca, y luego su lengua intentando ir más adentro. Tuvo que hacer fuerza para terminar con la escena.
—Por favor, Angélica, nos pueden ver.
—Los besos de despedida son siempre los más dulces.
—No es una despedida —dijo el mayor—. Vuelvo. Para las fiestas de fin de año voy a estar acá, y un mes mientras no haya clase en Quito, claro que acá va a ser invierno, allá funcionan con el calendario cambiado.
—No insultes mi inteligencia, Augusto.
Ahora caminaban lentamente, bajo los faroles. El parque se había vaciado. Sólo unas pocas que buscaban bancos sombríos, escondidos de la luz, quedaban en el parque. Angélica tomó al mayor Pinochet del brazo y se apoyó en su hombro. Suspiró.
—¿Por qué nunca puedo saber lo que estás pensando, Augusto?
—Le acabo de decir lo que pienso.
—No me vengas con esas, mayor. Hemos compartido la cama durante casi un año, y aún no te conozco. Eres un misterio para mí. ¿Para qué te vas? ¿De qué huyes? ¿De tu familia? Ellos te van a seguir donde sea. ¿De mí? Vamos Augusto, no soy una carga para ti. Mi dormitorio está abierto para ti casi a cambio de nada. Vienes cuando quieres, te vas cuando te da la gana.
—Tengo que terminar la casa.
—Esa tontería de Las Condes. Otro más. Se van a vivir entre las vacas, creyendo que están haciendo el gran negocio. Eras feliz en Ñuñoa, Augusto. Me tenías a mí, tenías a tu familia.
El mayor sonrió. La felicidad era un concepto tan abstracto. Parecía una palabra de político. Una palabra que florece durante los periodos eleccionarios, y que muere durante todo el resto del año. Cuando quieren que los elijas, prometen felicidad. Cuando los eligen, te dan dos cosas, trabajo e impuestos. Las mujeres y los políticos estaban obsesionados con la felicidad, pensó el mayor. Con una diferencia: las mujeres eran ingenuas, se creían el cuento. En su vida no había conocido ninguna mujer que no soñara con “ser feliz”. ¿Por qué no, sencillamente, vivir lo más decentemente posible? Era lo que él había tratado de hacer siempre. Si la “felicidad”, lo que quiera que fuese, llegaba, fantástico. Si no, no iba a perder el tiempo buscando un sueño. Pero las mujeres definitivamente no eran como él. A ella se les iba la vida persiguiendo una ilusión. Angélica era el ejemplo vivo de eso.
—Tengo que darle lo mejor a mi familia —continuó el mayor—. Durante dos años, voy a ganar cuatro veces mi sueldo.
Angélica le tomó la mano. El mayor deseó que no lo hiciera: la mano de la secretaria estaba transpirada. Pensó sacar el pañuelo y secarse, pero se contuvo. Estaban frente al departamento.
—Bueno —comenzó a decir el mayor.
—A qué viniste, Augusto.
El mayor ensayó otro beso en la boca.
—No viniste por sexo, Augusto. Estás demasiado tieso, más tenso que lo habitual. A qué viniste.
—Subamos y le digo.
—Dímelo acá.
El mayor miró hacia los dos lados de la calle. ¿Dónde se habían metido los autos? Parecía que el destino complotaba para hacerle todo más difícil.
—Supongo que a despedirme —dijo finalmente—. Y a pedirte que seas discreta.
—¿Alguna vez no lo he sido?
—Siempre lo has sido.
—¿Entonces?
—Un soldado tiene que pensar en todos los escenarios.
—No te tienes que preocupar por eso, Augusto.
Angélica tenía los ojos llenos de lágrimas y la voz se le quebraba. El mayor pensó en darse media vuelta y salir de ahí. Las mujeres hacen tanto escándalo por todo, pensó. Luego atrajo a Angélica hacia sí y la besó en la boca.
—Subamos —dijo el mayor—. La calle no es lugar para estas cosas.
Mientras subían las escaleras, al mayor le pareció que su amante estaba más pequeña, más envejecida, más frágil aún de lo que era. En otra vida, en otras circunstancias, quizás. Pero así era la vida de las personas. Él no tenía la culpa de que el mundo fuera como fuera.
1 comentario:
uf...el estilo es tan rígido como esos edificios enormes. frases largas como pasillos fríos que parecen no conducir a ninguna parte. y frío. mucho frío. ¿intencional? no me dan ganas de quedarme.
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