20050817

60 años de Hiroshima y Nagasaki

Esto lo publiqué el 6 de septiembre en El Sábado de El Mercurio.
Fue después de un viaje a Paraguay. Me gustó como quedó.

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Hiroshima: vivir para contarlo

Por Alfredo Sepúlveda C., desde Encarnación, Paraguay.
1. El túnel
El 6 de agosto del año 20 de la era showa (la del emperador Hirohito, 1945), un estudiante de ingeniería mecánica en la Universidad de Hiroshima de 21 años, llamado Masuo Genda, se subió a un tren en esta ciudad para ir a visitar a un compañero de facultad que vivía en otra. Gran parte de la población de Hiroshima estaba ocupada en la construcción de cortafuegos para protegerse de un eventual bombardeo, pero para Genda ésta era una mañana de verano con cielo despejado. Sus vacaciones de verano estaban empezando; él no había sido reclutado porque el ejército esperaba a que los estudiantes de ingeniería se graduaran, deferencia que no existía para ningún otro tipo de estudiante. Una vez que eso ocurriera, Genda iba a dedicarse al mantenimiento de los aviones del ejército nipón. En el momento en que subió al tren, a las ocho de la mañana, ya el sistema de alarmas de la ciudad había indicado que no había peligro de aviones enemigos. Un nuevo día comenzaba.
Quince minutos después de la partida, el tren se metió en un túnel. Pocos segundos después un resplandor iluminó la oscuridad en que estaba sumergido el vagón. Y luego, aún dentro del túnel, Genda y los otros pasajeros sintieron un viento que los recorría. Cuando el tren emergió, el estudiante contempló, a través de las ventanas que daban hacia Hiroshima, algo que nunca antes había visto y que nunca más iba a volver a ver: una nube negra que daba paso a una columna de humo: el nacimiento del gigantesco hongo atómico que iba a cubrir la ciudad donde, hasta ese momento, estaba su hogar.
Sesenta años después, Masuo Genda cuenta esta historia sentado en un sillón de su casa en el campo, fumando un cigarrillo tras otro (nada especial: dice que fuma dos cajetillas diarias desde 1944), en medio de cultivos de trigo y soya, en un lugar cercano al pueblo de Fram, a cuarenta y seis kilómetros de la ciudad de Encarnación, en el sur de Paraguay. Hoy de ochenta y un años, Masuo Genda es uno de los pocos hibakusha, o sobrevivientes de la bomba atómica, que vive en los países de Sudamérica que hablan español. En nuestro vecindario, hay otros esparcidos por Argentina, Bolivia y Perú. Y bastantes en Brasil. En Chile, hasta donde "El Sábado" averiguó, no hay.
El señor Genda ha vivido pendiente de su campo durante los últimos cincuenta años, desde que emigró a Paraguay desde Jiroshimá, como se pronuncia en japonés, con la última "a" cortada abruptamente. Se fue de su país porque en los años cincuenta tuvo miedo de que el infierno regresara. No era el único en sentir así. En esos años Estados Unidos ­un país que mantenía bases militares en Japón­ estaba librando otra guerra muy cerca, en Corea, y tenía como enemigos "bajo el sombrero" a China y la Unión Soviética, esta última una potencia nuclear. "Paraguay ofrecía tierra", dice Genda, a diferencia de Brasil y Bolivia, otros países que contempló como posibles destinos. Él y otros japoneses que llegaron a la zona en 1955 ­previamente colonizada por ucranianos y alemanes­ se organizaron en cooperativas agrícolas.
Aparte de dos visitas a Japón, una de ellas motivada por razones médicas ­su mujer, Susae Shimazu, que también sobrevivió a la bomba atómica en Hiroshima pero no da su testimonio, se operó del estómago­, y alguna entrevista para la televisión de su país, el señor Genda no ha tenido muchos motivos para recordar la bomba que destrozó su ciudad y de paso mató a su madre. Nunca ha formado parte de la porción de sobrevivientes que en estas fechas protesta frente a las Naciones Unidas, en Nueva York, por el fin de las armas nucleares. Tampoco ha firmado manifiestos. Simplemente ha dejado que la vida siga su curso. Ha tenido siete hijos. Uno de ellos, Tomás, que vive con él, y una nieta, Yukiko, que oficia de traductora de este hombre que no habla mucho español, escuchan por primera vez el relato de su experiencia. Su familia vive tranquilamente y el patriarca no suele comentar con ella la guerra ni los efectos que la bomba causó en él. "No más Hiroshimas, que no se repita", dice, y es la declaración política más grande que realiza en esta entrevista.
Él se ve a sí mismo como un agricultor que hace cincuenta años fundó una cooperativa agrícola, no como un sobreviviente de una bomba atómica. Genda ha llegado a los ochenta y un años sin un rasguño. "Mis colegas (aquellos amigos que sí son más activos que él en el tema nuclear) dicen que soy un cobarde", dice riéndose. "Pero uno no puede cambiar la manera en que piensa la gente".
2. El río
Noboru Kamimura tenía 15 años, una madre, un padre y seis hermanos el seis de agosto de 1945 y era un estudiante de secundaria en Hiroshima. Su destino más seguro era, una vez que su educación terminara, formar parte del ejército que en esos momentos perdía Asia a manos de los estadounidenses, pero que aún estaba imbuido de la doctrina de nacionalismo shintoísta nipón que los llevó a ansiar el continente. Todo estudiante secundario de la época tenía la obligación de trabajar en alguna industria para colaborar al esfuerzo de guerra. Paradójicamente, Kamimura trabajaba en una fábrica de torpedos aéreos. Pero ese lunes él no tenía que ir temprano a la fábrica: a partir de esa semana le tocaba el turno de la tarde. Así que en la mañana del seis de agosto, Noboru Kamimura estaba en su casa, en el cercano pueblo de Kawauchi, distrito Asa, a diez kilómetros de donde la bomba atómica iba a explotar.
"Justo suprimida la alarma de bombardeo, yo estaba mirando hacia arriba cómo volaba un B-29. Cuando vi un resplandor y algo que caía. Instintivamente sentí la necesidad de refugiarme. Y me puse a correr hacia detrás de la casa cuando sonó un tremendo estruendo. Nosotros llamamos a la bomba pikadon, porque destelló (pika) primero y detonó (don) después", recuerda. "No se puede comparar un viento explosivo con uno natural. Se trata de una ensordecedora detonación y nada más. Aunque mi casa no se derrumbó, el techo se levantó y se rompió todo el papel pegado en las puertas corredizas. Se hizo un sonido estrepitoso: gooooong".
El señor Kamimura habla rápido en japonés, y a menudo emplea sonrisas y las manos para enfatizar sus gestos. Kamimura, miembro de la misma comunidad japonesa del sur de Paraguay y vecino del señor Genda, hace temblar las manos para intentar graficarlo mejor: "Gooooong".
"La primera persona del pueblo llegó desde el centro dos horas después. El viento la hizo volar, pero se salvó, aunque murió tres meses después". Como a las cuatro de la tarde, los habitantes de Kawauchi decidieron ir al rescate de las víctimas. "Las víctimas" en este caso, eran hijos, padres, madres y amigos que en la mañana habían partido a Hiroshima. El padre de Noboru Kamimura trabajaba en derrumbar casas en el centro para dar paso a cortafuegos que protegieran la ciudad de un eventual bombardeo convencional. Y sus compañeros de curso estaban en la fábrica, trabajando en el turno de la mañana que hasta la semana anterior le tocaba a él.
Hiroshima descansa sobre siete ríos que conforman el delta de uno más grande, el Ota, y sobre uno de esos deltas iba el bote de vecinos en busca de sus seres queridos. El viaje fue uno al infierno. "Todos los quemados habían buscado agua en los ríos", cuenta Kamimura. "Hay siete en Hiroshima. Pero a las cuatro no se podía seguir: ambos bordes estaban ardiendo. Eso nos dio miedo. Regresamos. La bajamar llevó a muchos de los quemados al mar. Mi padre no regresó. Los que no alcanzaron a meterse a los ríos, fueron encontrados con la cabeza metida en pozos de agua por ahí. Lo que más lástima me daba eran aquellas personas que se quemaron vivas, aplastadas bajo edificios o instalaciones. Las oía gritar a voz en cuello".
Doscientas personas que vivían en su pueblo nunca volvieron.
"Al día siguiente en la mañana, el incendio se había acabado", dice Kamimura. "Salí de mi casa a eso de las seis, con un tío y mi primo. Al llegar al centro no había nadie. Ni un gato. No encontramos a nadie".
Tal como Masuo Genda, Kamimura no dejó la ciudad sino hasta mucho después. Alcanzó a vivir doce años en Hiroshima y a ver el principio de su reconstrucción. En ese tiempo, como ahora, él, que cursó hasta la educación secundaria, se dedicó a la agricultura. Era el mejor trabajo que se podía tener en Japón después de la guerra, porque al menos, dice, podía procurarse sus propios alimentos en vez de conseguirlos en el mercado negro. Pero en los años que siguieron a la bomba la población de la ciudad usó los bosques cercanos para hacer leña, hasta que la erosión cobró su precio. Entonces el gobierno intervino el río y expropió la tierra de la familia. Le ofrecieron un trabajo en Estados Unidos, pero tal como Genda, Kamimura quería ser su propio jefe, y optó por viajar a Paraguay, donde tuvo cinco hijos, dos de ellos ya fallecidos.
3. La suerte y la rabia
¿Cuánta gente murió en el bombazo de Hiroshima? Se estima que la ciudad tenía unos 350 mil habitantes. De ellos, unos 140 mil estaban muertos en diciembre de 1945, como consecuencia directa de la bomba. Muchos de ellos no eran japoneses. Había miles de coreanos (llevados a Japón como mano de obra), otros asiáticos e incluso prisioneros de guerra estadounidenses.
La misión aérea de los norteamericanos incluyó tres aviones: uno para mediciones científicas, otro para fotografías y el famoso Enola Gay, el que arrojó la bomba. La Little Boy, nombre que le pusieron al artefacto, explotó a unos 600 metros del suelo y creó una bola de fuego que se expandió 300 metros en un segundo. Se estima que la temperatura al interior de ella llegó a los 3.000 grados celsius. El aire alrededor se expandió, la presión llegó a 19 toneladas por metro cuadrado: los edificios colapsaron y la gente voló por el aire.
Durante años se ha sostenido que los sobrevivientes de Hiroshima que más suerte tuvieron fueron los que murieron pronto, los que se encontraban dentro del círculo trazado por un radio de mil 200 metros de distancia del hipocentro. Los otros sobrevivientes, los que se encontraban dentro entre esa distancia y los tres mil 500 metros, sufrieron quemaduras y altos niveles de radiación. Fue el caso de la madre del señor Genda, que, tal como el padre del señor Kamimura, trabajaba en la construcción de los cortafuegos. La madre de Masuo Genda estaba de espaldas a la bomba cuando esta explotó, y fue esa parte de su cuerpo la que sufrió las quemaduras. La destrucción de la ciudad fue total en un radio de dos kilómetros.
Hiroshima antes del seis de agosto era una ciudad con una extensa industria militar. Cada vez que Japón se había envolucrado en campañas militares en Asia, Hiroshima era el centro de despacho de tropas. Muchas familias contemplaban la posibilidad de un bombardeo masivo de los estadounidenses. También tomaban sus precauciones: conseguían de antemano refugios en el campo adonde poder ir en caso de que las cosas en la ciudad se tornaran difíciles.
Los Genda se habían puesto de acuerdo con una familia campesina a la que conocían. Era una familia que se llevaba los excrementos de la casa para usarlos como abono (no era una costumbre rara en Hiroshima en ese entonces: según Genda, algunas casas usaba como alcantarillado un sistema de vasijas cuyo contenido se ocupaba como fertilizante en las huertas). Cuando explotó la bomba, el padre del señor Genda se encontraba en las montañas cercanas a Hiroshima, cavando un túnel para el ejército (como su hijo, también se salvó por estar bajo tierra al momento de la explosión). Después de la tragedia, la familia se reunió en el pueblo donde vivía la familia campesina. Su mamá, quemada y todo, también se las arregló para llegar adonde su familia había quedado de juntarse. Pero su estado era crítico. "Lo único que podíamos hacer era rayar pepinos para ponérselos en las heridas", recuerda el señor Genda. La señora soportó cinco días. Luego falleció.
Las muertes por radiación residual ­fundamentalmente cánceres, sobre todo leucemias­ se extendieron hasta la década de los sesenta.
A sobrevivientes como los señores Genda y Kamimura no les pasó nada. Ellos no discuten mucho el asunto. Dejaron su país, pero no sus raíces. No hablan mucho español. Han pasado sesenta años y han logrado vivir esa cantidad de tiempo o más. Aunque están en una lista de hibakushas que tiene el gobierno japonés, y cada cierto tiempo van unos médicos a verlos y los revisan en busca de problemas asociados a la radiactividad, simplemente, como la gran mayoría de las personas comunes y corrientes, se han dedicado a intentar tener la mejor vida posible. Masuo Genda incluso terminó su carrera (la universidad de Hiroshima abrió sus puertas poco tiempo después, claro que en el cercano puerto de Kure).
¿Nunca tuvieron rabia, ira, indignación? ¿Nunca odiaron a los estadounidenses que arrojaron la bomba?
"Mi mamá murió temprano, a las seis de la mañana", recuerda Genda. "Yo tenía que ir a la municipalidad a pedir el permiso de incineración y maderas (en Japón, la costumbre funeraria más extendida es la cremación). Pero el incinerador estaba lleno. La quemamos finalmente cerca del río. Sus huesos los llevamos a Miyoshi (la ciudad donde él y su padre vivieron inmediatamente después de la guerra). Allí les dimos sepultura. Las últimas palabras de mi madre fueron que había que vengarse del enemigo".
"La mayoría de los de mi pueblo no regresó", recuerda Kamimura. "Yo creo que un noventa por ciento no regresó. De los que volvieron, unas trescientas personas se refugiaron en la escuela primaria: iban muriendo unas seis o siete al día en promedio, pero no estoy diciendo que las trescientas personas murieron. Como la capacidad crematoria del pueblo era de dos cadáveres por día, los que no se alcanzaron a cremar se enterraron. Después de la bomba atómica, a mi pueblo se le llamaba el barrio de las viudas".
"Con respecto a la rabia, en primer lugar yo no sabía lo que era una bomba atómica", continúa Kamimura, "y en el segundo, antes de sentir rabia, pensaba en mi padre desaparecido, parientes, personas del barrio. En una situación así, es humano preocuparse por la suerte de los suyos. Cuando me tropezaba en el camino con alguien tumbado que pedía ayuda, no se me ocurría ayudarlo si era un desconocido. Mi único objetivo era encontrar a mi padre. Nada más. Tal vez no es algo muy elogiable, pero así son los humanos. El sentimiento de tristeza, de rabia, va a aparecer muchos años después, al recordar a aquella gente que uno no pudo salvar en ese momento".
Masuo Genda dice que tampoco tuvo sentimientos de rabia. De hecho, cuando llegaron las fuerzas aliadas a Hiroshima ("los primeros fueron los australianos", dice), no hubo incidentes.
"No pasó nada especial. Había algunas noches que no se podía andar en la calle,y hubo violaciones, unos cuantos incidentes de esa clase, pero cosas graves, graves, no ocurrieron. Lo que sí hubo fue un mercado negro, por la necesidad de la misma gente de la ciudad. Ahí también se escuchó que algunas personas conseguían pistolas en el mercado negro, pero no pasó nada ahí".
¿Rabia? "Nunca he pensado de esa forma", dice Genda. "Fue demasiado duro sobrevivir después de la guerra. La ciudad casi desapareció. En lo único que uno pensaba era en sí mismo. Si hubo rabia... ya se olvidó".
4. Los sueños
Cuando la bomba explotó, Masuo Genda, Noboru Kamimura y muchos otros sobrevivientes pensaron que se trataba de una gigantesca explosión de un gran depósito de tanques de gas licuado que había en la ciudad. El concepto de energía atómica era algo que sólo manejaban los físicos y matemáticos.
Masuo Genda no tuvo información sino hasta que su tren llegó a la estación de destino. "Allí supimos que había un nuevo tipo de bomba. De inmediato fui a reunirme con mi familia donde habíamos acordado". Kamimura, mientras buscaba a su padre recuerda haber escuchado a un militar con el que se encontró decir que lo que había detonado era "una cosa del porte de una caja de fósforos".
Desde luego, la radiactividad no era una preocupación en los momentos inmediatamente posteriores. Aunque todas las personas en esa época llevaban una placa identificatoria en el cuello, Kamimura no encontró a su padre. Masuo Genda, tras la muerte de su madre, se quedó en la ciudad de Miyoshi, pero tiempo después estaba de nuevo en lo que había sido Hiroshima, buscando a sus compañeros de facultad.
"Cuando buscaba a mis amigos me encontraba con cadáveres negros, carbonizados, y más cadáveres flotando en el río", dice Genda. "También estaban los bomberos de otras ciudades, ayudando. Después de un mes, la gente empezó a reconstruir como pudo la ciudad. Yo me encontré con un compañero de facultad y junto a su familia, levantamos un techo, con restos de madera, en el lugar donde había estado su casa. Era un techo, nada más. No una casa. Ahí me quedé viviendo un tiempo".
Su compañero tenía una hermana. Susae Shimazu. La actual mujer del señor Genda.
"No hubo discriminación hacia la gente herida", dice Genda. "Pero, por ejemplo, después la gente de las ciudades cercanas no se quería casar con las niñas de Hiroshima, porque pensaban que podían tener bebés con desfiguraciones. En un momento empezamos a ver ratones. Estaban por todas partes. Entraban y salían. Y bueno, si los ratones podían sobrevivir, ¿cómo las personas no iban a poder hacerlo? Un año después, la gente empezó a construir casas normales. La gente amaba su tierra, por eso no se iba. Veía que los ratones se reproducían. Incluso de los árboles que habían quedado negros brotaban algunas hojas verdes".
En la casa del señor Kamimura se anda con sandalias y calcetines. Afuera llueve. Kamimura dice que después de la explosión, después del hongo, llovió. Era lo que se conoce como "lluvia negra": el hollín caliente del hongo nuclear que regresaba a la tierra mezclado con agua. Unos leños chisporrotean ahora en la chimenea. Masuo Genda, que ha escuchado con la cabeza gacha el relato de su amigo, enciende un nuevo cigarro. ¿Sueñan con esto? ¿Sueñan con bombas atómicas?
"Cuando era joven, tenía sueños frecuentes", dice Genda. "Veía las caras azules de los muertos. Ahora han pasado sesenta años, y los sueños no son tan frecuentes. Pero sí tengo. Dos o tres veces al año sueño con esto. La gente que tiene la experiencia de la bomba", dice, "no se va a poder olvidar nunca de la explosión".
Ha llovido durante todo el día, y la familia de Masuo Genda me lleva de vuelta a Encarnación. Genda ha dicho lo que tiene que decir y puede volver a pensar en el presente, ahora, el año 17 de la era Heisei (la del emperador Akihito; 2005). Pienso en los cigarros que él ha fumado durante las horas en que estuvimos hablando. Mientras su hijo Tomás conduce una gran camioneta negra, le pido a su nieta Yukiko que le pregunte de nuevo desde cuándo que fuma, y si siempre ha fumado dos cajetillas diarias.
­Desde los veinte años ­dice con cierto orgullo.
­¿Y dos cajetillas diarias?
­Dos cajetillas diarias.
­Por favor dile a tu abuelo ­le pido a Yukiko­ que entonces él no sólo es un hibakusha a secas. ¡Es un hibakusha del cigarro!
Yukiko traduce. Se ríe ella. Se ríe el hijo. No sé si Masuo Genda se ríe del mal chiste. Voy sentado atrás de él. Poco después nos quedamos en silencio, mirando las gotas de lluvia que se quedan en la ventana.
Una guagua en Nagasaki
Daisuke Miura (60) tenía meses de vida cuando la bomba atómica explotó sobre el cielo de su ciudad, Nagasaki. Aunque nació en China, poco después de nacer, Miura y su familia ­su padre se dedicaba a la confección de cajas de municiones para el ejército japonés­ volvieron a su país. El padre de Miura pensaba que la guerra se estaba perdiendo, y decidió que la casa de sus suegros, en Nagasaki, era un lugar más seguro para la familia.
Al contrario de Hiroshima, que es una ciudad relativamente plana, Nagasaki está enclavada entre montañas. Una de esas montañas fue la que protegió a la familia Miura, que vivía en un lugar llamado Toomachi, a cinco kilómetros del centro de la ciudad. Pese a la cercanía, no recibieron directamente la onda expansiva.
Miura tuvo una infancia en una ciudad arrasada por una bomba atómica. Dice que durante años pudo ver los cimientos de lo que había sido su escuela. "Había un hombre extraño. A mí me daba miedo. Al salir del colegio siempre estaba en el camino. A veces le hablaba a uno, a veces quería vender algo. Tenía la cara totalmente quemada".
Las pocas historias de la bomba que Miura ha escuchado provienen de su hermana, cinco años mayor que él: "Eran las once y algo de la mañana. Ella estaba a punto de empezar a comer. Antes de comer, siempre se agradece, se reza. En ese momento, ella vio el relámpago: vino un viento tremendo, rompió todos los vidrios. Y después un humo negro... y después llovió".
Miura y su familia vivieron en Nagasaki hasta 1962, cuando emigraron a Misiones, Argentina, y se instalaron en una comunidad agrícola japonesa. Desde entonces él vive en el país vecino. Ahora trabaja para la embajada de Japón en Buenos Aires. A fines de los ochenta, vivió un par de años en Talcahuano, donde trabajó de traductor para la CAP.
En su familia no perdieron a nadie a causa de la bomba. Muchos amigos, sí, tuvieron problemas médicos derivados de la radiactividad. "La experiencia es muy fuerte, entonces la gente no quiere hablar. Nosotros no tuvimos heridas, nada, entonces no preguntamos. Mi papá decía así: cuando asesinan a una persona, el asesino se va preso. En la guerra, cuando matas a mucha gente, te dan una medalla".

1 comentario:

jordi dijo...

EL NUMERO DE MUERTOS TONTO