Si es que.
Está escrito hace por lo menos... Dios mío, ¡cuatro! años.
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Cancún, Quintana Roo
México
Octubre de 2010
Los huracanes con nombre de mujer son los peores. No me gustan, y no porque les tema, sino porque no me gusta el Caribe, los trópicos. Lo que digo suena, es, ridículo. Estamos en el Caribe y Mey, que a su modo es también un huracán, se ha sacado la parte de arriba del bikini para tomar el sol. Su cuerpo tiene veinticinco años menos que el mío. Echada sobre la arena da un sorbo al cóctel de mango, uvas y licores inclasificables que el muchacho del hotel acaba de dejar, estira su largo cuello, se recoge el pelo azabache en un moño, despierta de la breve siesta con sus ojos pardos y grandes, y me contempla como si fuera un animal salido recién del agua. “No puedo creer que no te guste el Caribe”, me dice por quinta vez desde que le confesé que no me gusta el sol, ni la arena, ni la playa; se lo dije cuando enredados entre las sábanas el maldito sol de la costa maya entraba como un delincuente a la pieza, y me privaba de la noche y la oscuridad, las democráticas sombras que borran las diferencias entre mi cuerpo y el de ella. “Simplemente no puedo creerlo”, me dice Mey, y sonríe, y sus dientes blancos son unas pequeñas linternas que me encandilan. “Yo no entiendo nada”, y se echa para atrás y cierra los ojos, y el sol ilumina sus tetas morenas hasta casi dejarlas blancas, y unos muchachos que pasan junto a nosotros la miran, la saludan, siguen.
Tomo un poco de la arena de Cancún y dejo que se pierda entre mis dedos. Pienso: “todo lo que me rodea es falso”. El Estado mexicano construyó esta ciudad como construyó al PRI y a la virgen de Guadalupe y la matanza de Tlatelolco el sesenta y ocho. Los gringos que se emborrachan junto a la piscina no consumen alcohol en sus vidas reales; al contrario, los he visto, lo desprecian. Sólo acá, south of the border, pueden ser libres para no trabajar como bestias; la libertad los paraliza y aterra una vez que regresan a Cleveland, Buffalo, Jersey City. Mey tampoco es mi vida real: es un trozo que me he inventado por razones que no vale la pena contar en detalle, pero que tienen que ver con lo que sólo le pasa a los hombres de mi edad: el miedo a la soledad, a que no nos recuerden o a que nos rememoren con odio.
No, Mey (pienso pero no se lo digo porque no quiero despertarla), no me gusta el Caribe. Me echo de espaldas, siempre bajo el quitasol que ella, adicta a la luz, desprecia, y me descubro traicionando mis principios: la arena está calientísima, cómoda, el sonido del mar me relaja y hasta es posible que me quede dormido. Pero si lo hago, Mey, voy a soñar con frío, con las mañanas quiteñas, con la Avenida Amazonas, con la actitud que ella, apropiadamente, ha bautizado tight-ass, y de la que se ha reído casi todos estos días y que a mí aún no se me va. No se me va a ir nunca, es cierto, soy un culo apretado. Quito, la mitad del mundo, la engañosa ciudad a la vez tropical y fría, folclórica y señorial, con las ratas recorriendo, asustadas, sus parques y elegantes avenidas, asesinadas por el tráfico indiferente, no es un himno a la vida, una orgía de colores y sabores como sí lo es la costa. Así viven los negros de Esmeraldas, y así viven los monos. He sido tantos años políticamente correcto, pero nunca he podido dejar de llamarlos monos. Es como llamar negros a los negros. En Estados Unidos es el gran insulto. Kathy, mi mujer, mi ex mujer, me tenía prohibido referirme a los afro-americanos como “negros”, aunque estuviera hablando en español. “Kathy, los negros son negros en todas partes del mundo menos aquí. Es el nombre de un color, eres tú la que le pone la carga negativa”. No. El Guayas, León Febres Cordero, Barcelona... monos, monos todos. Mey, que tiene en su sangre cubana negros, chinos y rusos, me observó con espanto la primera vez que me referí a un guayasense como mono (lo disimuló bien, fue frente a mi gran amigo de Amnesty Lidio Urquiza, monísimo él), y me costó hacerle entender que, aunque es evidentemente despectivo, para mí es como llamar al cielo “cielo”. “Los envidias”, sentenció Mey cuando acabó de entenderlo. Como en muchas cosas con las que me ha sorprendido en estas semanas que llevamos juntos, tenía razón. Angélica, mi primera mujer, era guayasense y preciosa. No me gustará el calor y no me gusta bailar, pero siempre he tenido mujeres tropicales, casado o no. En Estados Unidos seguí con esta debilidad: colombianas de la costa, venezolanas, ticas, boricuas, cubanas como Mey. Siempre me han gustado las caderas anchas, los culos grandes y firmes, la mirada de las mujeres que nacieron con cuarenta grados a la sombra. Tendido en la arena, pensando en mujeres, carajo, descubro que tengo una erección que está comenzando a elevar el traje de baño.
Me doy vuelta porque no quiero que se me note. A mi edad no es un espectáculo divertido, aunque sí lo es mi panza aún plana y mis músculos ejercitados cada día, tempranísimo, en un gimnasio del Village. Hace unas semanas Mey me acompañó, era un viernes, y después del ejercicio la invité a caminar por la Quinta avenida hasta el Empire State. Para evitar el viento zigzagueamos entre la Quinta y la Sexta, protegiéndonos en las calles; Mey llegó a mi oficina pidiendo agua, cansadísima por la caminata, y su sed me llenó de orgullo de adulto con los músculos tensos. Le presenté a los muchachos, Robin, Abdul, My Ha, Alieu, estaban encantados de conocerla, y estoy seguro de que fue recíproco. Luego estuvo un rato en mi oficina, revisando el Hawk de derecho internacional, y el informe de la comisión Rettig chilena, y su propio expediente (lo hojea siempre que va) hasta que Mark Holler me llamó y le tuve que decir adiós a Mey con un beso rápido. “Prométeme que me vas a llevar a México, prométeme que me vas a proteger de la nieve”, me dijo antes de que se cerrara el ascensor. Yo formé con mi pulgar y el índice la señal de la cruz, la llevé a mis labios y la besé, y eso hizo que automáticamente asomara una sonrisa en su rostro. Sí, qué diablos, por qué no.
De espaldas, con los ojos cerrados, siento el sol que la arena de Cancún ha estado guardando durante lo que va de la mañana. Mi mente, por fin, luego de dos días, comienza a quedar en blanco. Era lo que buscaba y no había conseguido. El sexo no es el mejor borrador de memoria, no es un descanso. Anoche, en las sombras, cuando estaba a punto de conseguir pensar en nada, Mey interrumpió el silencio que marcaban las olas de la costa. “¿Cómo eras cuando niño?” Refunfuñé algo, que tenía sueño, que me dejara dormir, que yo era un viejito y ella una fogosa jovencita, y traté de seguir, de olvidarme de todo abrazado a sus veinticinco años, pero no pude dormir bien: la avenida Amazonas venía a mi mente, mi mamá venía a mi mente, mi padrastro venía a mi mente. Iba a abrir la boca, pero Mey ya estaba roncando, la sábana blanca subía y bajaba con su respiración desnuda.
Era, Mey, un hijo ilegítimo, un bastardo, un secreto a voces. Llevo el apellido de mi padrastro, el hombre que me adoptó y a los once años me entrenó en el arte del boxeo (y de paso, me daba las zurras no oficiales que no se atrevía a propinarme frente a mi madre). Puedes culparlo a él de haberme dado una infancia y adolescencia golpeada y poco cariñosa, pero también puedes culparlo de esta obsesión por el deporte que me ha acompañado hasta ahora: era por él que me largaba a esa edad, todos los días, a las cinco y media de la mañana, a trotar desde mi casa en Juan León Mera con Calama hasta El Ejido, a esa hora y en ese tiempo mi Central Park privado. En ese tiempo nadie trotaba, era una cosa de locos o de boxeadores, y yo quería ser un púgil. Tenía la presuntuosa ilusión de que un día, en una de estas sesiones boxeriles, mis músculos iban a ser superiores a los de ese hombre y le iba a golpear hasta sorprenderlo de dolor. ¿Cómo era posible que ese xxxxx no me quisiera? Mi mamá me lo presentó de manera fugaz y cortante: “Salúdalo. Va a ser tu papá”. No tenía mucha idea de lo que era eso, pero no me gustaba.
“Vamos chileno, dame uno acá, en la boca, chileno, a ver si puedes, chileno”. Mi padrastro me llamaba así durante las lecciones de boxeo en el patio de la casa. La calle Calama está bautizada así en honor a una ciudad en el norte de Chile, país que mi padrastro aseguraba haber visitado muchas veces, “cuando estaba en las peleas de gallos”. Mi padrastro no era un hombre viejo, pero se había jubilado de todas las ocupaciones posibles: había sido gallero, boxeador, guía de la selva y, en los ratos libres, contador. Creo que le llevaba la contabilidad a la familia de mi madre, pero no estoy seguro de que así se hubieran conocido. Yo me imaginaba que el seudónimo lo había sacado de la calle Calama; y la verdad, no me disgustaba. Era un nom de guerre que alguna vez se iba a imponer en el minúsculo patio e iba a terminar por noquearlo.
La primera vez que noqueé a alguien, sin embargo, no fue a él, sino a un muchacho de mi edad, un chico de apellido alemán cuya cara colorina recuerdo más que su nombre de pila. Venía de Guayaquil y le gustaba, por lo tanto, el Barcelona; yo, como la mayoría de mis compañeros en el Mariscal Sucre a esa edad, vivíamos y moríamos por Liga Deportiva Universitaria. Debe haber sido luego de algún partido en que los goleamos en el Atahualpa que comencé a molestarlo, y él reaccionó violento, rojo, iracundo: “bastardo de mierda, a tu mamá se la cogieron sin preguntarle”. Yo no sabía lo que quería decir “bastardo”, pero mi mamá estaba involucrada en la oración, que no había sido proferida con un tono de voz que me agradase. Sin tener totalmente claro por qué, me paré frente a él, conservé el equilibrio, giré la cintura y lo golpée con los nudillos, para provocar el máximo daño. Pese a que con mi padrastro seguía todas estas reglas, nunca, jamás, había conseguido ni siquiera hacer que se sobase la cara: mis golpes de niño eran un juego para él. Sin embargo, esta vez alguien de mi edad yacía inconsciente en el suelo, con la mirada en blanco y la respiración entrecortada.
Aprendí dos cosas esa mañana en el Mariscal Sucre. Que cuando a uno lo atacan, hay que defenderse, y que no saber quién diablos era mi papá era algo importante, que me diferenciaba de mis amigos y me dejaba solo, en una esquina del patio, contando piedras o arañas. Mi padrastro se rió: “pregúntale a tu madre qué significa bastardo”.
“¿Escuchaste algo de un huracán?” La voz de Mey me despierta. La sombra que antes me protegía tan bien la cabeza está ahora en mis pies. Se ha puesto la parte de arriba del bikini. Me levanto sobresaltado. Siempre que me despiertan me pasa lo mismo. A mis ex mujeres las volvía locas. Cualquier despertador, incluso una caricia, es en mi sueño una señal de alarma. Pero Mey no está mirando en mi dirección. Uno de los tipos de la recepción del hotel se acerca a nosotros.
-A los del lado les dijo algo en inglés. Hurricane, dijo, estoy segura.
-Hurricane eres tú en la cama, mi amor. Esta mañana ya veía que llamaban a la policía.
-No es gracioso -dice.
Tengo sed. Es casi mediodía y no queda casi nadie en la playaEste lugar deshidrata y da hambre. Pienso echarme en la piscina, dar unas diez vueltas, en serio, luego ir al gimnasio un rato. Somos distintos Mey y yo. En los momentos en que he estado en el gimnasio, ella encarga chocolates a la habitación y se los come todos.
-Good morning, sir -dice el muchacho del hotel.
-Buenos días -le responde, molesta, Mey.
-Buenos días, discúlpeme usted. No es para preocuparse demasiado, pero el guardacostas está pronosticando una tormenta para la tarde.
-¿Un huracán? -pregunta Mey.
El muchacho suspira, complicado.
-Ahorita no saben bien. Están monitoreando. Hasta el momento es una tormenta tropical de las fuertes. Pero usted ya sabe cómo son estas cosas. Puede moverse para Veracruz o Cuba. O puede amainar y ser una simple lluviecita.
-¿Y qué tenemos que hacer?
-Por lo pronto, yo les recomendaría que se quedaran en el hotel. Uno nunca sabe, ¿no?
El muchacho sonríe y sigue en busca de los pocos pasajeros del hotel que aún estamos en la playa. El cielo es azul y exagerado, y el Caribe se ve exageradamente transparente, como esos ridículos tonos apastelados con que les gusta decorar Miami. Salto. Mey me está acariciando la espalda.
-¿Tienes alguna idea de lo que podemos hacer mientras esperamos? -me pregunta.
Tengo. Volvería a hacerle el amor a la habitación. Por mí, podría quedarme con ella en el cuarto durante las próximas veinticuatro horas.
Estoy rendido y con sed y con arena en el culo. Mey ha ido al baño. En el camino abrió las cortinas con fuerza, enojada. Yo me estiro y aunque estoy cansado, me pongo el traje de baño; la luz del día me obliga a levantarme. Salgo a la terraza y observo el mar. A lo lejos veo unas nubes oscuras que aún no se deciden ser huracán o tormenta tropical. Mey sale con el pelo recogido en un moño, pareo y bikini. Me mira desafiante.
-Quiero ir a Tulum –dice.
-¿No escuchaste al tipo en la playa?
Ella cruza los brazos y frunce el ceño y me observa con sus grandes ojos negros. Se ve preciosa. Este es el momento sin retorno de nuestra relación. Sé que si la peleo, si la gano, si nos quedamos acá, en el hotel, quiere decir que puedo vivir con ella, y que Mey podría seguir muchos años conmigo. Pero no quiero cruzar ese punto. Quiero que haya retorno. Quiero, un día, dejarla, y quiero dejarla porque me manipula, porque le temo. Quiero que todos mis actos sean razonables y lógicos.
-No me voy a quedar acá, aburrida.
-Sé qué hacer para entretenerte.
Mey camina hacia la ventana.
-Mira qué día hermoso. Mira qué luz preciosa. Estamos tan cerca de Cuba –dice.
Entiendo el mensaje y suspiro. Me ha ganado, la he dejado ganarme. Finjo pereza, un poco de rabia y en silencio me doy una ducha rápida que me saca la arena y me devuelve nuevo, desafiante, ganador. Estoy en el limbo entre la derrota y la gloria, en que dejo ir a Mey y no le doy ninguna oportunidad. Estoy viejo y acabado, pienso, y en todos los sentidos de la palabra soy un bastardo. Me estoy perdiendo, sé, una oportunidad más de significar algo para alguien, de ser recordado con cariño.
No estoy seguro de querer ser recordado. Nunca mi cuenta corriente, en todos estos años en Nueva York, ha servido para incrementar la de un shrink; el Mariscal Sucre y las cebicherías y los nudillos de mi padrastro dejaron esa impronta en mí, la de resolver mis problemas solo o vivir con ellos e ignorarlos. Mientras el agua caliente cae sobre mí, y un viento tibio empieza a soplar con fuerza fuera del hotel, y una mujer me espera, iracunda, tomo la decisión de dejarla.
Estoy listo para salir. Con un gorro ridículo de exploradora en su cabeza, Mey ha perdido por lo menos quince años. Me río solo. ¿Esta es la muchacha de Camagüey que desafió a Raúl Castro? ¿La que intentó sacudir del cabello a esa vieja capitalista, la revolución cubana de Raúl Castro y de Silvio Rodríguez?
-¿Se puede saber de qué tú te ríes? –me pregunta, enojada.
-De nada.
-¿Tienes la tarjeta de la puerta?
-La tengo, Mey.
-Vamos entonces.
-Vamos.
Mientras caminamos por el pasillo rumbo al ascensor recuerdo el intento de sermón que me dio Mark en el One del pier 14. Almorzábamos poco afuera de la oficina, y Mark tenía estos cargos de consciencia cuando debía reprender a alguien de su equipo. Los solucionaba pagando él la cuenta. Yo sabía que no se veía bien, tener sexo con ella cuando los signos de la electricidad en sus tetas y vagina aún no se desvanecían. “Espero que valga la pena”, suspiró Mark, incapaz, finalmente, de reprenderme o convencerme de abandonarla. “Espero que estés pensando con el cerebro y no con el pene”.
Lo siento, Mark, I was thinking with the dick. Cuando se trata de mujeres no puedo usar el cerebro. Por el bien de Human Rights Watch esperaba que Mey nunca más volviera a poner bombas en discotecas llenas de turistas; no podía hacer más que eso: esperar, confiar, cruzar los dedos y hacerle el amor lo más posible antes de que se aburriera. Es verdad lo que decía Silvio Rodríguez esa vez que nos citó a las Naciones Unidas. Cantaba mejor de lo que llevaba las relaciones exteriores, pero esa vez sí tenía razón. Todas las confesiones que los torturadores en Camagüey no lograron las logré yo, amándola dulcemente en Nueva York; yo sabía que Mey me mentía en la cárcel, cuando la visitaba y le llevaba poesía de Humberto Cardenal y, de contrabando, libros de Pedro Juan Gutiérrez, con los que después medio se moría de la risa y medio se masturbaba. Ah, Mey, tan quieta, indefensa, desnuda en mi departamento luego de que por fin Raúl Castro, gracias a Mark y a mí accedió a darle el permiso de salida de Cuba. “A Fidel se lo comió Miami, pese a que nunca puso un pie allí”, me decía Mey en esas primeras, intensas semanas de hacer el amor en Nueva York, cuando yo llegaba a la oficina ojeroso y con sueño. “Fue como un jonrón, Aníbal”, me explicaba. “Yo era la bola. Fidel haciéndose cada vez más viejo y burgués, y luego los colombianos enemistándose con Raúl y exportando la nueva revolución, la del viejo Tirofijo, a Vedado y Siboney: yo fui la bola que le fracturó la nariz a mi país”. La primera vez que fui a verla, cuando no teníamos ninguna esperanza de sacarla viva de Camagüey, me coqueteó a los cinco minutos. Me la imaginé así, igual que ahora, en algún lugar del Caribe distinto de Cuba.
El ascensor llega con un sonido metálico. Bajamos en silencio, atentos a la pantalla que repite el descendiente orden de los pisos en español e inglés. En la recepción el conserje nos advierte que no salgamos porque la tormenta se va a venir con todo, que han contratado una orquesta de mariachis para que los pasajeros se entretengan mientras la naturaleza se ensaña con Cancún. Mey ni siquiera se detiene; avanza decidida hasta el estacionamiento, se sube al coche y nos largamos hacia Tulúm.
-Dime, Aníbal. ¿Quién eres?
Tiene el aire acondicionado a toda potencia y conduce tan fuerte como este auto, un Toyota económico, le permite. Ha fumado siete cigarrillos.
-¿Qué quieres decir? –le pregunto.
-Lo que escuchaste. Quiero saber quién eres.
La carretera está vacía y los pocos peatones que encontramos, unos guajiros que se sostienen los sombreros para que el viento no se los vuele, nos miran como si estuviéramos locos. Caen unas gotas pequeñas pero punzantes en el parabrisas. Quizás sea éste el momento justo para volver al hotel, pienso con algo de miedo.
-Creo que hay que volver al hotel –digo, juicioso, señalando las gotas que se hacen cada vez más gruesas y, sobre todo, la larga hilera de automóviles que va en sentido opuesto al nuestro.
Mey enciende un cigarro. Odio cuando hace eso. A veces, en el Village, en mi departamento, lo hacía cuando yo no estaba. Nada mataba más el sexo que ese olor rancio. Demasiado tiempo en Estados Unidos, supongo, me tiene así.
-No –dice, segura-. No vamos a volver al hotel. Vamos a instalarnos en Tulum y mirar el mar. Y me vas a contar, de una vez por todas, sobre tu vida. No todo va a ser sexo en esta relación, Aníbal.
¿Por qué no? Pasé demasiado tiempo procurando para los otros. ¿Por qué hasta una revolucionaria cubana, filo FARC y ponebombas, quiere ver en el sexo la promesa distante del amor? Estoy por decirle todo eso, pero de pronto su rostro me da miedo. Tiene esa sonrisa omnipotente, la del condenado a muerte que espera la bala mientras confía en la justicia de su causa. Y vamos por la carretera mientras el viento arrecia.
-Hay algo esencialmente injusto en esta relación, Aníbal –insiste Mey-. Tú sabes todo de mí. Yo no sé nada de ti.
-Te lo puedo contar en el hotel, en el bar, junto a los mariachis.
-No. Me gusta esta tormenta. Me recuerda mi infancia.
-En el hotel puedes contarme sobre tu infancia.
-Yo no quiero contarte nada. Está todo en tus informes. Lo has leído mil doscientas veces.
Cruzo los brazos y asiento. Trato de controlar el sentimiento, pero es imposible. El miedo se mete en uno como agua.
-¿Sabes, Aníbal? A veces pienso que si yo hubiera sido tú, no habría luchado tanto por sacarme de la cárcel.
-Todo hombre tiene derecho a ser persona.
-¿Y toda mujer?
-También.
-Yo no tengo derecho –sentencia Mey-. Yo volé una discoteca llena de turistas en Cayo Coco. Ciento ocho muertos, treinta heridos. ¿Te parece poco?
-Me parece –digo, sin estar muy convencido- que es una etapa de tu vida que ya está atrás.
-¿Tú crees?
Mey detiene el coche. Algunas palmeras se agitan con el viento. El cielo se ha cubierto y a lo lejos, pero más cerca que hace unos instantes, unas nubes negras se ciernen amenazadoras sobre la costa yucateca. Desde donde estamos no alcanzamos a ver las pirámides ni el mar.
-Hay que ser muy pendejo para enamorarse de mí –dice mientras enciende otro cigarro-. ¿Alguna vez, mientras me estás templando, se te pasan por la cabeza todos esos muertos? A veces, cuando estás trabajando, y voy al cine o al supermercado para hacer tiempo, para que regreses al departamento, y estoy en el metro, miro las caras de esos gringos, y me pregunto si acaso no será que la madre de alguno de esos muchachos o muchachas muertos, va en el mismo vagón que yo.
Suspiro. Suspiro hondo y sin querer cojo gran parte del humo del cigarro de Mey. Quiero que el momento pase rápido, y en un intento ridículo de lograrlo, digo:
-Pero tú pagaste de sobra. Te trataron como un animal en la cárcel. Qué digo. Peor que un animal. No necesito recordarte todo lo que argumentamos, en Cuba y en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
-A veces trato de convencerme de eso. De que esto es como los bancos, que hay un dinero depositado, un robo y que si el ladrón devuelve el dinero, todo está bien.
-Qué estás diciendo.
-A veces pienso que estuvo bien que me dejaran medio muerta, que me torturaran.
Bajo la ventana para que salga el olor a humo, pero es peor. Miles de gotas de agua, que vienen de todas las direcciones, se echan sobre mí y me empapan. Mey habla sin mirarme, como su pudiera ver el mar que se esconde detrás de la tormenta. Algunas palmeras frente a nosotros se doblan en ángulos surrealistas.
-Y después –continúa Mey- miro a mi alrededor. Estoy en tu piso en Manhattan y miro el Bang & Olufsen en la pared y todas esas cosas modernas y japonesas y minimalistas que tienes, y tus fotos, y pienso, vaya, carajo, mi vida es tan pequeña al lado de esta otra vida, de cualquier vida, ¿por qué alguien se molestaría tanto en mí? ¿Por qué creer en mí si ni yo misma lo hago? Soy buena para la cama, sin falsa modestia, mi amor, pero no es para tanto. ¿Por qué? Hay tantas cosas que no sé. Tantas cosas que quiero saber.
-¿Qué quieres saber? –le pregunto a Mey, y me arrepiento al segundo siguiente.
4 comentarios:
Muy interesante...como cruzas el fútbol con el relato.
Te invitamos a leer y escucharnos en la 102.5 FM Radio U. de Chile todos los dias de 14 a 15 hrs. o leer nuestro Blog
www.los11titulares.blogspot.comUn saludo,
Muy buen primer capítulo. Lo imprimí y leí durante el almuerzo. Me dejó metido. No te tomes tres años para publicarla.
Si va a llevar ese título, es obvio que se centrará en el narrador y probablemente su rollo como bastardo. El problema es que después de lo que leí, también quiero saber más de la cubana que pone bombas.
Y de bonus, una crítica sin la menor autoridad para hacerla:
El pasaje final en que el tipo le dice a la cubana que pagó "de sobra" me parece que, valga la redundancia, sobra. Ya sabemos que él tabaja para Human Rights Watch y que ella estuvo en la cárcel. Repetirlo parece un poco forzado, como esos diálogos que simplemente sirven para recapitular cosas y que se usan mucho en las series de televisión con continuidad.
En fin, sorry por la lata.
Me gustó mucho: intriga, se cree y se lee con mucha fluidez.
Imagino que es larga y ambiciosa, con muchos personajes, épocas y países. Una "Conversación en la Catedral" del Golfo de México. Imagino que por eso le escribirás en tres años. Pero si no, si es sólo la historia de ellos dos, trata de apurarte y sacarla antes.
el texto, claro, debe leerse impreso. otra cosa, los chilotes -según mis contactos- no quieren puente, sino un hospital y un buen aeropuerto.
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