Me embarqué en una novela. Es histórica; la época es la de la guerra de independencia. Se trata de un tipo muy malo que intenta ser feliz. Tiene, creo, un muy buen título al menos, pero me lo reservo hasta la publicación en papel. Para seguir con la tradición, aquí va el primer capítulo, o más bien la introducción... hasta ahora
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Ciudad de Nueva York. EE.UU. de América.
Octubre de 1879.
Esta es, hasta donde he podido saber, la historia de mi padre, Santiago Salvatierra, capitán de milicias del Ejército de su majestad Fernando VII: esposo y hermano. Asesino de cientos, además.
Sus correrías militares en las campañas que culminaron con la independencia del reino de Chile han sido documentadas hasta el cansancio. Se sabe que la historia la escriben los vencedores. Mi padre, desde su modesto sitial en el bando derrotado, no tuvo interés en reivindicar su figura para la posteridad. Simplemente dejó que las letras de oro fueran de otros, que los libros de historia se rindieran a los pies de sus enemigos, que Diego Barros Arana pusiera la corona de laurel sobre las sienes blancas de los O’Higgins y los San Martín: ilustres muertos que en vida temieron a mi padre más que a sus sombras y al día de sus muertes.
Sin embargo, no quiero, desde esta húmeda ciudad llena de luces, barcos y prostitutas, ser el encargado de reivindicar la memoria de mi padre. No niego que me gustaría decir: “Otros mataron tanto como él, pero por el bien de la nación, la historia los ha olvidado. Qué injusticia: ¿Por qué no se ha tenido la misma consideración con su memoria?”. No puedo, empero, sostener algo así. No solamente porque soy ya un anciano, poco amigo de las emociones, sino porque no es cierto: mi padre, Santiago Salvatierra, fue, efectivamente, el más grande asesino de la guerra de la independencia. “El fierro del rey”, lo llamaban en la cúspide de su demencial carrera militar.
Quiero, antes de continuar, decir que hoy he conocido, en la oficina del señor Alva Edison, la luz eléctrica. Se trata de un artefacto pequeño y sobrecogedor, un sol hecho a la medida de los hombres. Creo que hay, efectivamente, y pese a mis peores pronósticos, sueños y esperanzas para la humanidad. Tal vez, tal vez, el siglo XIX cumpla al fin y al cabo su promesa de acabar para siempre con la sed de sangre, y traer felicidad a este mundo.
Mientras miraba el bulbo incandescente, y ponía mis manos para sentir el calor, y a través de la naranja piel, en los extremos de los dedos, podía contemplar la silueta de mis viejos huesos, pensé que el pasado se iba, se caía como una pesada capa que he cargado sobre mí desde una lejana noche de 1832, cuando enfrenté a mi padre y a sus crímenes. Soy un nuevo hombre, pensé. “A new man, mister Alva Edison”, le dije.
“A new man indeed, mister Salvatierra”, respondió él pensando que me refería a las posibilidades maravillosas que implica su invención.
Pero al salir a la calle la sensación de optimismo se había esfumado, tal como la sorprendente hebra de bambú del señor Alva Edison, que atrapada en el imposible vacío de vidrio no tardaría en apagarse unas horas después. Caminé bajo la llovizna por la Tercera Avenida, intentando proteger mi sombrero de las ráfagas de viento que salían desde el río del Este, en cada esquina, en cada calle. Conseguí a duras penas llegar a mi cuarto en el Greenwich Village y me eché en mi modesta cama. Hay una nueva araña en el techo.
Ojalá pudiéramos dejar el pasado atrás. Ojalá pudiéramos partir de cero. Pero es imposible. Amé a ese asesino y él me amó de vuelta, y lo extraño, aún hoy, cuando soy un hombre de más de setenta años. Las acciones de mi padre no merecen perdón, tampoco olvido, pero quién soy yo para perdonar u olvidar. Un viejo chileno muriendo en la ciudad de Nueva York, mientras piensa en una tierra y una época que ya no volverán.
No me he reproducido, ¿saben? Y es difícil que lo haga a estas alturas. Tuve una mujer, una buena mujer, que murió en una noche de granizo hace muchos años, y que solo en su lecho de muerte me comentó que echaba de menos los hijos que no tuvimos. ¿La amé, no la amé? Vi su rostro pálido, no muy diferente de cualquier noche o cualquier mañana. Era la primera vez que veía a alguien muerto y no sentí nada. Éramos nosotros solos en Nueva York y no me convencí de que estaba muerta hasta que vi el ataúd cubrirse de tierra días después en un cementerio barato de Queens. No lloré. Simplemente deseé ocupar luego ese mismo privilegiado sitial. Aún aguardo.
Salvo la página y media de mitología carnicera y chismografía barata que Barros Arana le dedica en su monumental “Historia de Chile”, conmigo se irá probablemente el último recuerdo de Santiago Salvatierra sobre este mundo. Es cosa de meses, a lo más un año, uno y medio. Creo que será en el invierno: otro invierno más y sanseacabó. Ahora que he visto la iluminación incandescente creo que puedo irme sin hacer demasiado escándalo: no salgo mucho del cuarto, las discusiones de los poetas en los cafés, la basura en la calle, no me atrae mucho. Si me voy como creo que me voy a ir, la señora Murray, la casera, tendrá que soportar uno o dos días de desbarajuste –mal olor, policías, trámites– cuando me encuentren, pero eso será todo, nada que una eficiente rentista no pueda solucionar.
Pero tal vez esta nueva luz que se derramará por el planeta no baste. Qué digo “tal vez”. No, no bastará. Será insuficiente, a pesar de todas las buenas intenciones de Alva Edison. Vendrán nuevos reyezuelos y nuevos revolucionarios con ambición y cinismo, la tierra será la misma y todos la querrán. Y entonces pienso si mi historia, la historia de mi padre… y luego me convenzo de que no, de que no cambia nada, de que contarla antes de que se vaya conmigo es solo una ceremonia para una sola persona: yo. Frente al espejo manchado y roto, esta cara arrugada y fea, entonces, contará cómo el asesino llegó a ser feliz y amado. No sé si así lo salvaré. Probablemente no. Pero si lo hago, también sus víctimas, aunque sea por unos pocos minutos en estas décadas insólitas y brillantes que las sucedieron, en este mundo de industrias y ferrocarriles, de acero y rascacielos, volverán a vivir.
3 comentarios:
Escribe pronto el segundo capítulo. Si la editorial implementa la venta en verde de libros, con esto ya me tienen por cliente.
Vaya, hombre, muchas gracias
Es realmente un muy buen comienzo.
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