El fanatismo por la "U", el equipo de mis amores, es un producto de los años sesenta. Con la aparición del "ballet azul", ese conjunto que en diez años ganó cinco campeonatos, y que era liderado por figuras como Carlos Campos, Rubén Marcos y Leonel Sánchez, que ya son parte del panteón azul , emergió un nuevo tipo de hincha. Equidistante del popular y obrero Colo-Colo, y del cerrado ABC1 de entonces representado por la UC, el partidario de la U provenía de la legión de gente relacionada de alguna forma con la entonces omnipresente y poderosa Universidad de Chile. Eran estudiantes, académicos y/o funcionarios de la universidad que se ponían con plata para el club de la manera en que hoy los mineros de Chuquicamata financian a Cobreloa.
A nivel simbólico la Universidad de Chile de entonces representaba el escaso pero eficiente método de ascenso social. "La Chile", una universidad pública y gratuita, monumental e influyente, acogía en su seno a pocos, pero no discriminaba más allá de exigir una educación secundaria completa y algunas competencias básicas para el ingreso. Por una matrícula que hoy sería considerada irrisoria, "La Chile" dio la oportunidad a miles de chilenos de pasar de ser más que sus padres. Fueron, gracias a esta institución profesionales hechos y derechos: abogados, médicos e ingenieros que dejaban sus pueblos y se establecían en Santiago, Concepción, Valparaíso o en el extranjero. En el pequeño país de entonces, "La Chile" era el sueño chileno.
Y la "U", su equipo de fútbol profesional, brillaba. Si no salía campeona, salía segunda. Si no salía segunda, jugaba mano a mano con el Santos de Pelé o conformaba la base de jugadores para que la selección saliera tercera en el mundo. Tenía los recursos y esos recursos eran, al final del día, del fisco, pero a nadie parecía importarle: casi todo el país era del fisco entonces.
En los setenta el país -como todos sabemos- cambió. La Universidad dejó de tener la importancia de antes y el ascenso social se ligó a dos entidades que, hasta entonces, sólo tenían que ver con los "porros" a los que no les "daba la cabeza": el ejército y la empresa privada. La Universidad vio, aferrada con los dientes a un universo que se desmembraba, como esos dos mundos fueron exitosos y permitieron, en una escala mayor que lo que la propia universidad había logrado, el ascenso social. El vínculo sentimental entre las personas y los equipos dejó de depender de factores extra futbolísticos y se centró solamente en la "eficacia" de las instituciones deportivas. Las odiseas de Cobreloa en la Copa Libertadores de comienzos de los ochenta (de igual a igual con el Flamengo de Zico y compañía, por ejemplo) y la obtención del máximo trofeo continental que logró Colo-Colo a comienzos de los noventa fueron factores que acarrearon multitudes de niños y jóvenes que no siguieron al equipo del padre. Con la excepción de Cobreloa, el ascenso instucional de los clubes de Santiago determinó la casi absoluta pérdida de fanáticos para los equipos de provincia. Después de que Everton de Viña del Mar se hiciese del título 76, tuvieron que pasar décadas para que un club que no fuera Cobreloa ni de Santiago ganara el campeonato (lo hizo Wanderers de Valparaíso el 2001).
Mientras el país cambiaba, la "U", el equipo, se sumergía en un letargo de 25 años sin obtener campeonato alguno. La Universidad de Chile fue intervenida por los militares, y el club cobijó a célebres funcionarios de Pinochet -el más ilustre de todos, el abogado y "fiscal antiterrorista" de la dictadura, Ambrosio Rodríguez, presidente de la Corfuch a fines de los ochenta-. Con planes elefantiásicos de construir un estadio, la "U" fue decayendo y la universidad se distanció totalmente del equipo de fútbol y lo apartó de su rama deportiva. Tenía demasiados problemas de caja como para estar financiando un equipo profesional... que no ganaba nada nunca.
Se creó entonces la "Corfuch", la "Corporación de Fútbol de la Universidad de Chile", que "de" la universidad no tenía nada más que el nombre. La democracia llegó y encontró a la "U" en la segunda división, y vio el advenimiento de una nueva barra que le hacía el peso a la "oficial" (en honor a la verdad, de "oficial" tuvo harto, pero no apoyó jamás a Ambrosio Rodríguez): eran "Los de Abajo", un grupo de fanáticos que se fogueó en los potreros y que importó la última moda rioplatense: ver el partido de pie y sin callarse nunca.
La revolución que comenzaron "Los de Abajo" (LDA) llegó a la dirigencia con la elección del doctor René Orozco como presidente de la Corfuch. Orozco, un médico nacido y criado en la universidad, que apoyó a Pinochet al principio pero que para comienzos de los noventa era un furibundo detractor del aún poderoso general y eterno candidato a recor, alcanzó el mando prometiendo una suerte de regreso a la relación entre la universidad y el club. Era cierto que legalmente la Corfuch no era parte de la Universidad de Chile, pero ¿qué mejor que un candidato a rector para dirigirla?
Con un tezón y porfía formidables, Orozco confió el proyecto deportivo a un viejo conocido: Arturo Salah, un ingeniero químico que fue dueño de la punta izquierda del ataque azul durante los ochenta. Salah sentó las bases deportivas para lo que vino después de la mano de Jorge Socías (el eterno "8" ochentero) y el argentino Miguel Angel Russo: los títulos del 94, 95, la semifinal de la libertadores 96 y el bicampeonato de 1999 y 2000 (sorprendentemente, el paso de la U a la segunda división fue encabezado por el hoy popular y exitosísimo Manuel Pellegrini, que entonces hacía sus primeras armas como técnico. En sus años de jugador -defensa central- la barra lo molestaba con el sobrenombre de "Peligrosini"). Además, el semillero de esa U encontró y formó a quien es quizás el centrodelantero más grande que ha tenido el fútbol chileno: Marcelo Salas.
Los triunfos de la U noventera y la figura de Salas que jugaba en Argentina y en Italia actuaron igual que antes lo hicieron las proezas de Colo Colo, la UC y Cobreloa. Muchos nuevos hinchas, mucha plata nueva, mucha ambición. Orozco manejó el timón con mano de hierro, con una conducción autoritaria en que toda rebelión era aplastada. Forjó también una sólida relación con Los de Abajo, relación que sirvió para darle al presidente de la Corfuch una suerte de guardia de corps (o más bien tontons macoutes) forjada en la entrega de, al menos, entradas para los partidos y otras prebendas.
Los De Abajo no eran los hinchas de antes, ciertamente, que sacaban pañuelos blancos para celebrar los goles. LDA funcionaban también fuera del estadio y en los días de semana. Entregaban identidad a jóvenes de todos los sectores, especialmente a aquellos en riesgo social. La relación entre LDA y la vida lumpen no se hizo esperar. Los enfrentamientos con la Garra Blanca (la barra brava de Colo-Colo, el eterno rival) fueron muchos y llegaron a la sangre. Los De Abajo se transformaron en algo paralelo o que incluso superaba a la propia "U", y lo que antes era una fidelidad abstracta a un equipo de fútbol, se transformó en obligaciones y códigos de honor pandillescos.
Orozco trató de disminuir la tendencia delictual de Los de Abajo con programas de inserción social como la Escuela Libre, pero a la vez el club traspasaba dinero y otras prebendas a dirigentes de LDA que asumieron su rol como un empleo y no como un hobby y que no abandonaron la violencia. El presidente de la U fue acusado siempre de mirar para el otro lado cuando había problemas policiales. La mayor parte del tiempo, los dirigentes de LDA eran "muchachos desorientados" para él.
El club volvía a estar entre los grandes. "Grande como fue el ballet", cantaban Los de Abajo. Pero "como fue el ballet" solamente en las canchas, porque la vieja estructura mítica de la U se había perdido para siempre. El equipo que representaba el sueño del profesional que se iguala a los viejos dueños del país a través de la mancomunión del apoyo del fisco y su esfuerzo personal, en los noventa era simplemente un lindo recuerdo o derechamente un despropósito. "Los de Abajo" reverenciaban una estructura mítica de guerra y de piedras, de afirmación de poder dentro del gueto: un conflicto gangsteril con cuchillos y violencia que buscaba establecer "quien es más hombre" o "de quien es esta esquina". La U antes reflejaba a la sociedad civil que luchaba por sobrevivir. Con Los de Abajo reflejaba al presidiario que lucha porque no lo maten.
El relato mítico que tuvo la U en los sesenta ya no estaba ahí: estaba, en rigor, en la Católica, el equipo que, bajo el ala de la universidad homónima, ganaba pocos títulos pero mantenía una imagen de orden y eficiencia dentro del caos de los ochenta y noventa. Y la Universidad Católica misma también había cambiado: ya no era el feudo de los hijos de los latifundistas, ni la pechoña defensora de la Iglesia Católica ante los embates masones, sino una institución que captaba según meritocracia. ¿Iban a ella los hijos de los pinochetistas? Sí, pero al final del día eso poco importó. Era cara, sí, muy cara, pero valía la pena pagar por educarse allí. Las familias doblaron el esfuerzo y si al hijo o hija "le daba", lo enviaron a estudiar allá, donde no había huelgas ni paros y la gente "estudiaba de verdad". La "Cato", con su estadio pegado a la cordillera, como si quisiera escaparse de una ciudad en la que imperaba el caos, transmitía un mensaje fuerte pero claro: no somos picantes, no queremos serlo, únanse a nosotros. Podemos empezar a construir desde cero un país que ignore el desorden en el que vivimos cuando estamos más abajo del Apumanque.
La escandalosa quiebra de la "U" ha sido la gota que rebalsó el vaso en la relación con la Universidad. ¿Lo es? Me da la impresión de que la Universidad de Chile aún tiene este relato de sí misma que era válido en los sesenta, pero no lo es hoy. Sin embargo, ha actuado de una manera totalmente indiferente durante las últimas décadas con respecto al destino del club que lleva su nombre pero que "no tiene nada que ver con ella". Mi impresión es que, en estricto rigor, "la U" es hoy, en términos semiológicos, un equipo más. Sus variantes simbólicas tienen más que ver con el lumpen que con la sociedad civil que una vez representó. Sin embargo, la Universidad de Chile tampoco es lo que fue. Hoy el ascenso social no se da solo a través de ella: es más, ella exige los mismos requisitos de ingreso -monetarios- que todas las otras. No me da a estas alturas para ser hincha de la UC, voy a seguir fiel a la U hasta que me muera y espero que me entierren con la bandera sobre el ataúd. Pero mis anclas con la U hoy tienen que ver con la nostalgia. La "U" no representa nada vivo hoy, salvo su propia y egoísta circunstancia. Un nombre como "Los de Abajo" sería mucho más apropiado a la realidad.
Escritor, periodista. "Nuestro Terremoto", el 27/F en la empresa Arauco. "¡Independencia!", siete crónicas históricas de la revolución que nos parió. Ambos en venta en librerías.
20060826
20060824
We do need an education
Los días en que Pink floyd se quejaba de que el sistema escolar formaba solo ladrillos en la pared son cosa del pasado. Es cierto que alguna vez fue así: los ingleses tenían una suerte de sistema de cuotas: tanta cantidad de estudiantes "podían" sacarse la nota máxima, tanta cantidad la que seguía, etcétera. El resultado de este sistema fue un cuatro por ciento de trasvasije de la educación secundaria a la universidad. Hoy esa cifra está en el 43 por ciento.
El Guardian trae una nota sobre la polémica que se ha instalado en Inglaterra con respecto al tema de si los jóvenes están teniendo más exito académico porque las pruebas que les toman se han hecho más fáciles, o no.El gobierno ha desestimado las críticas. Las ha calificado de "elitistas" y ha dicho que en esta época el conocimiento fluye por todas partes: es la diferencia entre correr en una pista antigua, de ceniza, y una moderna. De todas maneras el corredor actual tendrá un desempeño mejor gracias a la pista.
El Guardian trae una nota sobre la polémica que se ha instalado en Inglaterra con respecto al tema de si los jóvenes están teniendo más exito académico porque las pruebas que les toman se han hecho más fáciles, o no.El gobierno ha desestimado las críticas. Las ha calificado de "elitistas" y ha dicho que en esta época el conocimiento fluye por todas partes: es la diferencia entre correr en una pista antigua, de ceniza, y una moderna. De todas maneras el corredor actual tendrá un desempeño mejor gracias a la pista.
20060810
El clon
El martes el tema de la clonación humana en Chile llegó a la portada de los principales diarios: el Senado descartó una indicación presidencial que venía desde la época de Lagos en la que explícitamente se dejaba fuera de la ley que se está discutiendo sobre Genoma y Clonación humana todo lo que tenía que ver con fertilización asistida. El senado archivó esta moción porque, estimaron los honorables, es obvio que la fertilización asistida está permitida.
El proyecto hasta el momento se llama "sobre investigación científica en el ser humano, su genoma, y que prohibe la clonación humana". Para la cantidad de ciencia que se hace en Chile, pensé con cierta ironía desinformada, qué "bueno" que los honorables anden pensando en cómo prohibir la poca ciencia que se hace.
Bueno, me informé. La discusión en torno al proyecto de ley se puede seguir en el buscador de proyectos de ley de la biblioteca del congreso.
OK, este es el debate.
1. Hace rato que los doctores "Mortis" se acabaron. Desde que el tribunal de Nuremberg enjuició a los jerarcas nazis que experimentaron con seres humanos, el derecho internacional se ha ocupado -o al menos han existido los precedentes- de normar en algo el asunto. A estas alturas, las normas son de sentido común, pero no lo eran en cuando en el 46 el Código de Nuremberg hizo la diferencia entre la experimentación legal e ilegal en humanos, o cuando la declaración de Helsinki hizo recomendaciones para guiar a los médicos.
Estas declaraciones verbalizan puntos como que la experimentación en humanos debe ser informada y que el humano tiene que estar de acuerdo, y que tiene que perseguir avances para el bien común (no puede ser "porque sí").
2. Cuando la ciencia puso sus ojos en la investigación del genoma humano -es decir, toda la información hereditaria de un organismo que está codificada en el DNA-, se abrió un nuevo campo de lucha entre distintas visiones sobre lo que significa "experimentar" y "seres humanos". El proyecto del Genoma Humano (financiado con fondos públicos internacionales) y el proyecto Celera (privado) se han dedicado a identificar los algo así como tres mil millones de nucleótidos (unidades estructurales del DNA) presentes en el genoma humano. Al menos el proyecto público ha costado algo así como un dolar por cada nucleótido.
En abril de 2003, ambos proyectos anunciaron que tenían casi el cien por ciento del trabajo completo. Desde luego, la intención de Celera era poder patentar lo que descubriera, pero en 2000 el gobierno del presidente Clinton prohibió patentar el genoma humano. Un agrio debate recorrió toda la historia de los esfuerzos de Celera: desde el tipo de método de investigación que usaron hasta el proceso de compartir los datos con su contraparte.
3. El conocimiento acumulado ha llegado al punto de que sea factible crear clones humanos. La técnica más famosa para hacer esto es como sigue: se toma un huevo humano, se le extrae el nucleo, y se le inserta el material genético que se desea replicar. En teoría, eso implica la creación de un ser humano nuevo idéntico al donante del material genético a la manera que dos gemelos idénticos son iguales. Después de varias estafas internacionales -la más famosa de ellas la de la secta raeliana, a través de la corporación Clonaid, que en 2002 anunció haber clonado con éxito un ser humano-, en 2004 un grupo de cinetíficos de la universidad de Seúl anunció que había tenido éxito con treinta intentos de clonación humana, y que a la semana de vida, los embriones fueron "cosechados" para obtener células madre (para, de una manera similar a la "creación" de humanos, crear, a partir de esas células, tejidos u órganos nuevos para tratar distintas enfermedades). Sin embargo, en 2005 se descubrió que esto también era una estafa.
3. Chile. En 1997, cuando el proyecto de ley se lanzó, varios científicos fueron invitados a la comisión de salud del senado a dar a conocer su punto de vista. El proyecto estab bastante en pañales (chequear la primera entrada de "tramitación" del proyecto en la biblioteca del congreso): de partida, no distinguía entre la colonación DE seres humanos (a lo "coreano") y la clonación "en" seres humanos -clonar, por ejemplo, una retina para reemplazar la defectuosa.
Por lo que se entiende de la discusión que hubo, en Chile hay dos grandes visiones respecto del tema. Nadie discute que la clonación tipo secta raeliana debe prohibirse. Pero eso es todo en lo que están de acuerdo y el asunto es más complejo.
El doctor Alejandro Serani, del Centro de Bioética de la Universidad Católica, cuestionó también el uso de ciertas técnicas de reproducción asistida llamadas "heterólogas" -aquellas que implican un donante anónimo, ya sea de espermios o de óvulos. "Las cuestiones de fondo, desde el punto de vista ético", dijo Serani a los honorables, "no son muy distintas que aquellas que se sustentan en el caso de la reproducción asistida".
Los científicos de la Universidad de Chile, por otra parte, fueron más "liberales", por decirlo de un modo caricaturesco. Carlos Valenzuela dijo que si es por no alterar el genoma, este YA se ha alterado en la población debido a los avances de la medicina: los hemofílicos antes no llegaban a edad de reproducirse, hoy sí; esto significa que la mitad de sus nietos varones tendrán la enfermedad. "La única medicina verdaderamente preventiva", dijo Valenzuela a los honorables, "es la terapia génica de células germinales junto con la de las células somáticas del portador de una enfermedad genética". O sea, la clonación "en" humanos. De hecho, dijo, en Chile hace rato que se hace "la unión híbrida de gametos humanos con animales". Los gametos (los óvulos) son células humanas, dijo, no seres humanos.
¿Se entiende?
El punto es que el proyecto de ley, como va a salir, sepulta el uso de células madre -que ha sido motivo de un largo debate en Estados Unidos- que se obtienen a partir de embriones; y establece castigos para el que "el que clonare o iniciare un proceso de clonar seres humanos y el que realizare cualquier procedimiento eugenésico...", aunque sí se autoriza la terapia génica en células somáticas.
El tema es complejo, y se cruza básicamente con EL gran tema: ¿dónde empieza la vida humana? ¿Es tan "malo" que alguien tenga un clon, si ese cvlon lleva una vida digna, indiferenciada del resto de la especie (mal que mal, necesita un útero para los nueve primeros meses, igual que todos)?¿Es el embrión de una semana de vida un ser humano, y por lo tanto no se le puede destruir? ¿O es un montón de células que no se han diferenciado y que encierran muchas posibilidades de curar enfermedades hasta ahora incurables? ¿Y si no destruimos esas células, qué hacemos con ellas? Las congelamos, bueno. ¿Pero esa es una respuesta?
Puras preguntas, pocas respuestas.
El proyecto hasta el momento se llama "sobre investigación científica en el ser humano, su genoma, y que prohibe la clonación humana". Para la cantidad de ciencia que se hace en Chile, pensé con cierta ironía desinformada, qué "bueno" que los honorables anden pensando en cómo prohibir la poca ciencia que se hace.
Bueno, me informé. La discusión en torno al proyecto de ley se puede seguir en el buscador de proyectos de ley de la biblioteca del congreso.
OK, este es el debate.
1. Hace rato que los doctores "Mortis" se acabaron. Desde que el tribunal de Nuremberg enjuició a los jerarcas nazis que experimentaron con seres humanos, el derecho internacional se ha ocupado -o al menos han existido los precedentes- de normar en algo el asunto. A estas alturas, las normas son de sentido común, pero no lo eran en cuando en el 46 el Código de Nuremberg hizo la diferencia entre la experimentación legal e ilegal en humanos, o cuando la declaración de Helsinki hizo recomendaciones para guiar a los médicos.
Estas declaraciones verbalizan puntos como que la experimentación en humanos debe ser informada y que el humano tiene que estar de acuerdo, y que tiene que perseguir avances para el bien común (no puede ser "porque sí").
2. Cuando la ciencia puso sus ojos en la investigación del genoma humano -es decir, toda la información hereditaria de un organismo que está codificada en el DNA-, se abrió un nuevo campo de lucha entre distintas visiones sobre lo que significa "experimentar" y "seres humanos". El proyecto del Genoma Humano (financiado con fondos públicos internacionales) y el proyecto Celera (privado) se han dedicado a identificar los algo así como tres mil millones de nucleótidos (unidades estructurales del DNA) presentes en el genoma humano. Al menos el proyecto público ha costado algo así como un dolar por cada nucleótido.
En abril de 2003, ambos proyectos anunciaron que tenían casi el cien por ciento del trabajo completo. Desde luego, la intención de Celera era poder patentar lo que descubriera, pero en 2000 el gobierno del presidente Clinton prohibió patentar el genoma humano. Un agrio debate recorrió toda la historia de los esfuerzos de Celera: desde el tipo de método de investigación que usaron hasta el proceso de compartir los datos con su contraparte.
3. El conocimiento acumulado ha llegado al punto de que sea factible crear clones humanos. La técnica más famosa para hacer esto es como sigue: se toma un huevo humano, se le extrae el nucleo, y se le inserta el material genético que se desea replicar. En teoría, eso implica la creación de un ser humano nuevo idéntico al donante del material genético a la manera que dos gemelos idénticos son iguales. Después de varias estafas internacionales -la más famosa de ellas la de la secta raeliana, a través de la corporación Clonaid, que en 2002 anunció haber clonado con éxito un ser humano-, en 2004 un grupo de cinetíficos de la universidad de Seúl anunció que había tenido éxito con treinta intentos de clonación humana, y que a la semana de vida, los embriones fueron "cosechados" para obtener células madre (para, de una manera similar a la "creación" de humanos, crear, a partir de esas células, tejidos u órganos nuevos para tratar distintas enfermedades). Sin embargo, en 2005 se descubrió que esto también era una estafa.
3. Chile. En 1997, cuando el proyecto de ley se lanzó, varios científicos fueron invitados a la comisión de salud del senado a dar a conocer su punto de vista. El proyecto estab bastante en pañales (chequear la primera entrada de "tramitación" del proyecto en la biblioteca del congreso): de partida, no distinguía entre la colonación DE seres humanos (a lo "coreano") y la clonación "en" seres humanos -clonar, por ejemplo, una retina para reemplazar la defectuosa.
Por lo que se entiende de la discusión que hubo, en Chile hay dos grandes visiones respecto del tema. Nadie discute que la clonación tipo secta raeliana debe prohibirse. Pero eso es todo en lo que están de acuerdo y el asunto es más complejo.
El doctor Alejandro Serani, del Centro de Bioética de la Universidad Católica, cuestionó también el uso de ciertas técnicas de reproducción asistida llamadas "heterólogas" -aquellas que implican un donante anónimo, ya sea de espermios o de óvulos. "Las cuestiones de fondo, desde el punto de vista ético", dijo Serani a los honorables, "no son muy distintas que aquellas que se sustentan en el caso de la reproducción asistida".
Los científicos de la Universidad de Chile, por otra parte, fueron más "liberales", por decirlo de un modo caricaturesco. Carlos Valenzuela dijo que si es por no alterar el genoma, este YA se ha alterado en la población debido a los avances de la medicina: los hemofílicos antes no llegaban a edad de reproducirse, hoy sí; esto significa que la mitad de sus nietos varones tendrán la enfermedad. "La única medicina verdaderamente preventiva", dijo Valenzuela a los honorables, "es la terapia génica de células germinales junto con la de las células somáticas del portador de una enfermedad genética". O sea, la clonación "en" humanos. De hecho, dijo, en Chile hace rato que se hace "la unión híbrida de gametos humanos con animales". Los gametos (los óvulos) son células humanas, dijo, no seres humanos.
¿Se entiende?
El punto es que el proyecto de ley, como va a salir, sepulta el uso de células madre -que ha sido motivo de un largo debate en Estados Unidos- que se obtienen a partir de embriones; y establece castigos para el que "el que clonare o iniciare un proceso de clonar seres humanos y el que realizare cualquier procedimiento eugenésico...", aunque sí se autoriza la terapia génica en células somáticas.
El tema es complejo, y se cruza básicamente con EL gran tema: ¿dónde empieza la vida humana? ¿Es tan "malo" que alguien tenga un clon, si ese cvlon lleva una vida digna, indiferenciada del resto de la especie (mal que mal, necesita un útero para los nueve primeros meses, igual que todos)?¿Es el embrión de una semana de vida un ser humano, y por lo tanto no se le puede destruir? ¿O es un montón de células que no se han diferenciado y que encierran muchas posibilidades de curar enfermedades hasta ahora incurables? ¿Y si no destruimos esas células, qué hacemos con ellas? Las congelamos, bueno. ¿Pero esa es una respuesta?
Puras preguntas, pocas respuestas.
20060805
Hijo de P, capítulo 1
Muy bien, no será un cuento, pero es el primer capítulo de esa novela que creo que voy a escribir como en tres años más
Si es que.
Está escrito hace por lo menos... Dios mío, ¡cuatro! años.
_____
1
Cancún, Quintana Roo
México
Octubre de 2010
Los huracanes con nombre de mujer son los peores. No me gustan, y no porque les tema, sino porque no me gusta el Caribe, los trópicos. Lo que digo suena, es, ridículo. Estamos en el Caribe y Mey, que a su modo es también un huracán, se ha sacado la parte de arriba del bikini para tomar el sol. Su cuerpo tiene veinticinco años menos que el mío. Echada sobre la arena da un sorbo al cóctel de mango, uvas y licores inclasificables que el muchacho del hotel acaba de dejar, estira su largo cuello, se recoge el pelo azabache en un moño, despierta de la breve siesta con sus ojos pardos y grandes, y me contempla como si fuera un animal salido recién del agua. “No puedo creer que no te guste el Caribe”, me dice por quinta vez desde que le confesé que no me gusta el sol, ni la arena, ni la playa; se lo dije cuando enredados entre las sábanas el maldito sol de la costa maya entraba como un delincuente a la pieza, y me privaba de la noche y la oscuridad, las democráticas sombras que borran las diferencias entre mi cuerpo y el de ella. “Simplemente no puedo creerlo”, me dice Mey, y sonríe, y sus dientes blancos son unas pequeñas linternas que me encandilan. “Yo no entiendo nada”, y se echa para atrás y cierra los ojos, y el sol ilumina sus tetas morenas hasta casi dejarlas blancas, y unos muchachos que pasan junto a nosotros la miran, la saludan, siguen.
Tomo un poco de la arena de Cancún y dejo que se pierda entre mis dedos. Pienso: “todo lo que me rodea es falso”. El Estado mexicano construyó esta ciudad como construyó al PRI y a la virgen de Guadalupe y la matanza de Tlatelolco el sesenta y ocho. Los gringos que se emborrachan junto a la piscina no consumen alcohol en sus vidas reales; al contrario, los he visto, lo desprecian. Sólo acá, south of the border, pueden ser libres para no trabajar como bestias; la libertad los paraliza y aterra una vez que regresan a Cleveland, Buffalo, Jersey City. Mey tampoco es mi vida real: es un trozo que me he inventado por razones que no vale la pena contar en detalle, pero que tienen que ver con lo que sólo le pasa a los hombres de mi edad: el miedo a la soledad, a que no nos recuerden o a que nos rememoren con odio.
No, Mey (pienso pero no se lo digo porque no quiero despertarla), no me gusta el Caribe. Me echo de espaldas, siempre bajo el quitasol que ella, adicta a la luz, desprecia, y me descubro traicionando mis principios: la arena está calientísima, cómoda, el sonido del mar me relaja y hasta es posible que me quede dormido. Pero si lo hago, Mey, voy a soñar con frío, con las mañanas quiteñas, con la Avenida Amazonas, con la actitud que ella, apropiadamente, ha bautizado tight-ass, y de la que se ha reído casi todos estos días y que a mí aún no se me va. No se me va a ir nunca, es cierto, soy un culo apretado. Quito, la mitad del mundo, la engañosa ciudad a la vez tropical y fría, folclórica y señorial, con las ratas recorriendo, asustadas, sus parques y elegantes avenidas, asesinadas por el tráfico indiferente, no es un himno a la vida, una orgía de colores y sabores como sí lo es la costa. Así viven los negros de Esmeraldas, y así viven los monos. He sido tantos años políticamente correcto, pero nunca he podido dejar de llamarlos monos. Es como llamar negros a los negros. En Estados Unidos es el gran insulto. Kathy, mi mujer, mi ex mujer, me tenía prohibido referirme a los afro-americanos como “negros”, aunque estuviera hablando en español. “Kathy, los negros son negros en todas partes del mundo menos aquí. Es el nombre de un color, eres tú la que le pone la carga negativa”. No. El Guayas, León Febres Cordero, Barcelona... monos, monos todos. Mey, que tiene en su sangre cubana negros, chinos y rusos, me observó con espanto la primera vez que me referí a un guayasense como mono (lo disimuló bien, fue frente a mi gran amigo de Amnesty Lidio Urquiza, monísimo él), y me costó hacerle entender que, aunque es evidentemente despectivo, para mí es como llamar al cielo “cielo”. “Los envidias”, sentenció Mey cuando acabó de entenderlo. Como en muchas cosas con las que me ha sorprendido en estas semanas que llevamos juntos, tenía razón. Angélica, mi primera mujer, era guayasense y preciosa. No me gustará el calor y no me gusta bailar, pero siempre he tenido mujeres tropicales, casado o no. En Estados Unidos seguí con esta debilidad: colombianas de la costa, venezolanas, ticas, boricuas, cubanas como Mey. Siempre me han gustado las caderas anchas, los culos grandes y firmes, la mirada de las mujeres que nacieron con cuarenta grados a la sombra. Tendido en la arena, pensando en mujeres, carajo, descubro que tengo una erección que está comenzando a elevar el traje de baño.
Me doy vuelta porque no quiero que se me note. A mi edad no es un espectáculo divertido, aunque sí lo es mi panza aún plana y mis músculos ejercitados cada día, tempranísimo, en un gimnasio del Village. Hace unas semanas Mey me acompañó, era un viernes, y después del ejercicio la invité a caminar por la Quinta avenida hasta el Empire State. Para evitar el viento zigzagueamos entre la Quinta y la Sexta, protegiéndonos en las calles; Mey llegó a mi oficina pidiendo agua, cansadísima por la caminata, y su sed me llenó de orgullo de adulto con los músculos tensos. Le presenté a los muchachos, Robin, Abdul, My Ha, Alieu, estaban encantados de conocerla, y estoy seguro de que fue recíproco. Luego estuvo un rato en mi oficina, revisando el Hawk de derecho internacional, y el informe de la comisión Rettig chilena, y su propio expediente (lo hojea siempre que va) hasta que Mark Holler me llamó y le tuve que decir adiós a Mey con un beso rápido. “Prométeme que me vas a llevar a México, prométeme que me vas a proteger de la nieve”, me dijo antes de que se cerrara el ascensor. Yo formé con mi pulgar y el índice la señal de la cruz, la llevé a mis labios y la besé, y eso hizo que automáticamente asomara una sonrisa en su rostro. Sí, qué diablos, por qué no.
De espaldas, con los ojos cerrados, siento el sol que la arena de Cancún ha estado guardando durante lo que va de la mañana. Mi mente, por fin, luego de dos días, comienza a quedar en blanco. Era lo que buscaba y no había conseguido. El sexo no es el mejor borrador de memoria, no es un descanso. Anoche, en las sombras, cuando estaba a punto de conseguir pensar en nada, Mey interrumpió el silencio que marcaban las olas de la costa. “¿Cómo eras cuando niño?” Refunfuñé algo, que tenía sueño, que me dejara dormir, que yo era un viejito y ella una fogosa jovencita, y traté de seguir, de olvidarme de todo abrazado a sus veinticinco años, pero no pude dormir bien: la avenida Amazonas venía a mi mente, mi mamá venía a mi mente, mi padrastro venía a mi mente. Iba a abrir la boca, pero Mey ya estaba roncando, la sábana blanca subía y bajaba con su respiración desnuda.
Era, Mey, un hijo ilegítimo, un bastardo, un secreto a voces. Llevo el apellido de mi padrastro, el hombre que me adoptó y a los once años me entrenó en el arte del boxeo (y de paso, me daba las zurras no oficiales que no se atrevía a propinarme frente a mi madre). Puedes culparlo a él de haberme dado una infancia y adolescencia golpeada y poco cariñosa, pero también puedes culparlo de esta obsesión por el deporte que me ha acompañado hasta ahora: era por él que me largaba a esa edad, todos los días, a las cinco y media de la mañana, a trotar desde mi casa en Juan León Mera con Calama hasta El Ejido, a esa hora y en ese tiempo mi Central Park privado. En ese tiempo nadie trotaba, era una cosa de locos o de boxeadores, y yo quería ser un púgil. Tenía la presuntuosa ilusión de que un día, en una de estas sesiones boxeriles, mis músculos iban a ser superiores a los de ese hombre y le iba a golpear hasta sorprenderlo de dolor. ¿Cómo era posible que ese xxxxx no me quisiera? Mi mamá me lo presentó de manera fugaz y cortante: “Salúdalo. Va a ser tu papá”. No tenía mucha idea de lo que era eso, pero no me gustaba.
“Vamos chileno, dame uno acá, en la boca, chileno, a ver si puedes, chileno”. Mi padrastro me llamaba así durante las lecciones de boxeo en el patio de la casa. La calle Calama está bautizada así en honor a una ciudad en el norte de Chile, país que mi padrastro aseguraba haber visitado muchas veces, “cuando estaba en las peleas de gallos”. Mi padrastro no era un hombre viejo, pero se había jubilado de todas las ocupaciones posibles: había sido gallero, boxeador, guía de la selva y, en los ratos libres, contador. Creo que le llevaba la contabilidad a la familia de mi madre, pero no estoy seguro de que así se hubieran conocido. Yo me imaginaba que el seudónimo lo había sacado de la calle Calama; y la verdad, no me disgustaba. Era un nom de guerre que alguna vez se iba a imponer en el minúsculo patio e iba a terminar por noquearlo.
La primera vez que noqueé a alguien, sin embargo, no fue a él, sino a un muchacho de mi edad, un chico de apellido alemán cuya cara colorina recuerdo más que su nombre de pila. Venía de Guayaquil y le gustaba, por lo tanto, el Barcelona; yo, como la mayoría de mis compañeros en el Mariscal Sucre a esa edad, vivíamos y moríamos por Liga Deportiva Universitaria. Debe haber sido luego de algún partido en que los goleamos en el Atahualpa que comencé a molestarlo, y él reaccionó violento, rojo, iracundo: “bastardo de mierda, a tu mamá se la cogieron sin preguntarle”. Yo no sabía lo que quería decir “bastardo”, pero mi mamá estaba involucrada en la oración, que no había sido proferida con un tono de voz que me agradase. Sin tener totalmente claro por qué, me paré frente a él, conservé el equilibrio, giré la cintura y lo golpée con los nudillos, para provocar el máximo daño. Pese a que con mi padrastro seguía todas estas reglas, nunca, jamás, había conseguido ni siquiera hacer que se sobase la cara: mis golpes de niño eran un juego para él. Sin embargo, esta vez alguien de mi edad yacía inconsciente en el suelo, con la mirada en blanco y la respiración entrecortada.
Aprendí dos cosas esa mañana en el Mariscal Sucre. Que cuando a uno lo atacan, hay que defenderse, y que no saber quién diablos era mi papá era algo importante, que me diferenciaba de mis amigos y me dejaba solo, en una esquina del patio, contando piedras o arañas. Mi padrastro se rió: “pregúntale a tu madre qué significa bastardo”.
“¿Escuchaste algo de un huracán?” La voz de Mey me despierta. La sombra que antes me protegía tan bien la cabeza está ahora en mis pies. Se ha puesto la parte de arriba del bikini. Me levanto sobresaltado. Siempre que me despiertan me pasa lo mismo. A mis ex mujeres las volvía locas. Cualquier despertador, incluso una caricia, es en mi sueño una señal de alarma. Pero Mey no está mirando en mi dirección. Uno de los tipos de la recepción del hotel se acerca a nosotros.
-A los del lado les dijo algo en inglés. Hurricane, dijo, estoy segura.
-Hurricane eres tú en la cama, mi amor. Esta mañana ya veía que llamaban a la policía.
-No es gracioso -dice.
Tengo sed. Es casi mediodía y no queda casi nadie en la playaEste lugar deshidrata y da hambre. Pienso echarme en la piscina, dar unas diez vueltas, en serio, luego ir al gimnasio un rato. Somos distintos Mey y yo. En los momentos en que he estado en el gimnasio, ella encarga chocolates a la habitación y se los come todos.
-Good morning, sir -dice el muchacho del hotel.
-Buenos días -le responde, molesta, Mey.
-Buenos días, discúlpeme usted. No es para preocuparse demasiado, pero el guardacostas está pronosticando una tormenta para la tarde.
-¿Un huracán? -pregunta Mey.
El muchacho suspira, complicado.
-Ahorita no saben bien. Están monitoreando. Hasta el momento es una tormenta tropical de las fuertes. Pero usted ya sabe cómo son estas cosas. Puede moverse para Veracruz o Cuba. O puede amainar y ser una simple lluviecita.
-¿Y qué tenemos que hacer?
-Por lo pronto, yo les recomendaría que se quedaran en el hotel. Uno nunca sabe, ¿no?
El muchacho sonríe y sigue en busca de los pocos pasajeros del hotel que aún estamos en la playa. El cielo es azul y exagerado, y el Caribe se ve exageradamente transparente, como esos ridículos tonos apastelados con que les gusta decorar Miami. Salto. Mey me está acariciando la espalda.
-¿Tienes alguna idea de lo que podemos hacer mientras esperamos? -me pregunta.
Tengo. Volvería a hacerle el amor a la habitación. Por mí, podría quedarme con ella en el cuarto durante las próximas veinticuatro horas.
Estoy rendido y con sed y con arena en el culo. Mey ha ido al baño. En el camino abrió las cortinas con fuerza, enojada. Yo me estiro y aunque estoy cansado, me pongo el traje de baño; la luz del día me obliga a levantarme. Salgo a la terraza y observo el mar. A lo lejos veo unas nubes oscuras que aún no se deciden ser huracán o tormenta tropical. Mey sale con el pelo recogido en un moño, pareo y bikini. Me mira desafiante.
-Quiero ir a Tulum –dice.
-¿No escuchaste al tipo en la playa?
Ella cruza los brazos y frunce el ceño y me observa con sus grandes ojos negros. Se ve preciosa. Este es el momento sin retorno de nuestra relación. Sé que si la peleo, si la gano, si nos quedamos acá, en el hotel, quiere decir que puedo vivir con ella, y que Mey podría seguir muchos años conmigo. Pero no quiero cruzar ese punto. Quiero que haya retorno. Quiero, un día, dejarla, y quiero dejarla porque me manipula, porque le temo. Quiero que todos mis actos sean razonables y lógicos.
-No me voy a quedar acá, aburrida.
-Sé qué hacer para entretenerte.
Mey camina hacia la ventana.
-Mira qué día hermoso. Mira qué luz preciosa. Estamos tan cerca de Cuba –dice.
Entiendo el mensaje y suspiro. Me ha ganado, la he dejado ganarme. Finjo pereza, un poco de rabia y en silencio me doy una ducha rápida que me saca la arena y me devuelve nuevo, desafiante, ganador. Estoy en el limbo entre la derrota y la gloria, en que dejo ir a Mey y no le doy ninguna oportunidad. Estoy viejo y acabado, pienso, y en todos los sentidos de la palabra soy un bastardo. Me estoy perdiendo, sé, una oportunidad más de significar algo para alguien, de ser recordado con cariño.
No estoy seguro de querer ser recordado. Nunca mi cuenta corriente, en todos estos años en Nueva York, ha servido para incrementar la de un shrink; el Mariscal Sucre y las cebicherías y los nudillos de mi padrastro dejaron esa impronta en mí, la de resolver mis problemas solo o vivir con ellos e ignorarlos. Mientras el agua caliente cae sobre mí, y un viento tibio empieza a soplar con fuerza fuera del hotel, y una mujer me espera, iracunda, tomo la decisión de dejarla.
Estoy listo para salir. Con un gorro ridículo de exploradora en su cabeza, Mey ha perdido por lo menos quince años. Me río solo. ¿Esta es la muchacha de Camagüey que desafió a Raúl Castro? ¿La que intentó sacudir del cabello a esa vieja capitalista, la revolución cubana de Raúl Castro y de Silvio Rodríguez?
-¿Se puede saber de qué tú te ríes? –me pregunta, enojada.
-De nada.
-¿Tienes la tarjeta de la puerta?
-La tengo, Mey.
-Vamos entonces.
-Vamos.
Mientras caminamos por el pasillo rumbo al ascensor recuerdo el intento de sermón que me dio Mark en el One del pier 14. Almorzábamos poco afuera de la oficina, y Mark tenía estos cargos de consciencia cuando debía reprender a alguien de su equipo. Los solucionaba pagando él la cuenta. Yo sabía que no se veía bien, tener sexo con ella cuando los signos de la electricidad en sus tetas y vagina aún no se desvanecían. “Espero que valga la pena”, suspiró Mark, incapaz, finalmente, de reprenderme o convencerme de abandonarla. “Espero que estés pensando con el cerebro y no con el pene”.
Lo siento, Mark, I was thinking with the dick. Cuando se trata de mujeres no puedo usar el cerebro. Por el bien de Human Rights Watch esperaba que Mey nunca más volviera a poner bombas en discotecas llenas de turistas; no podía hacer más que eso: esperar, confiar, cruzar los dedos y hacerle el amor lo más posible antes de que se aburriera. Es verdad lo que decía Silvio Rodríguez esa vez que nos citó a las Naciones Unidas. Cantaba mejor de lo que llevaba las relaciones exteriores, pero esa vez sí tenía razón. Todas las confesiones que los torturadores en Camagüey no lograron las logré yo, amándola dulcemente en Nueva York; yo sabía que Mey me mentía en la cárcel, cuando la visitaba y le llevaba poesía de Humberto Cardenal y, de contrabando, libros de Pedro Juan Gutiérrez, con los que después medio se moría de la risa y medio se masturbaba. Ah, Mey, tan quieta, indefensa, desnuda en mi departamento luego de que por fin Raúl Castro, gracias a Mark y a mí accedió a darle el permiso de salida de Cuba. “A Fidel se lo comió Miami, pese a que nunca puso un pie allí”, me decía Mey en esas primeras, intensas semanas de hacer el amor en Nueva York, cuando yo llegaba a la oficina ojeroso y con sueño. “Fue como un jonrón, Aníbal”, me explicaba. “Yo era la bola. Fidel haciéndose cada vez más viejo y burgués, y luego los colombianos enemistándose con Raúl y exportando la nueva revolución, la del viejo Tirofijo, a Vedado y Siboney: yo fui la bola que le fracturó la nariz a mi país”. La primera vez que fui a verla, cuando no teníamos ninguna esperanza de sacarla viva de Camagüey, me coqueteó a los cinco minutos. Me la imaginé así, igual que ahora, en algún lugar del Caribe distinto de Cuba.
El ascensor llega con un sonido metálico. Bajamos en silencio, atentos a la pantalla que repite el descendiente orden de los pisos en español e inglés. En la recepción el conserje nos advierte que no salgamos porque la tormenta se va a venir con todo, que han contratado una orquesta de mariachis para que los pasajeros se entretengan mientras la naturaleza se ensaña con Cancún. Mey ni siquiera se detiene; avanza decidida hasta el estacionamiento, se sube al coche y nos largamos hacia Tulúm.
-Dime, Aníbal. ¿Quién eres?
Tiene el aire acondicionado a toda potencia y conduce tan fuerte como este auto, un Toyota económico, le permite. Ha fumado siete cigarrillos.
-¿Qué quieres decir? –le pregunto.
-Lo que escuchaste. Quiero saber quién eres.
La carretera está vacía y los pocos peatones que encontramos, unos guajiros que se sostienen los sombreros para que el viento no se los vuele, nos miran como si estuviéramos locos. Caen unas gotas pequeñas pero punzantes en el parabrisas. Quizás sea éste el momento justo para volver al hotel, pienso con algo de miedo.
-Creo que hay que volver al hotel –digo, juicioso, señalando las gotas que se hacen cada vez más gruesas y, sobre todo, la larga hilera de automóviles que va en sentido opuesto al nuestro.
Mey enciende un cigarro. Odio cuando hace eso. A veces, en el Village, en mi departamento, lo hacía cuando yo no estaba. Nada mataba más el sexo que ese olor rancio. Demasiado tiempo en Estados Unidos, supongo, me tiene así.
-No –dice, segura-. No vamos a volver al hotel. Vamos a instalarnos en Tulum y mirar el mar. Y me vas a contar, de una vez por todas, sobre tu vida. No todo va a ser sexo en esta relación, Aníbal.
¿Por qué no? Pasé demasiado tiempo procurando para los otros. ¿Por qué hasta una revolucionaria cubana, filo FARC y ponebombas, quiere ver en el sexo la promesa distante del amor? Estoy por decirle todo eso, pero de pronto su rostro me da miedo. Tiene esa sonrisa omnipotente, la del condenado a muerte que espera la bala mientras confía en la justicia de su causa. Y vamos por la carretera mientras el viento arrecia.
-Hay algo esencialmente injusto en esta relación, Aníbal –insiste Mey-. Tú sabes todo de mí. Yo no sé nada de ti.
-Te lo puedo contar en el hotel, en el bar, junto a los mariachis.
-No. Me gusta esta tormenta. Me recuerda mi infancia.
-En el hotel puedes contarme sobre tu infancia.
-Yo no quiero contarte nada. Está todo en tus informes. Lo has leído mil doscientas veces.
Cruzo los brazos y asiento. Trato de controlar el sentimiento, pero es imposible. El miedo se mete en uno como agua.
-¿Sabes, Aníbal? A veces pienso que si yo hubiera sido tú, no habría luchado tanto por sacarme de la cárcel.
-Todo hombre tiene derecho a ser persona.
-¿Y toda mujer?
-También.
-Yo no tengo derecho –sentencia Mey-. Yo volé una discoteca llena de turistas en Cayo Coco. Ciento ocho muertos, treinta heridos. ¿Te parece poco?
-Me parece –digo, sin estar muy convencido- que es una etapa de tu vida que ya está atrás.
-¿Tú crees?
Mey detiene el coche. Algunas palmeras se agitan con el viento. El cielo se ha cubierto y a lo lejos, pero más cerca que hace unos instantes, unas nubes negras se ciernen amenazadoras sobre la costa yucateca. Desde donde estamos no alcanzamos a ver las pirámides ni el mar.
-Hay que ser muy pendejo para enamorarse de mí –dice mientras enciende otro cigarro-. ¿Alguna vez, mientras me estás templando, se te pasan por la cabeza todos esos muertos? A veces, cuando estás trabajando, y voy al cine o al supermercado para hacer tiempo, para que regreses al departamento, y estoy en el metro, miro las caras de esos gringos, y me pregunto si acaso no será que la madre de alguno de esos muchachos o muchachas muertos, va en el mismo vagón que yo.
Suspiro. Suspiro hondo y sin querer cojo gran parte del humo del cigarro de Mey. Quiero que el momento pase rápido, y en un intento ridículo de lograrlo, digo:
-Pero tú pagaste de sobra. Te trataron como un animal en la cárcel. Qué digo. Peor que un animal. No necesito recordarte todo lo que argumentamos, en Cuba y en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
-A veces trato de convencerme de eso. De que esto es como los bancos, que hay un dinero depositado, un robo y que si el ladrón devuelve el dinero, todo está bien.
-Qué estás diciendo.
-A veces pienso que estuvo bien que me dejaran medio muerta, que me torturaran.
Bajo la ventana para que salga el olor a humo, pero es peor. Miles de gotas de agua, que vienen de todas las direcciones, se echan sobre mí y me empapan. Mey habla sin mirarme, como su pudiera ver el mar que se esconde detrás de la tormenta. Algunas palmeras frente a nosotros se doblan en ángulos surrealistas.
-Y después –continúa Mey- miro a mi alrededor. Estoy en tu piso en Manhattan y miro el Bang & Olufsen en la pared y todas esas cosas modernas y japonesas y minimalistas que tienes, y tus fotos, y pienso, vaya, carajo, mi vida es tan pequeña al lado de esta otra vida, de cualquier vida, ¿por qué alguien se molestaría tanto en mí? ¿Por qué creer en mí si ni yo misma lo hago? Soy buena para la cama, sin falsa modestia, mi amor, pero no es para tanto. ¿Por qué? Hay tantas cosas que no sé. Tantas cosas que quiero saber.
-¿Qué quieres saber? –le pregunto a Mey, y me arrepiento al segundo siguiente.
Si es que.
Está escrito hace por lo menos... Dios mío, ¡cuatro! años.
_____
1
Cancún, Quintana Roo
México
Octubre de 2010
Los huracanes con nombre de mujer son los peores. No me gustan, y no porque les tema, sino porque no me gusta el Caribe, los trópicos. Lo que digo suena, es, ridículo. Estamos en el Caribe y Mey, que a su modo es también un huracán, se ha sacado la parte de arriba del bikini para tomar el sol. Su cuerpo tiene veinticinco años menos que el mío. Echada sobre la arena da un sorbo al cóctel de mango, uvas y licores inclasificables que el muchacho del hotel acaba de dejar, estira su largo cuello, se recoge el pelo azabache en un moño, despierta de la breve siesta con sus ojos pardos y grandes, y me contempla como si fuera un animal salido recién del agua. “No puedo creer que no te guste el Caribe”, me dice por quinta vez desde que le confesé que no me gusta el sol, ni la arena, ni la playa; se lo dije cuando enredados entre las sábanas el maldito sol de la costa maya entraba como un delincuente a la pieza, y me privaba de la noche y la oscuridad, las democráticas sombras que borran las diferencias entre mi cuerpo y el de ella. “Simplemente no puedo creerlo”, me dice Mey, y sonríe, y sus dientes blancos son unas pequeñas linternas que me encandilan. “Yo no entiendo nada”, y se echa para atrás y cierra los ojos, y el sol ilumina sus tetas morenas hasta casi dejarlas blancas, y unos muchachos que pasan junto a nosotros la miran, la saludan, siguen.
Tomo un poco de la arena de Cancún y dejo que se pierda entre mis dedos. Pienso: “todo lo que me rodea es falso”. El Estado mexicano construyó esta ciudad como construyó al PRI y a la virgen de Guadalupe y la matanza de Tlatelolco el sesenta y ocho. Los gringos que se emborrachan junto a la piscina no consumen alcohol en sus vidas reales; al contrario, los he visto, lo desprecian. Sólo acá, south of the border, pueden ser libres para no trabajar como bestias; la libertad los paraliza y aterra una vez que regresan a Cleveland, Buffalo, Jersey City. Mey tampoco es mi vida real: es un trozo que me he inventado por razones que no vale la pena contar en detalle, pero que tienen que ver con lo que sólo le pasa a los hombres de mi edad: el miedo a la soledad, a que no nos recuerden o a que nos rememoren con odio.
No, Mey (pienso pero no se lo digo porque no quiero despertarla), no me gusta el Caribe. Me echo de espaldas, siempre bajo el quitasol que ella, adicta a la luz, desprecia, y me descubro traicionando mis principios: la arena está calientísima, cómoda, el sonido del mar me relaja y hasta es posible que me quede dormido. Pero si lo hago, Mey, voy a soñar con frío, con las mañanas quiteñas, con la Avenida Amazonas, con la actitud que ella, apropiadamente, ha bautizado tight-ass, y de la que se ha reído casi todos estos días y que a mí aún no se me va. No se me va a ir nunca, es cierto, soy un culo apretado. Quito, la mitad del mundo, la engañosa ciudad a la vez tropical y fría, folclórica y señorial, con las ratas recorriendo, asustadas, sus parques y elegantes avenidas, asesinadas por el tráfico indiferente, no es un himno a la vida, una orgía de colores y sabores como sí lo es la costa. Así viven los negros de Esmeraldas, y así viven los monos. He sido tantos años políticamente correcto, pero nunca he podido dejar de llamarlos monos. Es como llamar negros a los negros. En Estados Unidos es el gran insulto. Kathy, mi mujer, mi ex mujer, me tenía prohibido referirme a los afro-americanos como “negros”, aunque estuviera hablando en español. “Kathy, los negros son negros en todas partes del mundo menos aquí. Es el nombre de un color, eres tú la que le pone la carga negativa”. No. El Guayas, León Febres Cordero, Barcelona... monos, monos todos. Mey, que tiene en su sangre cubana negros, chinos y rusos, me observó con espanto la primera vez que me referí a un guayasense como mono (lo disimuló bien, fue frente a mi gran amigo de Amnesty Lidio Urquiza, monísimo él), y me costó hacerle entender que, aunque es evidentemente despectivo, para mí es como llamar al cielo “cielo”. “Los envidias”, sentenció Mey cuando acabó de entenderlo. Como en muchas cosas con las que me ha sorprendido en estas semanas que llevamos juntos, tenía razón. Angélica, mi primera mujer, era guayasense y preciosa. No me gustará el calor y no me gusta bailar, pero siempre he tenido mujeres tropicales, casado o no. En Estados Unidos seguí con esta debilidad: colombianas de la costa, venezolanas, ticas, boricuas, cubanas como Mey. Siempre me han gustado las caderas anchas, los culos grandes y firmes, la mirada de las mujeres que nacieron con cuarenta grados a la sombra. Tendido en la arena, pensando en mujeres, carajo, descubro que tengo una erección que está comenzando a elevar el traje de baño.
Me doy vuelta porque no quiero que se me note. A mi edad no es un espectáculo divertido, aunque sí lo es mi panza aún plana y mis músculos ejercitados cada día, tempranísimo, en un gimnasio del Village. Hace unas semanas Mey me acompañó, era un viernes, y después del ejercicio la invité a caminar por la Quinta avenida hasta el Empire State. Para evitar el viento zigzagueamos entre la Quinta y la Sexta, protegiéndonos en las calles; Mey llegó a mi oficina pidiendo agua, cansadísima por la caminata, y su sed me llenó de orgullo de adulto con los músculos tensos. Le presenté a los muchachos, Robin, Abdul, My Ha, Alieu, estaban encantados de conocerla, y estoy seguro de que fue recíproco. Luego estuvo un rato en mi oficina, revisando el Hawk de derecho internacional, y el informe de la comisión Rettig chilena, y su propio expediente (lo hojea siempre que va) hasta que Mark Holler me llamó y le tuve que decir adiós a Mey con un beso rápido. “Prométeme que me vas a llevar a México, prométeme que me vas a proteger de la nieve”, me dijo antes de que se cerrara el ascensor. Yo formé con mi pulgar y el índice la señal de la cruz, la llevé a mis labios y la besé, y eso hizo que automáticamente asomara una sonrisa en su rostro. Sí, qué diablos, por qué no.
De espaldas, con los ojos cerrados, siento el sol que la arena de Cancún ha estado guardando durante lo que va de la mañana. Mi mente, por fin, luego de dos días, comienza a quedar en blanco. Era lo que buscaba y no había conseguido. El sexo no es el mejor borrador de memoria, no es un descanso. Anoche, en las sombras, cuando estaba a punto de conseguir pensar en nada, Mey interrumpió el silencio que marcaban las olas de la costa. “¿Cómo eras cuando niño?” Refunfuñé algo, que tenía sueño, que me dejara dormir, que yo era un viejito y ella una fogosa jovencita, y traté de seguir, de olvidarme de todo abrazado a sus veinticinco años, pero no pude dormir bien: la avenida Amazonas venía a mi mente, mi mamá venía a mi mente, mi padrastro venía a mi mente. Iba a abrir la boca, pero Mey ya estaba roncando, la sábana blanca subía y bajaba con su respiración desnuda.
Era, Mey, un hijo ilegítimo, un bastardo, un secreto a voces. Llevo el apellido de mi padrastro, el hombre que me adoptó y a los once años me entrenó en el arte del boxeo (y de paso, me daba las zurras no oficiales que no se atrevía a propinarme frente a mi madre). Puedes culparlo a él de haberme dado una infancia y adolescencia golpeada y poco cariñosa, pero también puedes culparlo de esta obsesión por el deporte que me ha acompañado hasta ahora: era por él que me largaba a esa edad, todos los días, a las cinco y media de la mañana, a trotar desde mi casa en Juan León Mera con Calama hasta El Ejido, a esa hora y en ese tiempo mi Central Park privado. En ese tiempo nadie trotaba, era una cosa de locos o de boxeadores, y yo quería ser un púgil. Tenía la presuntuosa ilusión de que un día, en una de estas sesiones boxeriles, mis músculos iban a ser superiores a los de ese hombre y le iba a golpear hasta sorprenderlo de dolor. ¿Cómo era posible que ese xxxxx no me quisiera? Mi mamá me lo presentó de manera fugaz y cortante: “Salúdalo. Va a ser tu papá”. No tenía mucha idea de lo que era eso, pero no me gustaba.
“Vamos chileno, dame uno acá, en la boca, chileno, a ver si puedes, chileno”. Mi padrastro me llamaba así durante las lecciones de boxeo en el patio de la casa. La calle Calama está bautizada así en honor a una ciudad en el norte de Chile, país que mi padrastro aseguraba haber visitado muchas veces, “cuando estaba en las peleas de gallos”. Mi padrastro no era un hombre viejo, pero se había jubilado de todas las ocupaciones posibles: había sido gallero, boxeador, guía de la selva y, en los ratos libres, contador. Creo que le llevaba la contabilidad a la familia de mi madre, pero no estoy seguro de que así se hubieran conocido. Yo me imaginaba que el seudónimo lo había sacado de la calle Calama; y la verdad, no me disgustaba. Era un nom de guerre que alguna vez se iba a imponer en el minúsculo patio e iba a terminar por noquearlo.
La primera vez que noqueé a alguien, sin embargo, no fue a él, sino a un muchacho de mi edad, un chico de apellido alemán cuya cara colorina recuerdo más que su nombre de pila. Venía de Guayaquil y le gustaba, por lo tanto, el Barcelona; yo, como la mayoría de mis compañeros en el Mariscal Sucre a esa edad, vivíamos y moríamos por Liga Deportiva Universitaria. Debe haber sido luego de algún partido en que los goleamos en el Atahualpa que comencé a molestarlo, y él reaccionó violento, rojo, iracundo: “bastardo de mierda, a tu mamá se la cogieron sin preguntarle”. Yo no sabía lo que quería decir “bastardo”, pero mi mamá estaba involucrada en la oración, que no había sido proferida con un tono de voz que me agradase. Sin tener totalmente claro por qué, me paré frente a él, conservé el equilibrio, giré la cintura y lo golpée con los nudillos, para provocar el máximo daño. Pese a que con mi padrastro seguía todas estas reglas, nunca, jamás, había conseguido ni siquiera hacer que se sobase la cara: mis golpes de niño eran un juego para él. Sin embargo, esta vez alguien de mi edad yacía inconsciente en el suelo, con la mirada en blanco y la respiración entrecortada.
Aprendí dos cosas esa mañana en el Mariscal Sucre. Que cuando a uno lo atacan, hay que defenderse, y que no saber quién diablos era mi papá era algo importante, que me diferenciaba de mis amigos y me dejaba solo, en una esquina del patio, contando piedras o arañas. Mi padrastro se rió: “pregúntale a tu madre qué significa bastardo”.
“¿Escuchaste algo de un huracán?” La voz de Mey me despierta. La sombra que antes me protegía tan bien la cabeza está ahora en mis pies. Se ha puesto la parte de arriba del bikini. Me levanto sobresaltado. Siempre que me despiertan me pasa lo mismo. A mis ex mujeres las volvía locas. Cualquier despertador, incluso una caricia, es en mi sueño una señal de alarma. Pero Mey no está mirando en mi dirección. Uno de los tipos de la recepción del hotel se acerca a nosotros.
-A los del lado les dijo algo en inglés. Hurricane, dijo, estoy segura.
-Hurricane eres tú en la cama, mi amor. Esta mañana ya veía que llamaban a la policía.
-No es gracioso -dice.
Tengo sed. Es casi mediodía y no queda casi nadie en la playaEste lugar deshidrata y da hambre. Pienso echarme en la piscina, dar unas diez vueltas, en serio, luego ir al gimnasio un rato. Somos distintos Mey y yo. En los momentos en que he estado en el gimnasio, ella encarga chocolates a la habitación y se los come todos.
-Good morning, sir -dice el muchacho del hotel.
-Buenos días -le responde, molesta, Mey.
-Buenos días, discúlpeme usted. No es para preocuparse demasiado, pero el guardacostas está pronosticando una tormenta para la tarde.
-¿Un huracán? -pregunta Mey.
El muchacho suspira, complicado.
-Ahorita no saben bien. Están monitoreando. Hasta el momento es una tormenta tropical de las fuertes. Pero usted ya sabe cómo son estas cosas. Puede moverse para Veracruz o Cuba. O puede amainar y ser una simple lluviecita.
-¿Y qué tenemos que hacer?
-Por lo pronto, yo les recomendaría que se quedaran en el hotel. Uno nunca sabe, ¿no?
El muchacho sonríe y sigue en busca de los pocos pasajeros del hotel que aún estamos en la playa. El cielo es azul y exagerado, y el Caribe se ve exageradamente transparente, como esos ridículos tonos apastelados con que les gusta decorar Miami. Salto. Mey me está acariciando la espalda.
-¿Tienes alguna idea de lo que podemos hacer mientras esperamos? -me pregunta.
Tengo. Volvería a hacerle el amor a la habitación. Por mí, podría quedarme con ella en el cuarto durante las próximas veinticuatro horas.
Estoy rendido y con sed y con arena en el culo. Mey ha ido al baño. En el camino abrió las cortinas con fuerza, enojada. Yo me estiro y aunque estoy cansado, me pongo el traje de baño; la luz del día me obliga a levantarme. Salgo a la terraza y observo el mar. A lo lejos veo unas nubes oscuras que aún no se deciden ser huracán o tormenta tropical. Mey sale con el pelo recogido en un moño, pareo y bikini. Me mira desafiante.
-Quiero ir a Tulum –dice.
-¿No escuchaste al tipo en la playa?
Ella cruza los brazos y frunce el ceño y me observa con sus grandes ojos negros. Se ve preciosa. Este es el momento sin retorno de nuestra relación. Sé que si la peleo, si la gano, si nos quedamos acá, en el hotel, quiere decir que puedo vivir con ella, y que Mey podría seguir muchos años conmigo. Pero no quiero cruzar ese punto. Quiero que haya retorno. Quiero, un día, dejarla, y quiero dejarla porque me manipula, porque le temo. Quiero que todos mis actos sean razonables y lógicos.
-No me voy a quedar acá, aburrida.
-Sé qué hacer para entretenerte.
Mey camina hacia la ventana.
-Mira qué día hermoso. Mira qué luz preciosa. Estamos tan cerca de Cuba –dice.
Entiendo el mensaje y suspiro. Me ha ganado, la he dejado ganarme. Finjo pereza, un poco de rabia y en silencio me doy una ducha rápida que me saca la arena y me devuelve nuevo, desafiante, ganador. Estoy en el limbo entre la derrota y la gloria, en que dejo ir a Mey y no le doy ninguna oportunidad. Estoy viejo y acabado, pienso, y en todos los sentidos de la palabra soy un bastardo. Me estoy perdiendo, sé, una oportunidad más de significar algo para alguien, de ser recordado con cariño.
No estoy seguro de querer ser recordado. Nunca mi cuenta corriente, en todos estos años en Nueva York, ha servido para incrementar la de un shrink; el Mariscal Sucre y las cebicherías y los nudillos de mi padrastro dejaron esa impronta en mí, la de resolver mis problemas solo o vivir con ellos e ignorarlos. Mientras el agua caliente cae sobre mí, y un viento tibio empieza a soplar con fuerza fuera del hotel, y una mujer me espera, iracunda, tomo la decisión de dejarla.
Estoy listo para salir. Con un gorro ridículo de exploradora en su cabeza, Mey ha perdido por lo menos quince años. Me río solo. ¿Esta es la muchacha de Camagüey que desafió a Raúl Castro? ¿La que intentó sacudir del cabello a esa vieja capitalista, la revolución cubana de Raúl Castro y de Silvio Rodríguez?
-¿Se puede saber de qué tú te ríes? –me pregunta, enojada.
-De nada.
-¿Tienes la tarjeta de la puerta?
-La tengo, Mey.
-Vamos entonces.
-Vamos.
Mientras caminamos por el pasillo rumbo al ascensor recuerdo el intento de sermón que me dio Mark en el One del pier 14. Almorzábamos poco afuera de la oficina, y Mark tenía estos cargos de consciencia cuando debía reprender a alguien de su equipo. Los solucionaba pagando él la cuenta. Yo sabía que no se veía bien, tener sexo con ella cuando los signos de la electricidad en sus tetas y vagina aún no se desvanecían. “Espero que valga la pena”, suspiró Mark, incapaz, finalmente, de reprenderme o convencerme de abandonarla. “Espero que estés pensando con el cerebro y no con el pene”.
Lo siento, Mark, I was thinking with the dick. Cuando se trata de mujeres no puedo usar el cerebro. Por el bien de Human Rights Watch esperaba que Mey nunca más volviera a poner bombas en discotecas llenas de turistas; no podía hacer más que eso: esperar, confiar, cruzar los dedos y hacerle el amor lo más posible antes de que se aburriera. Es verdad lo que decía Silvio Rodríguez esa vez que nos citó a las Naciones Unidas. Cantaba mejor de lo que llevaba las relaciones exteriores, pero esa vez sí tenía razón. Todas las confesiones que los torturadores en Camagüey no lograron las logré yo, amándola dulcemente en Nueva York; yo sabía que Mey me mentía en la cárcel, cuando la visitaba y le llevaba poesía de Humberto Cardenal y, de contrabando, libros de Pedro Juan Gutiérrez, con los que después medio se moría de la risa y medio se masturbaba. Ah, Mey, tan quieta, indefensa, desnuda en mi departamento luego de que por fin Raúl Castro, gracias a Mark y a mí accedió a darle el permiso de salida de Cuba. “A Fidel se lo comió Miami, pese a que nunca puso un pie allí”, me decía Mey en esas primeras, intensas semanas de hacer el amor en Nueva York, cuando yo llegaba a la oficina ojeroso y con sueño. “Fue como un jonrón, Aníbal”, me explicaba. “Yo era la bola. Fidel haciéndose cada vez más viejo y burgués, y luego los colombianos enemistándose con Raúl y exportando la nueva revolución, la del viejo Tirofijo, a Vedado y Siboney: yo fui la bola que le fracturó la nariz a mi país”. La primera vez que fui a verla, cuando no teníamos ninguna esperanza de sacarla viva de Camagüey, me coqueteó a los cinco minutos. Me la imaginé así, igual que ahora, en algún lugar del Caribe distinto de Cuba.
El ascensor llega con un sonido metálico. Bajamos en silencio, atentos a la pantalla que repite el descendiente orden de los pisos en español e inglés. En la recepción el conserje nos advierte que no salgamos porque la tormenta se va a venir con todo, que han contratado una orquesta de mariachis para que los pasajeros se entretengan mientras la naturaleza se ensaña con Cancún. Mey ni siquiera se detiene; avanza decidida hasta el estacionamiento, se sube al coche y nos largamos hacia Tulúm.
-Dime, Aníbal. ¿Quién eres?
Tiene el aire acondicionado a toda potencia y conduce tan fuerte como este auto, un Toyota económico, le permite. Ha fumado siete cigarrillos.
-¿Qué quieres decir? –le pregunto.
-Lo que escuchaste. Quiero saber quién eres.
La carretera está vacía y los pocos peatones que encontramos, unos guajiros que se sostienen los sombreros para que el viento no se los vuele, nos miran como si estuviéramos locos. Caen unas gotas pequeñas pero punzantes en el parabrisas. Quizás sea éste el momento justo para volver al hotel, pienso con algo de miedo.
-Creo que hay que volver al hotel –digo, juicioso, señalando las gotas que se hacen cada vez más gruesas y, sobre todo, la larga hilera de automóviles que va en sentido opuesto al nuestro.
Mey enciende un cigarro. Odio cuando hace eso. A veces, en el Village, en mi departamento, lo hacía cuando yo no estaba. Nada mataba más el sexo que ese olor rancio. Demasiado tiempo en Estados Unidos, supongo, me tiene así.
-No –dice, segura-. No vamos a volver al hotel. Vamos a instalarnos en Tulum y mirar el mar. Y me vas a contar, de una vez por todas, sobre tu vida. No todo va a ser sexo en esta relación, Aníbal.
¿Por qué no? Pasé demasiado tiempo procurando para los otros. ¿Por qué hasta una revolucionaria cubana, filo FARC y ponebombas, quiere ver en el sexo la promesa distante del amor? Estoy por decirle todo eso, pero de pronto su rostro me da miedo. Tiene esa sonrisa omnipotente, la del condenado a muerte que espera la bala mientras confía en la justicia de su causa. Y vamos por la carretera mientras el viento arrecia.
-Hay algo esencialmente injusto en esta relación, Aníbal –insiste Mey-. Tú sabes todo de mí. Yo no sé nada de ti.
-Te lo puedo contar en el hotel, en el bar, junto a los mariachis.
-No. Me gusta esta tormenta. Me recuerda mi infancia.
-En el hotel puedes contarme sobre tu infancia.
-Yo no quiero contarte nada. Está todo en tus informes. Lo has leído mil doscientas veces.
Cruzo los brazos y asiento. Trato de controlar el sentimiento, pero es imposible. El miedo se mete en uno como agua.
-¿Sabes, Aníbal? A veces pienso que si yo hubiera sido tú, no habría luchado tanto por sacarme de la cárcel.
-Todo hombre tiene derecho a ser persona.
-¿Y toda mujer?
-También.
-Yo no tengo derecho –sentencia Mey-. Yo volé una discoteca llena de turistas en Cayo Coco. Ciento ocho muertos, treinta heridos. ¿Te parece poco?
-Me parece –digo, sin estar muy convencido- que es una etapa de tu vida que ya está atrás.
-¿Tú crees?
Mey detiene el coche. Algunas palmeras se agitan con el viento. El cielo se ha cubierto y a lo lejos, pero más cerca que hace unos instantes, unas nubes negras se ciernen amenazadoras sobre la costa yucateca. Desde donde estamos no alcanzamos a ver las pirámides ni el mar.
-Hay que ser muy pendejo para enamorarse de mí –dice mientras enciende otro cigarro-. ¿Alguna vez, mientras me estás templando, se te pasan por la cabeza todos esos muertos? A veces, cuando estás trabajando, y voy al cine o al supermercado para hacer tiempo, para que regreses al departamento, y estoy en el metro, miro las caras de esos gringos, y me pregunto si acaso no será que la madre de alguno de esos muchachos o muchachas muertos, va en el mismo vagón que yo.
Suspiro. Suspiro hondo y sin querer cojo gran parte del humo del cigarro de Mey. Quiero que el momento pase rápido, y en un intento ridículo de lograrlo, digo:
-Pero tú pagaste de sobra. Te trataron como un animal en la cárcel. Qué digo. Peor que un animal. No necesito recordarte todo lo que argumentamos, en Cuba y en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
-A veces trato de convencerme de eso. De que esto es como los bancos, que hay un dinero depositado, un robo y que si el ladrón devuelve el dinero, todo está bien.
-Qué estás diciendo.
-A veces pienso que estuvo bien que me dejaran medio muerta, que me torturaran.
Bajo la ventana para que salga el olor a humo, pero es peor. Miles de gotas de agua, que vienen de todas las direcciones, se echan sobre mí y me empapan. Mey habla sin mirarme, como su pudiera ver el mar que se esconde detrás de la tormenta. Algunas palmeras frente a nosotros se doblan en ángulos surrealistas.
-Y después –continúa Mey- miro a mi alrededor. Estoy en tu piso en Manhattan y miro el Bang & Olufsen en la pared y todas esas cosas modernas y japonesas y minimalistas que tienes, y tus fotos, y pienso, vaya, carajo, mi vida es tan pequeña al lado de esta otra vida, de cualquier vida, ¿por qué alguien se molestaría tanto en mí? ¿Por qué creer en mí si ni yo misma lo hago? Soy buena para la cama, sin falsa modestia, mi amor, pero no es para tanto. ¿Por qué? Hay tantas cosas que no sé. Tantas cosas que quiero saber.
-¿Qué quieres saber? –le pregunto a Mey, y me arrepiento al segundo siguiente.
20060804
Un gorro de lana
Como estoy escribiendo el libro de O'Higgins, con esto del puente a Chiloé creo que puedo añadir algunos elementos al debate.
¿Por qué será que Santiago, cada vez que puede, les da una patadita -pequeña, que no se note- en el culo? El puente para unir la isla al continente sale muy caro. Todavía se pueden usar los ferrys. Bueno, lo mismo se dijo a fines del s. XIX cuando se decidió construir el viaducto del Malleco, que hizo posible que el tren entrara en la Araucanía: "¿para qué? Todavía se pueden usar los burros".
Los chilotes fueron, salvo contadas excepciones, partidarios del rey de España en el periodo de la independencia. Dependientes casi siempre de Lima, y no de Santiago, nutrieron al ejército del virrey que combatió a los O'Higgins, a los Carrera y después a los San Martín, y los Las Heras, hasta que quedaron casi sin población masculina. Durante el periodo que se llama de la Patria Vieja, se alistaron y fueron unos feroces rivales de los huasos del valle central, obligados a enrolarse al paso del "ejército restaurador" de Carrera. Se les acabó el impulso, eso sí, cuando sus generales los obligaron a seguir avanzando al norte de Concepción: ellos estaban dispuestos a retomar hasta la actual octava región. En el norte muchos desertaron. Después, fueron activos participantes -siempre del lado del rey- de la batalla de Rancagua. En Chacabuco las fuerzas combinadas de chilenos y argentinos hicieron pebre al batallón Chiloé.
Chiloé fue lo último que se conquistó del proceso de independencia. Hay que decir que el ejército chileno fue derrotado dos veces por los chilotes antes de eso: en 1820 y 1824. El tratado que terminó las hostilidades, recién en 1826, los reconoció como chilenos y les respetó propiedades y cargos, pero nunca, realmente, hubo un proceso formal de reconciliación con el resto del país. El puente habría sido una bonita oportunidad para terminar con eso de una vez con todas y dejar de mirarlos como marcianos, como "mágicos", como gorros de lana, y empezar a considerarlos iguales.
20060803
Elefantes y humanos
Hace una friolera de años escribí "Sangre Azul", un libro de cuentos que para mi sorpresa absoluta vendió. Vendió bastante, para Chile. Y si hubiera sido publicado en Estados Unidos, también hubiera vendido bastante (en USA los libros no venden mucho, lo que pasa es que se publican millones de libros, y los que venden, venden). En fin. Nada. Que tengo ganas de escribir cuentos de nuevo. Pero sé que ya el horno no está para bollos. Los cuentos no se leen. Las novelas no se leen. Muy poco se lee.
Tal vez este -el blog- sea el formato para publicar cuentos.
Tal vez ya no haya que vender nada, excepto autos o celulares.
Me compré el Best American Magazine Writing 2005. Es el libro que junta los reportajes finalistas de la Asociación Americana de Editores de Revistas (ganadores 2006 aquí).
Hay un reportaje allí aparecido en la National Geographic Adventure (aquí un trozo de él). Se trata de elefantes en una región de la India en la que hay muchos, y compiten con los humanos por la comida. Sucede que como se ha desforestado hasta el contre (buen término, ¿no es el hígado del pollo?), los elefantes vagan por los campos y las aldeas en busca del poco bosque que queda y de comida. En esos menesteres, los elefantes han pasado, literalmente, encima de los humanos, así que no son algo simpático en las aldeas. Pero como también hay muchas aldeas, los tipos corretean al elefante... a la aldea del lado. Es un cuento de nunca acabar.
¿Por qué los lugareños simplemente no matan a los elefantes? Porque en la India desde hace dos mil años se le rinde culto a Ganesha, entidad del panteón hindú con cabeza de elefante. El animal es Dios. No matas a Dios. A lo más lo auyentas golpeando cacerolas.
En fin. Leyendo el artículo se me vino la idea de un cuento. Contaban que no hace mucho, una mamá elefante con sus dos hijos, de pocos años de vida, cruzaron una línea férrea. Uno de los cachorros (¿se dice así?) se quedó atrapado. La mamá trataba de sacarlo embistiéndolo. El tren se acercó. La mamá se desesperó. El otro cachorro se puso a ayudar. La mamá barritó (el elefante barrita) al tren, para asustarlo. Murieron los tres.
No sé si algo de elefantes sale de aquí. Aunque pensándolo bien ya se escribió algo así: "La decisión de Sofía", de William Styron.
Elefantes y humanos.
Nada, solo pensando.
Tal vez este -el blog- sea el formato para publicar cuentos.
Tal vez ya no haya que vender nada, excepto autos o celulares.
Me compré el Best American Magazine Writing 2005. Es el libro que junta los reportajes finalistas de la Asociación Americana de Editores de Revistas (ganadores 2006 aquí).
Hay un reportaje allí aparecido en la National Geographic Adventure (aquí un trozo de él). Se trata de elefantes en una región de la India en la que hay muchos, y compiten con los humanos por la comida. Sucede que como se ha desforestado hasta el contre (buen término, ¿no es el hígado del pollo?), los elefantes vagan por los campos y las aldeas en busca del poco bosque que queda y de comida. En esos menesteres, los elefantes han pasado, literalmente, encima de los humanos, así que no son algo simpático en las aldeas. Pero como también hay muchas aldeas, los tipos corretean al elefante... a la aldea del lado. Es un cuento de nunca acabar.
¿Por qué los lugareños simplemente no matan a los elefantes? Porque en la India desde hace dos mil años se le rinde culto a Ganesha, entidad del panteón hindú con cabeza de elefante. El animal es Dios. No matas a Dios. A lo más lo auyentas golpeando cacerolas.
En fin. Leyendo el artículo se me vino la idea de un cuento. Contaban que no hace mucho, una mamá elefante con sus dos hijos, de pocos años de vida, cruzaron una línea férrea. Uno de los cachorros (¿se dice así?) se quedó atrapado. La mamá trataba de sacarlo embistiéndolo. El tren se acercó. La mamá se desesperó. El otro cachorro se puso a ayudar. La mamá barritó (el elefante barrita) al tren, para asustarlo. Murieron los tres.
No sé si algo de elefantes sale de aquí. Aunque pensándolo bien ya se escribió algo así: "La decisión de Sofía", de William Styron.
Elefantes y humanos.
Nada, solo pensando.
20060802
Líbano-Israel: las historias que hay que contar
El Guardian trae hoy esta crónica sobre los niños y la guerra. La foto es de esa crónica. En este caso, la foto no vale más que las mil palabras que el artículo. Cómo será.
una de las cosas que cuenta el artículo es que cuando hay muchos niños en las familias, hay muchos niños muertos en los ataques. Otra cosa es que cuando hay muchos niños, los padres tienen que elegir a quien tomar en brazos para salvar.
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