Escritor, periodista. "Nuestro Terremoto", el 27/F en la empresa Arauco. "¡Independencia!", siete crónicas históricas de la revolución que nos parió. Ambos en venta en librerías.
20061212
Y ya cayó
Miré a mi hija que a su vez miraba un libro infantil.
Pensé: "no me cagaste, viejo conchetumadre. Sobreviví a ti. No definiste mi vida".
Es ridículo, porque en la adolescencia uno debería estar preocupado de otras cosas, pero de verdad yo estaba preocupado por Pinochet, y me angustiaba que él y su dictadura existieran. Y recuerdo entonces haber tenido el temor de vivir con él para siempre, de que me importara siempre, de que las vidas de los dos estuvieran tan enredadas que parte de él viviera en mí.
Tiré un par de piedras con pésima puntería, fui apoderado del no.
Pero también logré respetar a los que no pensaban como yo. Fue un largo y difícil camino que el VC (viejo culiado) no hacía fácil.
Se murió y se murió no más.
Se murió y yo estaba en otra y me alegro de haber estado en otra.
20061206
El fin de las librerías
Tienen una situación muy parecida a la nuestra: un crecimiento exponencial del alcance de la educación general y universitaria... y unos índices de lectura cada vez más míseros.
Copio y pego:
___
Hacia un país sin librerías
por Gabriel Zaid
Presas de un círculo vicioso que se retroalimenta, producto de malas decisiones gubernamentales, y muestra del fracaso de nuestro sistema de educación, las librerías en México se encaminan a desaparecer. Gabriel Zaid hace la autopsia de esta industria nacional.
El número de librerías que hay en México no corresponde al tamaño del país, ni a su escolaridad. Desde 1940, la población se ha quintuplicado: de 20 a 102 millones. El número de estudiantes se ha multiplicado 16 veces: de 2 a 32 millones (ha subido de un décimo a un tercio de la población total), según las Estadísticas históricas del INEGI y los informes presidenciales. La población universitaria (la que terminó cuando menos la preparatoria) ha crecido como 80 veces: de 0.2 a 15 millones (ha subido del uno al quince por ciento de una población cinco veces mayor). Por esto, y por la intensa burocratización del país desde 1940, parece natural que la demanda de papel para escribir (en la escuela y en el trabajo) haya crecido aceleradamente. Esto se refleja en el número de papelerías, como puede verse en la tabla adjunta.
Lo que no parece natural es que las librerías se hayan rezagado, y cada vez más. En 1940, había casi tantas librerías como papelerías (sin contar que muchas papelerías vendían libros). Para 1970, la proporción había bajado de 90 a 22 por ciento. Actualmente, no llega a 4 por ciento. ¿Cómo explicarlo?
1. En primer lugar, porque los universitarios no leen, como lo documentó la encuesta La cultura en México de la Universidad de Colima (1996) y lo confirma la Encuesta nacional de lectura de Conaculta (2006). Dado que el ingreso promedio de la población universitaria es superior al ingreso promedio del resto del país, esto implica que la población más preparada (escolar y económicamente) para comprar libros no es lo que se esperaba. La educación ha costado mucho y educado poco. Esto se refleja en el número de librerías por millón de universitarios: ha descendido a la quinta parte (de 922 a 187), como puede verse en la tabla.
2. Cada vez menos libros de texto pasan por las librerías. Fueron un renglón básico para el negocio (por su volumen y su venta rápida y segura). Pero en 1959 se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos y los de primaria salieron de las librerías. Actualmente, la Conaliteg distribuye gratuitamente un millón de ejemplares diarios (www.conaliteg.gob.mx): más de los que venden todas las librerías juntas. Gradualmente, las librerías fueron perdiendo también los de secundaria, preparatoria, etc., a medida que los centros de enseñanza entraron al negocio de la venta a sus estudiantes.
3. El negocio de las librerías, descremado de los libros de texto, fue descremado también de los bestsellers. Las cadenas de tiendas empezaron a vender libros, junto con todo lo demás, y con los mismos criterios: maximizar las ventas por metro cuadrado. Esto condujo inevitablemente a excluir los libros de menor rotación: a concentrarse en los bestsellers, sin entrar a la parte más difícil del negocio, que dejaron a las librerías. En esta parte difícil está el atractivo cultural de la diversidad, pero el problema comercial de una demanda menor.
4. Las librerías fueron desplazadas a zonas menos concurridas. La presión de elevar la rentabilidad comercial de cada metro cuadrado condujo a una elevación de las rentas inmobiliarias, y viceversa; más aún cuando el comercio pasó de los centros históricos a los nuevos centros comerciales, creados como negocio inmobiliario.
La parte céntrica de las ciudades incluye un número limitado de locales comerciales, que se benefician (mientras el centro no se deteriora) del tráfico creciente de paseantes y compradores. Esto atrae negocios que no encuentran locales, y sólo pueden entrar pagando traspasos y mayores rentas; lo cual es posible para giros de mayor rentabilidad, que van desplazando a los otros. En los nuevos centros comerciales, esto no sucede como un proceso histórico, sino desde el principio. Sólo pueden entrar los negocios capaces de pagar rentas elevadas. Pocas librerías están en ese caso.
5. La escasez de librerías causa escasez de librerías. Donde no hay playas, ríos, ni albercas, no puede haber costumbre de nadar. Que los lectores vayan a las librerías a ver qué hay, que unas personas vean a otras entrar a una librería, que los hijos vean a sus padres llegar a casa con libros, que los escaparates de las librerías sean parte del paisaje urbano, puede ser normal en la vida cotidiana. Pero la ausencia de todo eso también puede ser normal.
Si no hay oferta, no hay demanda. ¿Dónde estaba la gente que hoy va a tomar café y conversar o leer en Starbucks? Muchas satisfacciones no se producen porque no hay donde satisfacerlas, porque no hay un empresario creador de una oferta que venda lo suficiente por metro cuadrado. Pero las condiciones pueden ser tan difíciles que ningún empresario pueda superarlas. Si no hay suficiente demanda, la oferta es insostenible.
Donde es normal que no haya librerías se vuelve más difícil que las haya. No es fácil sacar los gastos donde no hay (o se van perdiendo) las costumbres de la vida cotidiana que sostienen las librerías.
6. Otro círculo vicioso: los libreros pesan poco frente a las autoridades, lo cual facilita que los ignoren, con lo cual se hunden más. Las librerías son casi todas microempresas (el 93%, según el censo comercial 2004). Históricamente, en la cadena comercial que va del papel a las librerías, el Estado ha favorecido, sobre todo, a los fabricantes de papel (grandes empresas); secundariamente, a los editores (medianas, pequeñas y micro); y nada a las librerías. Las empresas que pesan tienen capacidad de interlocución con el poder, y pueden pagar estudios, abogados y cabilderos para defender sus posiciones; gracias a lo cual obtienen ventajas, crecen y pesan más. Las microempresas no tienen esa capacidad, ni medios para defenderse, por lo cual viven a salto de mata.
Los promotores del tabaco, el alcohol y los casinos se gastan millonadas en congraciarse con las autoridades y el público. Los promotores del vicio de leer no tienen esos recursos.
Hace muchos años, un alto funcionario de la Secretaría de Hacienda se dignó escuchar a un pequeño grupo que abogaba por las librerías. Después de la reunión (infructuosa), me vio buscando un taxi, le dijo a su chofer que se detuviera, amablemente me ofreció un aventón y lo aprovechó para decirme algunas verdades: Están ustedes en la calle. No vienen más que a llorar. Habían de ver cómo nos tratan los grandes industriales. Llegan con estadísticas, estudios de mercado, cálculos de costos, análisis económicos, considerandos legales y hasta el decreto que quieren, perfectamente redactado. Nos hacen presentaciones audiovisuales maravillosas, nos distribuyen documentos con edecanes maravillosas, etc. Tenía razón.
7. Por último, apareció el cuento de los descuentos. Empezó como un dumping de libros españoles. En los Estados Unidos y en Europa, los editores consideran dañino y contraproducente rematar lo que imprimieron de más: los libros que no se venden. Muchos prefieren conservarlos por tiempo indefinido. Otros, especialmente en los Estados Unidos, prefieren destruirlos y venderlos como celulosa a las fábricas de papel, para ahorrarse los costos de almacenaje.
En la España de Franco, la censura permitió a los editores publicar libros prohibidos, siempre y cuando no hicieran daño interno: se destinaran exclusivamente a la exportación. Quizá de ahí surgió la práctica de tratarnos como el traspatio donde se tira la basura. El caso es que empezó el dumping: los libros no vendibles, que sería dañino rematar en España, fueron a dar a los tiraderos de América. En México, las tiendas Aurrerá (que empezaron precisamente como una tienda de saldos de ropa) tomaron la iniciativa de comprar cargamentos de libros españoles a precios irrisorios, como gancho para atraer público. La Librería Gandhi fue la primera y casi única en hacer lo mismo, lo cual le ayudó a crecer extraordinariamente.
Pero vender saldos a precios irrisorios junto a libros normales hace que los normales parezcan carísimos. Había que ofrecer un gancho adicional: descuentos de 20% o 30% en los libros normales, desde el momento de su publicación. Sólo que, con los precios normales, no había margen para esos descuentos. Hasta que apareció la idea genial: inflar los precios para dar un descuento aparente. En vez de fijar el precio en $80, fijarlo en $100, para dar un descuento “fabuloso” de $20. Para esto, el descuentero, en vez de recibir del editor un descuento de 30% sobre $80, recibe un descuento de 50% sobre $100, lo cual le permite ofrecer al público 20% (que, de hecho, sigue comprando a $80).
Los que perdieron fueron los lectores que viven lejos de los descuenteros. El costo de comprar un libro no se reduce al precio neto que se paga. El costo de ir de compras puede ser muy alto, sobre todo en una gran ciudad: tiempo, transporte, estacionamiento, más la oportunidad (no siempre fácil) de hacer el viaje. Enviar un libro por mensajería dentro de la ciudad de México puede costar, digamos $60; ir personalmente, mucho más: lo mismo o más que el libro.
El costo de ir de compras no cambió para los lectores que viven cerca de un descuentero. Tampoco el precio neto del libro, que siguió siendo el mismo, después del “fabuloso” descuento. Estos lectores quedaron como estaban. Pero los que viven lejos cargaron con un costo adicional: o ir a donde está el descuentero para pagar el mismo precio neto que antes, cargando el costo de viajar hasta allá; o ir a su librería cercana y pagar el sobreprecio diseñado para que se luzca el descuentero.
Lo deseable es que todos los lectores, no sólo una minoría, reciban los descuentos de 20% o 30%, sin hacer viajes costosos. Esto equivale a que todas las librerías vendieran al mismo precio neto, y lo más sencillo sería no complicarse la vida con descuentos falsos: establecer un precio fijo neto, sin descuentos, como se hizo durante tantos años, y todavía se hace en muchos países. Pero supongamos que todos (lectores, libreros y editores) prefieran complicarse la vida con descuentos ilusorios. ¿Por qué no pueden darlos las otras librerías? Porque si compran a $70 un libro de $100, no pueden venderlo a $80, y menos aún a $70. No les alcanza para pagar la renta y demás gastos. Por otra parte, si lo ponen a $100, una parte de su clientela irá a comprar con el descuentero. Esto genera un círculo vicioso: los gastos fijos del local tienen que salir de ventas cada vez menores, hasta que llega el punto en que no pueden sostenerse.
Pero el descuentero no compra a $70, sino a $50 o a $45. Por eso puede vender a $80 o $70. Sin embargo, no se habla de estos precios invisibles, que son los de mayoreo. Se habla del precio único visible que fija el editor, y que se fija, precisamente, para ser violado: para que se luzca el descuentero. No es lo mismo (psicológicamente) etiquetar un libro a $80 o $70 que etiquetarlo a $100 menos $20 o $30. Naturalmente, si todas las librerías comprasen a $50 o $45, todas podrían hacerle al cuento de los grandes descuentos.
El problema de fondo es que los precios invisibles son muy discriminatorios, a favor de los descuenteros y las grandes cadenas de tiendas. No hay regulación al respecto, aunque en los tratados de comercio internacional es común una cláusula que prohíbe conceder a un país condiciones favorables que no se extiendan a los otros. También hay algo con este mismo espíritu (la no discriminación) en la Ley Federal de Competencia Económica (artículos 10 a 13). Pero es difícil observar (ya no digamos controlar) los precios invisibles, precisamente porque lo son, y porque están ligados a las condiciones de venta, que de hecho son parte del precio: escala, crédito, fletes, compra en firme o con derecho a devolución, etcétera.
Es razonable un descuento mayor para el que compra cien ejemplares de un libro, porque se supone que en la transacción hay economías de escala. Pero, una vez que se concede, es común que el comprador exija el mismo descuento extraordinario para los libros de los cuales no compra más que un solo ejemplar. O que, incluso para los cien ejemplares, ponga después condiciones sumamente onerosas, que borran las supuestas economías de escala: Sí, te voy a comprar cien ejemplares, pero facturas uno por uno, surtes uno por uno y recoges la devolución uno por uno, en cada una de mis tiendas, en toda la república. A pesar de lo cual, no acepto que me vendas el ejemplar a $70, como a la pequeña librería que también compra uno por uno. Me tienes que vender a $45.
El costo burocrático y legal de impedir estas prácticas de abuso monopólico contra las pequeñas librerías sería absurdo, centrándose en los precios invisibles que rigen el mayoreo. Lo sencillo y práctico es centrarse en los precios visibles al público. Si en los tres primeros años de la vida comercial de un libro (editado en México o importado), todas las librerías tienen que venderlo al mismo precio, desaparece la competencia desleal: todas tienen que competir en servicio.
Al oponerse a esta solución, que propuso la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, aprobada por el Poder Legislativo, la Comisión Federal de Competencia ha hecho un papelazo tragicómico. Cuando propuso el veto contra los gigantes de la televisión, no le hicieron caso en Los Pinos. Pero arremetió contra las librerías, y el presidente Fox le concedió ese premio de consolación. Hay algo quijotesco en el empeño de sostener una librería en un país al que no le importan las librerías. Y hay algo tragicómico en que el Estado se crea el verdadero don Quijote, defendiendo al “consumidor” contra las librerías.
–Vuélvase, vuestra merced. Aquí no hay gigante. Voto a Dios que son ovejas las que va a embestir.
Pero, lanza en ristre, se entró por medio del escuadrón de las ovejas y comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus mortales enemigos
20061116
Multitiendas
"Me están cobrando dos lucas por algo que no van a hacer".
"Parece que igual se lo abonan a su primo", dice el tipo con cara compungida. Y claro: al vendedor lo hacen participar del robo sin ser ladrón.
"Sí, seguro que se lo van a abonar", pienso.
20061031
Se habla spanglés
Para que no se pierda en el limbo del tiempo y la red, acá va (la versión P12 aquí):
-----------
Pese a que oficialmente Estados Unidos es el quinto país de habla hispana en el mundo, a que Los Angeles es la segunda ciudad con más mexicanos del planeta y que el exilio cubano de Miami es cortejado con algo más que flores por cualquier candidato que aspire a ocupar la oficina oval de la casa blanca, escribir en castellano en los Estados Unidos parece un acto romántico o demencial.
La vida loca Quienes escriben ficción en castellano en Estados Unidos ven pasar por la ventana cómo “lo latino” está más caliente que nunca. La reina adolescente Cristina Aguilera y el ex menudo puertorriqueño Ricky Martin llenan el Madison Square Garden y los músicos cubanos del Buena Vista Social Club pierden por nariz el Oscar. La eterna historia del crossover -la aceptación por parte del mundo anglo de la cultura que golpea a sus puertas– es una sirena que les canta a los hispanos más que nunca antes en la historia yanqui. Junot Díaz, Esmeralda Santiago, Oscar Hijuelos, Julia Alvarez, por mencionar algunos, han hecho crossovers más que exitosos, con múltiples ediciones y el beneplácito de la revista New Yorker, por ejemplo. Sin embargo, a estos escritores hispanos hay que traducirlos si uno quiere leerlos en castellano. Su idioma original es el inglés.
Desconectados entre sí, los escritores en castellano pertenecen a una cofradía que básicamente ignora la común existencia. Estos escritores publican esporádicamente en pequeñas revistas o editoriales o simplemente, dejan de publicar, decepcionados ante la lejanía de un público que pueda acogerlos y ante a la distancia de los países de origen, cuando los hay. Para estos escritores, el nuevo orden mundial está sarcásticamente invertido: la superpotencia, sí, es Latinoamérica, pero Latinoamérica también los ignora o los mira extrañada, como si un equipo de béisbol apareciera en la mitad del Monumental.
Lenguaraces Los escritores que escriben en castellano en Estados Unidos soplan una brasa que no se apaga, pero que tampoco se transforma en fogata. Es en Latinoamérica donde aspiran a publicar, allí quieren darse a conocer y, con algo de suerte, desde allí esperan que las editoriales yanquis los llamen y los traduzcan. O si no, simplemente escriben para sí mismos, por amor al arte, en un silencio sólo roto durante las sesiones de talleres literarios que generan modestas revistas semestrales.
Aunque casi siempre son perfectamente bilingües, insisten en el español antes que el inglés. Pero esto les hace tener menos oportunidades que sus colegas hispanics, quienes, escribiendo en inglés sobre las mismas experiencias, obtienen adelantos de 600 mil dólares, premios, becas y adaptaciones al cine.
Una de las bisagras entre el mundo anglo y el mundo hispanic es Ilan Stavans, un académico mexicano que enseña en el Amherst College de Massachussets. El New York Times lo elevó el año pasado a pope de la literatura hispana, un descubridor de escritores. Stavans es jovial y enérgico. En su oficina descansa un manuscrito de 2.500 páginas que en 2003 se transformará en la primera antología histórica de la literatura hispana en Estados Unidos. El libro comenzará con escritos coloniales, del siglo XIX y terminará con extractos de literatura en “spanglish”. La única condición para que un texto forme parte de la antología es que haya sido escrito dentro de lo que es hoy el territorio estadounidense, sin importar el idioma en que se haya redactado.
“Creo que hay tres tipos de escritores hispanos hoy”, dice Stavans. “Los que nacieron en Estados Unidos y escriben en inglés, los que llegaron de afuera y escriben en español y los que nacieron aquí, pero de alguna manera se las arreglan para mantener al español como su primera lengua”.
Entre los que llegaron de afuera está el boliviano Edmundo Paz Soldán. Con más de diez años en Estados Unidos –enseña Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Cornell–, Soldán ha publicado en Alfaguara Bolivia y, gracias a su agente neoyorquina, ha sido traducido en Dinamarca y Finlandia. Pero, dice, le faltaría por lo menos un país europeo grande para que un editor estadounidense se interese en él. Asegura estar dándole vueltas a la idea de autotraducirse al inglés.
Como Paz Soldán, la mayoría de los escritores en castellano en Estados Unidos nacieron en otra parte. El peruano Isaac Goldenberg, por ejemplo, que está a la cabeza del Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York, llegó a la Gran Manzana hace más de veinte años y recién –luego de tres novelas y seis libros de poesía (siempre con el Perú como tema y siempre en castellano), está trabajando en su “primera novela en inglés; es en primera persona y cuando empecé a imaginarme el personaje, hablaba en inglés”.
Goldenberg ha publicado en Perú y en Estados Unidos y está a cargo de la editorial Latino Press, la insignia del Instituto de Escritores Latinoamericanos, y una de las pocas editoras que publican exclusivamente material en castellano. No es fácil encontrar libros de Latino Press en Barnes & Noble, la gran cadena de librerías de Estados Unidos, pero Goldenberg se las arregla para ser distribuido a través de una empresa de Miami.
Además de Latino Press, el Instituto tiene un taller literario dirigido por un pintor y escritor chileno llamado Juan Gómez Quiroz, que publica Brújula/Compass, una revista que sale dos o tres veces al año -dependiendo de los recursos económicos de los cuales dispongan– y que, como su nombre bien lo indica, publica material en inglés y en español. “No hay lugares para publicar en español”, dice el venezolano Jesús Bottaro, miembro del taller. “Ésta es una aventura romántica”.
Airlines Menos romántica y más difícil fue la aventura que tuvo que emprender Eduardo Becerra para dar con un escritor que a) hubiera nacido en Estados Unidos y b) escribiera ficción en castellano. Becerra, editor de Líneas Aéreas, la antología que el año pasado presentó al público de España una nueva horneada de escritores americanos nacidos con posterioridad a la revolución cubana, decidió dedicar a Estados Unidos un capítulo del libro. No sabía que la tarea sería difícil. Así que recurrió al que más brillaba.
El tejano Rolando Hinojosa-Smith no nació antes de la revolución cubana, y por lo tanto estaba fuera del proyecto de Líneas Aéreas, pero sus galardones (tiene en su haber un premio Casa de las Américas por su novela Klail City y sus alrededores y es uno de los escritores más importantes de Texas) lo hacen figurar en todas las listas de hispanos destacados en Estados Unidos, junto al ministro de vivienda, Henry Cisneros, y al actor Edward James Olmos.
Desde el mundo universitario –tiene una cátedra en la Universidad de Austin, Texas– ha escrito parte de su obra en inglés y parte en español. Fue él quien sugirió a Becerra enrolar a un joven colega de Austin, Santiago Vaquera.
Vaquera, un barbudo y rápido profesor de español en la universidad de Texas, es un chicano –esto quiere decir que sus padres son mexicanos, pero él nació en territorio estadounidense– que derivó al castellano escrito luego de que el establishment en inglés le cerrara la puerta en la cara. “Mi material era como la venganza de los chicos latch key”, cuenta Vaquera, refiriéndose a los niños cuyos padres trabajan todo el día y que se van directo de la escuela a una casa sin adultos, con televisión encendida y con el picaporte de la puerta en posición “cerrado”. Vaquera se crió así. “Y esta experiencia”, dice, “es común a blancos, negros y mexicanos”. Pero cuando en los ochenta Vaquera trató de mover estos relatos en inglés, la recepción fue tibia: se suponía que los chicanos debían escribir de la vida en el campo o en el caos urbano de las pandillas angelinas. Nadie esperaba una voz, en inglés, sobre los hispanos de clase media con demasiada televisión en la cabeza. “El castellano, en cambio era un territorio libre”.
Babel doméstica A pesar de que lo habla a la perfección, no ha sido fácil para Vaquera escribir en el idioma de sus padres. En su cabeza hay una lucha constante entre el español del norte de México –que adquirió en casa–, el que aprendió en California –donde vivió su adolescencia–, el spanglish que conoció en la calle y el inglés que habla con su esposa dominicana (quien, paradójicamente, es lingüista). Luego de pasar un año en Ciudad de México como parte de un año sabático, logró dominar su español escrito hasta hacerlo publicable. “Incluso hoy, cuando escribo”, dice Vaquera, “trato de evitar pensar en inglés, porque traducir después es complicado. Tengo que esperar a que venga la idea en español y luego pulirla”.
Hace unos años atrás, quizás Vaquera hubiera tenido más aceptación. Luego de la película Como agua para chocolate, basada en la novela homónima de Laura Esquivel, las editoriales neoyorquinas pensaron que podía haber una mina de oro que no estaban explotando bajo sus narices: el castellano.
“Aún no puedo creer que estemos hablando de esto en tiempo pasado”, dice Ilan Stavans. “Algunos años atrás, yo solía decir y esto está pasando ahora mismo”. Lo que estaba pasando era simple. Las editoriales empezaron a publicar en castellano. Si a Como agua para chocolate le había ido tan bien en la taquilla, ¿por qué no le iba a ir bien como libro? Y efectivamente, así fue. Se transformó en la novela en castellano más vendida de los noventa. Las editoriales siguieron adelante. Fue el turno de los clásicos. Vargas Llosa, García Márquez y Cortázar fueron editados en castellano por Penguin, Simon & Schuster o Vintage Books. Y luego les tocó a los hispanos. Los mismos hispanos que antes habían publicado en inglés y se habían hecho famosos ahora estaban siendo traducidos al español, para llegar a todo el público que fuera posible llegar.
“Los lectores estaban orgullosos”, cuenta Stavans. “Era como un triunfo político. Pero el problema fueron las traducciones”. En esas primeras traducciones –encargadas a los apurones en España–, personajes dominicanos, cubanos, chicanos, terminaban hablando como madrileños. Los lectores rechazaron la rareza, las editoriales entendieron el problema y lo corrigieron, pero con unos traductores bastante a mano.
“No fue mi decisión traducirlo al castellano”, dice Esmeralda Santiago, autora del best-seller de memorias Cuando era portorriqueña. “Mi editor pensó que mis lectores apreciarían más el libro de esta manera”. Santiago dejó Puerto Rico a los trece años, a finales de los cincuenta, cuando abandonó su educación formal en castellano y comenzó en inglés. “Era como un reto para mí porque temía que mi castellano no fuera lo suficientemente bueno. Pero una vez que empecé con la traducción, me di cuenta de que sabía más de lo que suponía”. La respuesta que encontró la escritora fue que los lectores que aseguraban haber leído la novela en ambos idiomas, la encontraban más graciosa en castellano.
Mercado lingüístico Cuántos hablan y cuántos leen castellano en Estados Unidos es una cuenta que nadie se ha interesado en sacar. Karin Kiser, experta en mercadotecnia de libros en castellano, afirma desde San Diego que se estiman entre ocho y diez millones los hispanos capaces de leer castellano con fluidez. Otra estimación con la que trabaja Kiser es que esos lectores gastan unos cuatrocientos millones de dólares al año en libros en castellano. No es mucho, si se tiene en cuenta que sólo por su última nouvelle, Riding the bullet –publicada en Internet–, Stephen King engrosó su cuenta corriente en 450 mil dólares.
Por estos días un fantasma recorre los buzones de Estados Unidos. Es el fantasma del censo 2000, promocionado en la televisión como una de los momentos más importantes para la marcha de las minorías étnicas. El gobierno federal proclama que si se sabe exactamente cuántos habitantes hay, puede destinar mejor las ayudas económicas a los grupos desprotegidos.
El último censo, llevado a cabo en 1990, descubrió a 20 millones de hispanos en Estados Unidos. En julio del año pasado las proyecciones demográficas subían esta cifra a 30 millones. Pero algunos en el mundo editorial no sacan cuentas tan felices.
“Seguro, la pregunta en el censo era ¿es usted descendiente de hispanos? Y la gente respondía que sí porque su abuelo era mexicano, pero resulta que esta gente no hablaba español en absoluto”. Leylha Ahule es la gerente de Alfaguara Estados Unidos. Desde su sede en Miami, Leylha apunta fundamentalmente al mercado académico, al millón de alumnos que están matriculados en cursos de literatura o de idioma español. “La verdad”, dice Ahule, “es que los hispanos en Estados Unidos tienen un bajo nivel de educación. Los libros que más se venden son de astrología, los espirituales, los de medicina y los de incienso”.
De acuerdo a un estudio de ventas encargado por Alfaguara, durante la década pasada el libro más vendido en castellano en Estados Unidos fue Como Agua para Chocolate con 75 mil ejemplares. Lo siguieron El Regalo de Danielle Steel y el popularísimo El libro de remedios caseros.
“Para nosotros”, concluye Ahule, “vender cincuenta mil copias es excelente. En términos de lo que es la industria del libro en inglés, es ridículo. Pero para nosotros vender incluso 10 mil copias de una novela es una hazaña”. La editorial confía en su conocimiento del mercado hispano, conocimiento que no tienen las grandes editoriales yanquis. Si los Simon & Schuster y los Penguin desprecian ventas de diez mil ejemplares, para editoriales que se dedican y conocen el nicho, insiste Ahule, menos es más.
La excepción que confirma la regla
El escritor hondureño Roberto Quesada vive en Nueva york desde hace más de diez años, jamás ha escrito en inglés, no está pensando en hacerlo y sin embargo, tiene dos novelas traducidas al inglés y está a punto de editar una tercera. Incluso, el año pasado, el New York Times criticó su última publicación. No fue en la revista de libros que aparece los domingos, ni tampoco la crítica fue excesivamente laudatoria, pero Quesada ya puede decir que el New York Times se molestó en leerlo.
¿Cómo lo hizo? Quesada tiene suerte, buenos contactos y un espíritu a prueba de balas. “Escribo en mi propio idioma porque escribir ya es complicado, así que para qué complicarlo más”. Durante años Quesada cargó con el complicado título de escritor hondureño en Nueva York. “Serlo significaba nada. Pero eso cambió cuando fui traducido”.
Quesada tuvo los contactos correctos casi por azar. Los conoció en oscuras ferias del libro en solidaridad con Centroamérica durante los años ochenta. Primero Hardie St. Martin, traductor al inglés de García Márquez. Luego, Kurt Vonnegut, el inclasificable autor de Matadero 5, a quien Quesada abordó sin saber quién era (luego se daría cuenta de que el resto de la concurrencia no se acercaba a Vonnegut por exceso de respeto). Hoy Quesada tiene traducidas dos novelas, Los barcos (The ships) y The big Banana, que de su computadora pasó directamente a un traductor y de ahí a librerías a cargo de Arte Público Press. “El éxito”, dice Quesada, “es una extraña mezcla de trabajo duro y oportunidades. Hay un montón de gringos que tampoco pueden publicar aquí”.
20061024
20061015
El rock and roll ha muerto
La cosa es así. Si vivías en Nueva York antes de que la ciudad se pusiera taquillera y segura, si arrendabas departamentos antes de la era Giuliani, de Dinkins para atrás, digamos; si conociste Times Square cuando era un lugar de putas y narcotraficantes y en la Octava te podías meter a cines pornos, digo; si te pasó todo eso y aún sigues ahí, es muy probable que tengas una "renta controlada", es decir, pagues unos 400 dólares por un departamento que, si se arrendara hoy a otra persona, costaría unos dos mil quinientos. ¿Estamos? Así es la cosa: socialismo para los viejos neoyorkinos en la ciudad más capitalista del mundo.
¿Qué pasa? La presión inmobiliaria es fuertísima, y los dueños de edificios dejan que el lugar se pudra para que los viejos y pobretes arrendatarios se vayan y dejen el espacio a jóvenes y ambiciosos ejecutivos de Wall Street.
Muy bien. Si saben de rock, no es necesario que explique la importancia de CBGB en la escena neoyorkina y mundial. Si saben de bienes raíces en Nueva York, no les tengo que decir que el East Village es uno de los pocos lugares "pobres" que quedan en Manhattan, esto es, lleno de viejos arrendatarios, en su mayoría jipis que vivieron las heroicas jornadas setenteras y ochenteras de Thompkins Square Park, acaso el lugar entonces con más alta concentración de homeless y yonquis de la historia del mundo, y que el Bowery, ese "estado mental" neoyorkino conformado por la imposible angulación de las viejas calles con nombres y no con números, y que tiene su polo en el cubo donde se intersecta la East 8 St / Lafayette St. / Bowery / St. Mark's Pl./Astor Pl.
Dos más dos son cuatro. El dueño del recinto donde funcionó CBGB (315 Bowery) pidió el lugar -los CBGB no pudieron pagar sus deudas- y CBGB tiene que irse porque se acabó su contrato. Lo curioso es que el dueño del sitio es una organización no gubernamental que trabaja para los homeless, con un presupuesto de 32 millones de dólares al año.
Una mejor idea de esto la da esta crónica del New York Times. Aquí algunos estractos:
“Cuando empezábamos, no había lugar en que pudiéramos tocar, así que terminamos en el Bowery", dijo Tom Erdelyi, más conocido como Tommy Ramone, el primer baterista del grupo y único miembro original vivo. "Fue un calce perfecto"
Aquí hay un documental sobre los Ramones y CBGB.
20061006
20061005
“Creo en la utilidad de los libros, fíjese usted”
Paso lo que más puedo en California, ya que el clima político me alimenta. La cólera me alimenta. Estoy la mayor parte del tiempo en cólera cuando estoy allí. Pues, lo que podría ser insoportable para otro es para mí el carburante de mi escritura.
Observe a estos pobres escritores sudamericanos. Algunos son muy buenos. Pero el “realismo mágico” los mató. Las críticas son como los turistas que vuelven diciendo que “hicieron” el Machu Picchu: ¡“Ay, se “hizo” el realismo mágico” - y ¡hop! ¡a la trampa!
-Dentro de cien años, qué le gustaría que leyeran de usted…?
-¡El alfabeto!
____________________________
“Creo que en la utilidad de los libros; fíjese usted”
Acurrucado en la sombra barroca de su chalet italiano, Gore Vidal mecanografía en una máquina de escribir. Es aquí, en Ravello, en esta casa legendaria construida en la cumbre del acantilado que escribió Palimpsesto, primer volumen de sus memorias. Aquí que compuso Creación, la Edad de oro y, más recientemente, El Final de la libertad. Gore Vidal, 79 años, en primer lugar ha abierto la crónica para sus posiciones iconoclastas y su homosexualidad declarada. En 1948 publicó una novela, The City and the Pillar, en la que que el tema homosexual le valió la ira de New York Times.
Obligado a lanzarse a la escritura de textos para la televisión, el teatro y el cine, tuvo un éxito estrepitoso antes de volver a la vanguardia de la escena literaria con Julien l' Apostat, y a numerosos ensayos culturales y políticos. Después del 11 de septiembre, se consagra a la denuncia de “Estados Unidos de Amnesia”. Es uno de los raros escritores que se han pronunciado radicalmente contra la guerra en Irak, que percibe como el síntoma de una tentación totalitaria. Odiado por la derecha americana, heraldo prolijo de la extrema izquierda, Vidal no termina de denunciar el hubris del imperio y la lenta delicuescencia de estas libertades civiles que fue el denario del sueño americano.
-¿Desde cuándo viene a Ravello?
-Vine por primera vez en una Jeep, en 1948, con Tennessee Williams. Manejamos desde Roma, nos decidimos a pasar el día aquí, rn Ravello, y descubrí este acantilado mágico. No me imaginaba que veinticinco años más tarde terminaría por tener una casa...
-¿Le asienta más la comodidad en Europa?
-No. Al contrario. Paso lo que más puedo en California, ya que el clima político me alimenta. La cólera me alimenta. Estoy la mayor parte del tiempo en cólera cuando estoy allí. Pues, lo que podría ser insoportable para otro es, para mí el carburante de mi escritura.
-Mucho, y a menudo, usted se ha comprometido. Incluso se presentó a las elecciones del Congreso en 1960 y luego en 1982. Es raro para un escritor. En Europa tuvimos Malraux y, en el otro extremo, a Drieu La Rochelle. En América Latina, Mario Vargas Llosa. Pero, en los Estados Unidos...
-Un escritor es también lo que su novela familiar hizo él. Mi abuelo era senador. Mi padre sirvió en la administración Roosevelt. Es decir, crecí en la política. Tal vez por eso es que me ha parecido natural comprometerme en los combates de mi tiempo y también, en mis libros, participar en la escritura de la historia de mi país. Son numerosos años, siete novelas, innumerables pruebas. Sé que la mayoría de mis contemporáneos se interesa más bien por la cuestión del matrimonio, por la custodia de los hijos o por el arte y por la manera de convertirse en profesor. Fascinante, ¿verdad? Pero muy poco para mí.
-¿Qué clase de impacto tiene una voz como la vuestra sobre la opinión pública americana?
-Estos pequeños libros que escribo como El Final de la libertad, que se refiere al periodo después del 11 de septiembre, se venden de a cientos de millares de ejemplares. Frente a eso, se me dice que las novelas sobre el matrimonio no se venden. No es el juicio quizá de Dios. Pero es el de la Historia...
-¿Es importante para usted el éxito?
-Para esta clase de escritura polémica, sí, es indispensable afectar el mayor número de personas. Aparte eso, la verdad es que nunca me han impresionado las pequeñas obras egocéntricas de mis colegas. Freud hizo mal a la literatura americana. La gente comenzó a hacerse “analizar” en los años cuarenta. Y todo el mundo se volvió terriblemente envarado en sí mismo. Saul Bellow escribió a este respecto una obra hilarante que ayudé a producir, The Last Analysis. Una pequeña obra de arte sobre las pequeñas naturalezas del egotismo americano.
-¿Hay escritores de su generación que admire?
-Leo muchos ensayos de historia, casi no novelas. Encontré un buen ensayo en el New York Review of Books, pero el autor desaparece inmediatamente. El escritor quien de verdad me gustó durante mi larga vida es Italo Calvino. Fui yo quien lo introdujo en América. Eso se debe, ya que no era “familiar”. Ahora bien, a los americanos sólo les gustan las cosas sobre las cuales pueden clavar una etiqueta. Libres de matar lo que están etiquetando. Observe a estos pobres escritores sudamericanos. Algunos son muy buenos. Pero el “realismo mágico” los mató. Las críticas son como los turistas que vuelven diciendo que “hicieron” el Machu Picchu: ¡“hay, se “hizo” el realismo mágico” - y ¡hop! ¡a la trampa!
-Si se le puede comparar con un escritor francés, sería seguramente con Gide. El Gide de Viaje al Congo y de Nuevas Comidas terrestres, el santo dueño de la homosexualidad política...
-Me gusta esta comparación. Por otra parte, conocí a Gide. 1bis, rue Vaneau, allí vivía, en el primer piso. Tenía una gran oficina con millares de libros donde me invitó, un día, al desayuno. Me propuso regalarme uno de sus libros. Elegí Corydon. Me respondió: “Nunca regalaré este libro; es tan anticuado, tan estúpido". Y: “Está bien para eso que envidio”. Siempre lo he tenido conmigo, dedicado. Y no es tan malo como creía.
-¿Qué piensa de la religión, hoy, en el otro lado del Atlántico?
-Es la obra del diablo. No hay quizá buen Dios, pero hay seguramente un diablo y su pasión dominante: la religión de los fundamentalistas protestantes. Creo que mi país comienza, en numerosos respectos, a asemejarse a una teocracia. Por medio de la televisión, los evangelistas recaudan fondos considerables que invierten de inmediato en hacer elegir oscurantistas retrasados. Como no hay sistema de educación pública, la gran mayoría de mis conciudadanos es de una ignorancia que da miedo. No saben dónde está Irak. Toman todo lo que el gobierno les dice como si fuera la palabra del Evangelio. Caramba, ¡cualquier país normal se habría rebelado contra esta guerra! Pero somos un país anormal, controlado por expertos en publicidad falsa.
-¿Y el Partido demócrata?
-Si llegan a encontrarlo, le pondré atención... Pero no existe.
-Nunca el país estuvo tan dividido.
-Sí. Entre imperalistas y antiimperialistas. Esa es la situación. El país más potente del mundo está volviendo a la edad piedra. Dicen: “Fuimos elegidos por los dioses para controlar el planeta". Pero la verdad es que se trata sobre todo de poner la mano sobre las últimas reservas de petróleo. En vez de encontrar energías alternativas, pretendemos controlar regiones enteras del mundo. Esta gente no comprende que el país, así, apuesta a pérdida.
-¿Es de los que creen que la libertad de expresión peligra en los Estados Unidos?
-Sí, por supuesto. El país pertenece a un puñado de hombres que controla también los medios de comunicación. Tome a General Electric. Produce armas nucleares para el Pentágono y posee la cadena por cable NBC News. Hay allí un aparato muy sofisticado de censura intrínseco al sistema. He aquí el golpe de genio. Es como una jaula electrónica alrededor de la nación, que impide a la información pasar.
-Usted acaba de afirmar que la democracia americana estaba moribunda.
-La democracia es algo que América realmente no ha practicado jamás. Porque los Padres fundadores detestaban dos cosas: la monarquía y la democracia. Querían la república. Una réplica, en el fondo, de la República romana o de la República de Venecia. Pero, hasta en la etimología de la palabra, se horrorizaban de la democracia.
-¿Y la literatura en todo esto?
-No hay prácticamente más lectores de novelas. Y no veo cómo la situación podría mejorarse. La gente prefiere los juegos de video, la tele-realidad, el cine, que sé yo. Hay tantas razones para no leer novelas...
-¿Y usted, que razones tuvo para escribirlas?
-El hecho de que jamás hubieran sido escritas antes, supongo.
-¿Es todo?
-Y además nací novelista, lo que no es tan frecuente. Hay ciertas personas que se ejercitan en la escritura por un momento, luego se hacen ministro de la cultura bajo de Gaulle, y se echan a vivir sus propias ficciones... ¡Yo, entre Malraux, Balzac y Montaigne, escojo a Montaigne! Montaigne sobrevivirá a todos los demás. Porque el ensayo, es decir la comunicación directa entre autor y lector, sobrevivirá a la novela, dentro mil años por lo menos.
-¿Es la razón por cuál escribe ahora sobre todo libelos y ensayos?
-Sí, y también porque es la manera más directa de atacar la política de mi país. Pero, francamente, preferiría hacerlo a veces para la televisión, que es un medio todavía más frontal.
-Usted también está escribiendo la segunda parte de sus memorias, cuyo primer volumen, Palimpsesto, apareció hace diez años.
-Casi acabé. Es muy difícil para mí. Porque no encuentro mi propia vida tan interesante como esto. Y luego me pasa que yo me digo que posiblemente dije todo en el primer volumen. Se acababa a las puertas de mis 39 años. Y viví cuarenta años más... Pues, hay que continuar. ¡Pero qué aburrimiento! ¡En el peor de los casos, puedo siempre echarme a plagiar a Montaigne!
-¿De todos sus libros, cuál le gusta más?
-Hay uno, en todo caso, que me gustaría que todo el mundo lea porque les sería útil: es Creación. Todo el mundo está allí. Sócrates, Platón, Zoroastro, Confucio. Para todos ellos hay una pregunta que viene de Montaigne: ¿qué la creación? ¿Cómo el mundo fue creado, si es que lo fue? Creo en la utilidad de los libros, fíjese usted. Verdaderamente no me interesa el " arte por el arte ".
-¿ Y cuál es, según usted, la "utilidad" de Creación?
-Es un curso acelerado, bastante bueno, sobre la historia de las religiones. Si solamente pudiera conseguir que estos cristianos malos lo leyeran... Un ejemplo. Un discípulo le preguntó a Confucio: " ¿maestro, si hay un solo precepto según cuál guiar una vida, cuál sería?" Confucio respondió: "trate a otros como a usted le gustaría que le trataran". Pues bien: ¡usted no tiene idea del histerismo, a lo largo y anchos de América, con respecto a esta frase pronuncianda quinientos años antes de Cristo! [Toma un acento caricaturesco] "…pero esto no puede ser verdad. Esto ha sido inventado. ¡ Sólo Nuestro Señor habría podido decir esto!"
-¿Es ateo?
-¡Oh sí! Un ateo puro. Un ateo born again...
-Y un provocador ¿no?... ¿Realmente piensa que los Estados Unidos se han convertido en el país totalitario que usted dice?
-Sí, más o menos. Siempre hubo unas tendencias, como en la inmensa mayoría de los países. Pero nosotros estamos en guerra casi constantemente desde el último siglo. Esto no les hizo bien a nuestras instituciones. El Congreso no representa más a la gente. Las cortes no ejercen más la justicia. Los ejércitos no acaban de jugar a ser los policías del mundo y del petróleo. Y, en 2008, otro payaso será elegido a la presidencia.
-El combate entonces está perdido por anticipado... ¿Cómo encuentra el coraje para escribir?
-Los estadounidenses, a pesar de todo, comprenden bastante bien lo que tiene que ver con dinero, guerra, muerte, enfermedad. Y hay también, en este país, una verdadera tradición de escepticismo.
-Dentro de cien años, qué le gustaría que leyeran de usted: ¿ sus novelas, sus libelos?
-¡El alfabeto! Simplemente quiero que se hallen en situación de leer el alfabeto. No soy muy ambicioso.
-¿Qué es lo que todavía le proporciona alegría?
[Silencio Largo.] No veo más muchas razones para regocijarme.
-Algo debe haber.
[silencio Largo.] Pues bien, nos regocijamos de que la vida toca a su fin... Pensar que esto podría continuar quinientos años, en mi caso, sería terrible.
-Usted tuvo una vida tan rica, tan novelesca.
-Sí, pero ya la tuve. No necesito vivirla de nuevo. Una vez basta. ¿Conoce la respuesta de Jackie Kennedy a la misma pregunta? Era la época cuando todo el mundo le decía que le hacía falta escribir sus memorias. Lo sé, respondía... lo sé... pero, primero, mi secretaria en la Casa Blanca botó, por equivocación, todas mis notas. ¿Y luego qué podemos hacer cuando olvidamos todo? Jackie encontraba que era seguramente una buena idea escribir sus memorias. Pero esto habría significado, también, tener que revivirlas. Y creo que esto, para ella, era lo peor.
-Pero usted las escribe.
-Ah… Pero yo nunca he estado en Dallas.
20060925
Molotov, la historia de una bomba
Según Wikipedia, estos artefactos que contienen bencina o algún otro tipo de combustible en una botella, y que se arrojan ya sea con el fuego adentro (el espacio es tan chico y el oxígeno mínimo, que se produce una explosión cuando la botella se rompe) o con una mecha, y que al menos hoy parecen ser patrimonio de la izquierda más radical, fueron llamados así para reirse de la Unión Soviética y el comunismo.
Viacheslav Mijailovich Molotov fue el dirigente más longevo del comunismo soviético. Participó de las dos revoluciones de 1917 (la de febrero y la de octubre), y fue siempre, toda su vida, la mano derecha de Stalin: un funcionario de terno y corbata que no preguntaba nada y hacía todo lo que se le ordenara. Sobrevivió a las purgas de su jefe porque él firmaba las órdenes de ejecución, y firmó -por instrucciones del bigotón- el tristemente célebre pacto Molotov-Ribbentrop, en el que ambas dictaduras se repartían Europa del Este. Luego, cuando Hitler los traicionó, negoció con ingleses y estadounidenses.
Tras la guerra, ante el ascenso de la nueva guardia de dirigentes comunistas, el propio Stalin lo dejó a un lado, pero tras la muerte del jefe, el nuevo jerarca, Nikita Jrúchov, denunció las purgas que el propio Molotov había firmado. Caído en desgracia, pero nunca al punto de pagar con la vida, vagó por distintas destinaciones del aparato soviético hasta caer en la embajada de la URSS en Mongolia. Se retiró -en realidad lo retiraron- y nunca negó su pasado estalinista ni se arrepintió de lo obrado. Murió recién en 1984, como a los noventa años: era el único dirigente que había vivido todo el periodo de la revolución que terminaría cinco años después.
El cóctel Molotov -la bomba- tiene otra historia. Antes de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, la URSS, de la cual Molotov era ministro de Relaciones Exteriores, invadió Finlandia. Se llamó "la guerra de invierno". Pero aunque los soviéticos superaban a los fineses por cuatro a uno, el pequeño país resistió. Como la guerra era completamente ilegal, Molotov aseguraba al mundo que sus fuerzas no arrojaban bombas sino alimentos a los pobres finlandeses. De ahí que éstos -que le copiaron este tipo de bombas a los franquistas, que en la guerra civil española usaron el artefacto contra los tanques rusos de los republicanos en la batalla de Seseña- se refirieran a las bombas como "cestas de picnic Molotov", y luego como "cócteles Molotov".
En otros conflicos del s. XX el "cóctel Molotov" se usó casi siempre contra los soviéticos, la idea era que Molotov "se comiera su cóctel". La simbología "antifascista" del cóctel Molotov, desde luego, comienza en el levantamiento del guetto de Varsovia, cuando la resistencia judía luchó heroicamente contra los nazis con estas armas como único elemento de combate. El arma ha sido particularmente efectiva para atacar tanques.
20060914
Videopost 1: píldora del día después
Ok, estoy tratando de innovar. Para los que no pueden ver bien, aquí van los apuntes que leí durante la grabación del post. Y más abajo, algunos links sacados de wikipedia, lo que más allá de demostrar mi flojera, demuestra que se requiere bien poco esfuerzo -y algo de inglés- para disponer de información razonable, más allá de las papanatadas habituales de nuestro sistema político. Otra cosa: soy más "chorito" por escrito, es verdad... pero nadie es perfecto.
1. Este es el típico asunto en el que todos tienen razón.
2. Que levante la mano el que quiera tener una hija de doce o trece años embarazada.
3. Por otra parte, encuentro algo de razón en las posiciones más a la derecha del debate: el Estado no puede regular la voluntad reproductiva de los individuos
4. Es cierto que en los consultorios a las viejas pobres que llegan con un cuarto embarazo las presionan y las joden para que no tengan más guaguas
5. Sin embargo, también es cierto que esa quinta guagua va a tener menos oportunidades.
6. En el otro espectro, nadie jode a los opus que van por la duodécima guagua
7. COMO SIEMPPRE EL PROBLEMA ES OTRO: ES SER O NO SER POBRE
8. Puras preguntas sin respuesta, o con respuestas deficientes que sirven solo en el papel:
8.1 ¿Deben los padres ser quienes tienen la última palabra en estos temas, cuando son cabras chicas las embarazadas? Pucha, ojalá, pero el punto es que la cabrita se embarazó PORQUE los padres no tienen la última palabra… y tampoco se embarazó sola, y al varón, como siempre, no le pasa nada.
8.2 ¿Se soluciona esto con buenos programas de educación sexual? Ojalá, pero estamos trabajando aquí con naturaleza humana: ningún cabro chico tiene relaciones sexuales porque quiera tener guagua, lo hacen por placer, porque están calientes, y pretender “reprimir” esto es imposible; tal vez “educar” es más sensato, pero también tiene sus límites.
9. Habiendo dicho esto, la politización del tema para variar, ha hecho mal. Ahora, en ninguna parte del mundo la “píldora del día después” (o de la mañana después), como se dice en inglés, ha pasado colada.
9.1 No es que “no se sepa” si es abortiva o no: se sabe exactamente lo que hace – lo que pasa es que hay una parte de la población que define la vida humana desde el momento de la fertilización y otra que la define desde el momento de la implantación del blastocito
9.2 Si se toma después de la ovulación, estudios en ratas y monos han demostrado que no tiene efecto alguno.
9.3 Si se toma antes de la ovulación, la píldora la evita en el 50 a 80 por ciento de los casos
9.4 Si se toma antes de la ovulación, y falla, es decir, la ovulación se produce igual, lo que ocurre es que puede haber cambios en los niveles de ciertas hormonas o en la temperatura y esto puede significar que el blastocito no se implante. El “puede significar” es importante, ya que la tecnología actual no permite “ver”, “estudiar” qué pasa con los blastocitos antes de implantarse: por decirlo algo brutalmente, si nos metemos a ver qué pasa con él, ahí sí que no se implanta.
10. Desde este punto de vista, que la Iglesia levante el estandarte del “no se sabe su efecto” me parece medio chueco, porque para saberlo tendríamos que hacer exactamente lo que la Iglesia no quiere que se haga…
11. El nombre con que la comunidad científica se refiere a esto es “Contraconcepción de emergencia”. “De emergencia”. No se recomienda como método anticonceptivo.
12. ¿Qué pienso yo de esto?Creo que los gobiernos enfrentan miles de temas como estos, que son complejos, pero que lo peor que pueden hacer es no hacer nada porque “son complejos”. Tienen que tomar la mejor-peor decisión, pero tienen que hacerlo. En ese sentido, aquí se ha tomado una decisión, ¡al fin! No será la mejor pero, en honor a la verdad, no existe “lo mejor”. Sobre todo considerando que para tener sexo se requieren dos, y que en estos casos, siempre friega uno solo o, más exactamente, unA solA.
____
Este estudio chileno demuestra que la mitad de la dosis de levonogestrol que se ocupa hoy para contracepción de emergencia es tan efectiva como la normal para afectar el proceso ovulatorio en los cinco días siguientes a la administración de la dosis.
Este estudio mexicano demuestra que la administración de levonogestrol funciona como contraceptivo de emergencia solo cuando ocurre antes de la ovulación (la impide).
No es un dato menor que el 49% de las mujeres en Estados Unidos piensen que la vida comienza en el momento de la fecundación, y no de la implantación. En honor a la verdad, una y otra posición una y otra posición son definiciones arbitrarias respecto del inicio de la vida. Esta carta es una buena plataforma de entrada a la discusión desde el punto de vista de científicos que creen que la vida empieza con la fecundación.
Otro dato es que la Contraconcepción de emergencia provocaría cambios hormonales semejantes (si se administra post-ovulación) a los que ocurren en el cuerpo de la mujer cuando está dando pecho: es un hecho que los óvulos fecundados en etapa de lactancia no se implantan, pero nadie alega contra eso. Acá más detalles.
Me he encontrado con que el Instituto Chileno de Medicina Reproductiva es el que la lleva en publicaciones sobre el tema. La posicón de los doctores Croxatto y Fernández, al menos en este artículo, es a favor de la contraconcepción hormonal de emergencia entregada por las autoridades.
20060826
¿Debe la "U" llamarse "Universidad de Chile"?
A nivel simbólico la Universidad de Chile de entonces representaba el escaso pero eficiente método de ascenso social. "La Chile", una universidad pública y gratuita, monumental e influyente, acogía en su seno a pocos, pero no discriminaba más allá de exigir una educación secundaria completa y algunas competencias básicas para el ingreso. Por una matrícula que hoy sería considerada irrisoria, "La Chile" dio la oportunidad a miles de chilenos de pasar de ser más que sus padres. Fueron, gracias a esta institución profesionales hechos y derechos: abogados, médicos e ingenieros que dejaban sus pueblos y se establecían en Santiago, Concepción, Valparaíso o en el extranjero. En el pequeño país de entonces, "La Chile" era el sueño chileno.
Y la "U", su equipo de fútbol profesional, brillaba. Si no salía campeona, salía segunda. Si no salía segunda, jugaba mano a mano con el Santos de Pelé o conformaba la base de jugadores para que la selección saliera tercera en el mundo. Tenía los recursos y esos recursos eran, al final del día, del fisco, pero a nadie parecía importarle: casi todo el país era del fisco entonces.
En los setenta el país -como todos sabemos- cambió. La Universidad dejó de tener la importancia de antes y el ascenso social se ligó a dos entidades que, hasta entonces, sólo tenían que ver con los "porros" a los que no les "daba la cabeza": el ejército y la empresa privada. La Universidad vio, aferrada con los dientes a un universo que se desmembraba, como esos dos mundos fueron exitosos y permitieron, en una escala mayor que lo que la propia universidad había logrado, el ascenso social. El vínculo sentimental entre las personas y los equipos dejó de depender de factores extra futbolísticos y se centró solamente en la "eficacia" de las instituciones deportivas. Las odiseas de Cobreloa en la Copa Libertadores de comienzos de los ochenta (de igual a igual con el Flamengo de Zico y compañía, por ejemplo) y la obtención del máximo trofeo continental que logró Colo-Colo a comienzos de los noventa fueron factores que acarrearon multitudes de niños y jóvenes que no siguieron al equipo del padre. Con la excepción de Cobreloa, el ascenso instucional de los clubes de Santiago determinó la casi absoluta pérdida de fanáticos para los equipos de provincia. Después de que Everton de Viña del Mar se hiciese del título 76, tuvieron que pasar décadas para que un club que no fuera Cobreloa ni de Santiago ganara el campeonato (lo hizo Wanderers de Valparaíso el 2001).
Mientras el país cambiaba, la "U", el equipo, se sumergía en un letargo de 25 años sin obtener campeonato alguno. La Universidad de Chile fue intervenida por los militares, y el club cobijó a célebres funcionarios de Pinochet -el más ilustre de todos, el abogado y "fiscal antiterrorista" de la dictadura, Ambrosio Rodríguez, presidente de la Corfuch a fines de los ochenta-. Con planes elefantiásicos de construir un estadio, la "U" fue decayendo y la universidad se distanció totalmente del equipo de fútbol y lo apartó de su rama deportiva. Tenía demasiados problemas de caja como para estar financiando un equipo profesional... que no ganaba nada nunca.
Se creó entonces la "Corfuch", la "Corporación de Fútbol de la Universidad de Chile", que "de" la universidad no tenía nada más que el nombre. La democracia llegó y encontró a la "U" en la segunda división, y vio el advenimiento de una nueva barra que le hacía el peso a la "oficial" (en honor a la verdad, de "oficial" tuvo harto, pero no apoyó jamás a Ambrosio Rodríguez): eran "Los de Abajo", un grupo de fanáticos que se fogueó en los potreros y que importó la última moda rioplatense: ver el partido de pie y sin callarse nunca.
La revolución que comenzaron "Los de Abajo" (LDA) llegó a la dirigencia con la elección del doctor René Orozco como presidente de la Corfuch. Orozco, un médico nacido y criado en la universidad, que apoyó a Pinochet al principio pero que para comienzos de los noventa era un furibundo detractor del aún poderoso general y eterno candidato a recor, alcanzó el mando prometiendo una suerte de regreso a la relación entre la universidad y el club. Era cierto que legalmente la Corfuch no era parte de la Universidad de Chile, pero ¿qué mejor que un candidato a rector para dirigirla?
Con un tezón y porfía formidables, Orozco confió el proyecto deportivo a un viejo conocido: Arturo Salah, un ingeniero químico que fue dueño de la punta izquierda del ataque azul durante los ochenta. Salah sentó las bases deportivas para lo que vino después de la mano de Jorge Socías (el eterno "8" ochentero) y el argentino Miguel Angel Russo: los títulos del 94, 95, la semifinal de la libertadores 96 y el bicampeonato de 1999 y 2000 (sorprendentemente, el paso de la U a la segunda división fue encabezado por el hoy popular y exitosísimo Manuel Pellegrini, que entonces hacía sus primeras armas como técnico. En sus años de jugador -defensa central- la barra lo molestaba con el sobrenombre de "Peligrosini"). Además, el semillero de esa U encontró y formó a quien es quizás el centrodelantero más grande que ha tenido el fútbol chileno: Marcelo Salas.
Los triunfos de la U noventera y la figura de Salas que jugaba en Argentina y en Italia actuaron igual que antes lo hicieron las proezas de Colo Colo, la UC y Cobreloa. Muchos nuevos hinchas, mucha plata nueva, mucha ambición. Orozco manejó el timón con mano de hierro, con una conducción autoritaria en que toda rebelión era aplastada. Forjó también una sólida relación con Los de Abajo, relación que sirvió para darle al presidente de la Corfuch una suerte de guardia de corps (o más bien tontons macoutes) forjada en la entrega de, al menos, entradas para los partidos y otras prebendas.
Los De Abajo no eran los hinchas de antes, ciertamente, que sacaban pañuelos blancos para celebrar los goles. LDA funcionaban también fuera del estadio y en los días de semana. Entregaban identidad a jóvenes de todos los sectores, especialmente a aquellos en riesgo social. La relación entre LDA y la vida lumpen no se hizo esperar. Los enfrentamientos con la Garra Blanca (la barra brava de Colo-Colo, el eterno rival) fueron muchos y llegaron a la sangre. Los De Abajo se transformaron en algo paralelo o que incluso superaba a la propia "U", y lo que antes era una fidelidad abstracta a un equipo de fútbol, se transformó en obligaciones y códigos de honor pandillescos.
Orozco trató de disminuir la tendencia delictual de Los de Abajo con programas de inserción social como la Escuela Libre, pero a la vez el club traspasaba dinero y otras prebendas a dirigentes de LDA que asumieron su rol como un empleo y no como un hobby y que no abandonaron la violencia. El presidente de la U fue acusado siempre de mirar para el otro lado cuando había problemas policiales. La mayor parte del tiempo, los dirigentes de LDA eran "muchachos desorientados" para él.
El club volvía a estar entre los grandes. "Grande como fue el ballet", cantaban Los de Abajo. Pero "como fue el ballet" solamente en las canchas, porque la vieja estructura mítica de la U se había perdido para siempre. El equipo que representaba el sueño del profesional que se iguala a los viejos dueños del país a través de la mancomunión del apoyo del fisco y su esfuerzo personal, en los noventa era simplemente un lindo recuerdo o derechamente un despropósito. "Los de Abajo" reverenciaban una estructura mítica de guerra y de piedras, de afirmación de poder dentro del gueto: un conflicto gangsteril con cuchillos y violencia que buscaba establecer "quien es más hombre" o "de quien es esta esquina". La U antes reflejaba a la sociedad civil que luchaba por sobrevivir. Con Los de Abajo reflejaba al presidiario que lucha porque no lo maten.
El relato mítico que tuvo la U en los sesenta ya no estaba ahí: estaba, en rigor, en la Católica, el equipo que, bajo el ala de la universidad homónima, ganaba pocos títulos pero mantenía una imagen de orden y eficiencia dentro del caos de los ochenta y noventa. Y la Universidad Católica misma también había cambiado: ya no era el feudo de los hijos de los latifundistas, ni la pechoña defensora de la Iglesia Católica ante los embates masones, sino una institución que captaba según meritocracia. ¿Iban a ella los hijos de los pinochetistas? Sí, pero al final del día eso poco importó. Era cara, sí, muy cara, pero valía la pena pagar por educarse allí. Las familias doblaron el esfuerzo y si al hijo o hija "le daba", lo enviaron a estudiar allá, donde no había huelgas ni paros y la gente "estudiaba de verdad". La "Cato", con su estadio pegado a la cordillera, como si quisiera escaparse de una ciudad en la que imperaba el caos, transmitía un mensaje fuerte pero claro: no somos picantes, no queremos serlo, únanse a nosotros. Podemos empezar a construir desde cero un país que ignore el desorden en el que vivimos cuando estamos más abajo del Apumanque.
La escandalosa quiebra de la "U" ha sido la gota que rebalsó el vaso en la relación con la Universidad. ¿Lo es? Me da la impresión de que la Universidad de Chile aún tiene este relato de sí misma que era válido en los sesenta, pero no lo es hoy. Sin embargo, ha actuado de una manera totalmente indiferente durante las últimas décadas con respecto al destino del club que lleva su nombre pero que "no tiene nada que ver con ella". Mi impresión es que, en estricto rigor, "la U" es hoy, en términos semiológicos, un equipo más. Sus variantes simbólicas tienen más que ver con el lumpen que con la sociedad civil que una vez representó. Sin embargo, la Universidad de Chile tampoco es lo que fue. Hoy el ascenso social no se da solo a través de ella: es más, ella exige los mismos requisitos de ingreso -monetarios- que todas las otras. No me da a estas alturas para ser hincha de la UC, voy a seguir fiel a la U hasta que me muera y espero que me entierren con la bandera sobre el ataúd. Pero mis anclas con la U hoy tienen que ver con la nostalgia. La "U" no representa nada vivo hoy, salvo su propia y egoísta circunstancia. Un nombre como "Los de Abajo" sería mucho más apropiado a la realidad.
20060824
We do need an education
El Guardian trae una nota sobre la polémica que se ha instalado en Inglaterra con respecto al tema de si los jóvenes están teniendo más exito académico porque las pruebas que les toman se han hecho más fáciles, o no.El gobierno ha desestimado las críticas. Las ha calificado de "elitistas" y ha dicho que en esta época el conocimiento fluye por todas partes: es la diferencia entre correr en una pista antigua, de ceniza, y una moderna. De todas maneras el corredor actual tendrá un desempeño mejor gracias a la pista.
20060810
El clon
El proyecto hasta el momento se llama "sobre investigación científica en el ser humano, su genoma, y que prohibe la clonación humana". Para la cantidad de ciencia que se hace en Chile, pensé con cierta ironía desinformada, qué "bueno" que los honorables anden pensando en cómo prohibir la poca ciencia que se hace.
Bueno, me informé. La discusión en torno al proyecto de ley se puede seguir en el buscador de proyectos de ley de la biblioteca del congreso.
OK, este es el debate.
1. Hace rato que los doctores "Mortis" se acabaron. Desde que el tribunal de Nuremberg enjuició a los jerarcas nazis que experimentaron con seres humanos, el derecho internacional se ha ocupado -o al menos han existido los precedentes- de normar en algo el asunto. A estas alturas, las normas son de sentido común, pero no lo eran en cuando en el 46 el Código de Nuremberg hizo la diferencia entre la experimentación legal e ilegal en humanos, o cuando la declaración de Helsinki hizo recomendaciones para guiar a los médicos.
Estas declaraciones verbalizan puntos como que la experimentación en humanos debe ser informada y que el humano tiene que estar de acuerdo, y que tiene que perseguir avances para el bien común (no puede ser "porque sí").
2. Cuando la ciencia puso sus ojos en la investigación del genoma humano -es decir, toda la información hereditaria de un organismo que está codificada en el DNA-, se abrió un nuevo campo de lucha entre distintas visiones sobre lo que significa "experimentar" y "seres humanos". El proyecto del Genoma Humano (financiado con fondos públicos internacionales) y el proyecto Celera (privado) se han dedicado a identificar los algo así como tres mil millones de nucleótidos (unidades estructurales del DNA) presentes en el genoma humano. Al menos el proyecto público ha costado algo así como un dolar por cada nucleótido.
En abril de 2003, ambos proyectos anunciaron que tenían casi el cien por ciento del trabajo completo. Desde luego, la intención de Celera era poder patentar lo que descubriera, pero en 2000 el gobierno del presidente Clinton prohibió patentar el genoma humano. Un agrio debate recorrió toda la historia de los esfuerzos de Celera: desde el tipo de método de investigación que usaron hasta el proceso de compartir los datos con su contraparte.
3. El conocimiento acumulado ha llegado al punto de que sea factible crear clones humanos. La técnica más famosa para hacer esto es como sigue: se toma un huevo humano, se le extrae el nucleo, y se le inserta el material genético que se desea replicar. En teoría, eso implica la creación de un ser humano nuevo idéntico al donante del material genético a la manera que dos gemelos idénticos son iguales. Después de varias estafas internacionales -la más famosa de ellas la de la secta raeliana, a través de la corporación Clonaid, que en 2002 anunció haber clonado con éxito un ser humano-, en 2004 un grupo de cinetíficos de la universidad de Seúl anunció que había tenido éxito con treinta intentos de clonación humana, y que a la semana de vida, los embriones fueron "cosechados" para obtener células madre (para, de una manera similar a la "creación" de humanos, crear, a partir de esas células, tejidos u órganos nuevos para tratar distintas enfermedades). Sin embargo, en 2005 se descubrió que esto también era una estafa.
3. Chile. En 1997, cuando el proyecto de ley se lanzó, varios científicos fueron invitados a la comisión de salud del senado a dar a conocer su punto de vista. El proyecto estab bastante en pañales (chequear la primera entrada de "tramitación" del proyecto en la biblioteca del congreso): de partida, no distinguía entre la colonación DE seres humanos (a lo "coreano") y la clonación "en" seres humanos -clonar, por ejemplo, una retina para reemplazar la defectuosa.
Por lo que se entiende de la discusión que hubo, en Chile hay dos grandes visiones respecto del tema. Nadie discute que la clonación tipo secta raeliana debe prohibirse. Pero eso es todo en lo que están de acuerdo y el asunto es más complejo.
El doctor Alejandro Serani, del Centro de Bioética de la Universidad Católica, cuestionó también el uso de ciertas técnicas de reproducción asistida llamadas "heterólogas" -aquellas que implican un donante anónimo, ya sea de espermios o de óvulos. "Las cuestiones de fondo, desde el punto de vista ético", dijo Serani a los honorables, "no son muy distintas que aquellas que se sustentan en el caso de la reproducción asistida".
Los científicos de la Universidad de Chile, por otra parte, fueron más "liberales", por decirlo de un modo caricaturesco. Carlos Valenzuela dijo que si es por no alterar el genoma, este YA se ha alterado en la población debido a los avances de la medicina: los hemofílicos antes no llegaban a edad de reproducirse, hoy sí; esto significa que la mitad de sus nietos varones tendrán la enfermedad. "La única medicina verdaderamente preventiva", dijo Valenzuela a los honorables, "es la terapia génica de células germinales junto con la de las células somáticas del portador de una enfermedad genética". O sea, la clonación "en" humanos. De hecho, dijo, en Chile hace rato que se hace "la unión híbrida de gametos humanos con animales". Los gametos (los óvulos) son células humanas, dijo, no seres humanos.
¿Se entiende?
El punto es que el proyecto de ley, como va a salir, sepulta el uso de células madre -que ha sido motivo de un largo debate en Estados Unidos- que se obtienen a partir de embriones; y establece castigos para el que "el que clonare o iniciare un proceso de clonar seres humanos y el que realizare cualquier procedimiento eugenésico...", aunque sí se autoriza la terapia génica en células somáticas.
El tema es complejo, y se cruza básicamente con EL gran tema: ¿dónde empieza la vida humana? ¿Es tan "malo" que alguien tenga un clon, si ese cvlon lleva una vida digna, indiferenciada del resto de la especie (mal que mal, necesita un útero para los nueve primeros meses, igual que todos)?¿Es el embrión de una semana de vida un ser humano, y por lo tanto no se le puede destruir? ¿O es un montón de células que no se han diferenciado y que encierran muchas posibilidades de curar enfermedades hasta ahora incurables? ¿Y si no destruimos esas células, qué hacemos con ellas? Las congelamos, bueno. ¿Pero esa es una respuesta?
Puras preguntas, pocas respuestas.
20060805
Hijo de P, capítulo 1
Si es que.
Está escrito hace por lo menos... Dios mío, ¡cuatro! años.
_____
1
Cancún, Quintana Roo
México
Octubre de 2010
Los huracanes con nombre de mujer son los peores. No me gustan, y no porque les tema, sino porque no me gusta el Caribe, los trópicos. Lo que digo suena, es, ridículo. Estamos en el Caribe y Mey, que a su modo es también un huracán, se ha sacado la parte de arriba del bikini para tomar el sol. Su cuerpo tiene veinticinco años menos que el mío. Echada sobre la arena da un sorbo al cóctel de mango, uvas y licores inclasificables que el muchacho del hotel acaba de dejar, estira su largo cuello, se recoge el pelo azabache en un moño, despierta de la breve siesta con sus ojos pardos y grandes, y me contempla como si fuera un animal salido recién del agua. “No puedo creer que no te guste el Caribe”, me dice por quinta vez desde que le confesé que no me gusta el sol, ni la arena, ni la playa; se lo dije cuando enredados entre las sábanas el maldito sol de la costa maya entraba como un delincuente a la pieza, y me privaba de la noche y la oscuridad, las democráticas sombras que borran las diferencias entre mi cuerpo y el de ella. “Simplemente no puedo creerlo”, me dice Mey, y sonríe, y sus dientes blancos son unas pequeñas linternas que me encandilan. “Yo no entiendo nada”, y se echa para atrás y cierra los ojos, y el sol ilumina sus tetas morenas hasta casi dejarlas blancas, y unos muchachos que pasan junto a nosotros la miran, la saludan, siguen.
Tomo un poco de la arena de Cancún y dejo que se pierda entre mis dedos. Pienso: “todo lo que me rodea es falso”. El Estado mexicano construyó esta ciudad como construyó al PRI y a la virgen de Guadalupe y la matanza de Tlatelolco el sesenta y ocho. Los gringos que se emborrachan junto a la piscina no consumen alcohol en sus vidas reales; al contrario, los he visto, lo desprecian. Sólo acá, south of the border, pueden ser libres para no trabajar como bestias; la libertad los paraliza y aterra una vez que regresan a Cleveland, Buffalo, Jersey City. Mey tampoco es mi vida real: es un trozo que me he inventado por razones que no vale la pena contar en detalle, pero que tienen que ver con lo que sólo le pasa a los hombres de mi edad: el miedo a la soledad, a que no nos recuerden o a que nos rememoren con odio.
No, Mey (pienso pero no se lo digo porque no quiero despertarla), no me gusta el Caribe. Me echo de espaldas, siempre bajo el quitasol que ella, adicta a la luz, desprecia, y me descubro traicionando mis principios: la arena está calientísima, cómoda, el sonido del mar me relaja y hasta es posible que me quede dormido. Pero si lo hago, Mey, voy a soñar con frío, con las mañanas quiteñas, con la Avenida Amazonas, con la actitud que ella, apropiadamente, ha bautizado tight-ass, y de la que se ha reído casi todos estos días y que a mí aún no se me va. No se me va a ir nunca, es cierto, soy un culo apretado. Quito, la mitad del mundo, la engañosa ciudad a la vez tropical y fría, folclórica y señorial, con las ratas recorriendo, asustadas, sus parques y elegantes avenidas, asesinadas por el tráfico indiferente, no es un himno a la vida, una orgía de colores y sabores como sí lo es la costa. Así viven los negros de Esmeraldas, y así viven los monos. He sido tantos años políticamente correcto, pero nunca he podido dejar de llamarlos monos. Es como llamar negros a los negros. En Estados Unidos es el gran insulto. Kathy, mi mujer, mi ex mujer, me tenía prohibido referirme a los afro-americanos como “negros”, aunque estuviera hablando en español. “Kathy, los negros son negros en todas partes del mundo menos aquí. Es el nombre de un color, eres tú la que le pone la carga negativa”. No. El Guayas, León Febres Cordero, Barcelona... monos, monos todos. Mey, que tiene en su sangre cubana negros, chinos y rusos, me observó con espanto la primera vez que me referí a un guayasense como mono (lo disimuló bien, fue frente a mi gran amigo de Amnesty Lidio Urquiza, monísimo él), y me costó hacerle entender que, aunque es evidentemente despectivo, para mí es como llamar al cielo “cielo”. “Los envidias”, sentenció Mey cuando acabó de entenderlo. Como en muchas cosas con las que me ha sorprendido en estas semanas que llevamos juntos, tenía razón. Angélica, mi primera mujer, era guayasense y preciosa. No me gustará el calor y no me gusta bailar, pero siempre he tenido mujeres tropicales, casado o no. En Estados Unidos seguí con esta debilidad: colombianas de la costa, venezolanas, ticas, boricuas, cubanas como Mey. Siempre me han gustado las caderas anchas, los culos grandes y firmes, la mirada de las mujeres que nacieron con cuarenta grados a la sombra. Tendido en la arena, pensando en mujeres, carajo, descubro que tengo una erección que está comenzando a elevar el traje de baño.
Me doy vuelta porque no quiero que se me note. A mi edad no es un espectáculo divertido, aunque sí lo es mi panza aún plana y mis músculos ejercitados cada día, tempranísimo, en un gimnasio del Village. Hace unas semanas Mey me acompañó, era un viernes, y después del ejercicio la invité a caminar por la Quinta avenida hasta el Empire State. Para evitar el viento zigzagueamos entre la Quinta y la Sexta, protegiéndonos en las calles; Mey llegó a mi oficina pidiendo agua, cansadísima por la caminata, y su sed me llenó de orgullo de adulto con los músculos tensos. Le presenté a los muchachos, Robin, Abdul, My Ha, Alieu, estaban encantados de conocerla, y estoy seguro de que fue recíproco. Luego estuvo un rato en mi oficina, revisando el Hawk de derecho internacional, y el informe de la comisión Rettig chilena, y su propio expediente (lo hojea siempre que va) hasta que Mark Holler me llamó y le tuve que decir adiós a Mey con un beso rápido. “Prométeme que me vas a llevar a México, prométeme que me vas a proteger de la nieve”, me dijo antes de que se cerrara el ascensor. Yo formé con mi pulgar y el índice la señal de la cruz, la llevé a mis labios y la besé, y eso hizo que automáticamente asomara una sonrisa en su rostro. Sí, qué diablos, por qué no.
De espaldas, con los ojos cerrados, siento el sol que la arena de Cancún ha estado guardando durante lo que va de la mañana. Mi mente, por fin, luego de dos días, comienza a quedar en blanco. Era lo que buscaba y no había conseguido. El sexo no es el mejor borrador de memoria, no es un descanso. Anoche, en las sombras, cuando estaba a punto de conseguir pensar en nada, Mey interrumpió el silencio que marcaban las olas de la costa. “¿Cómo eras cuando niño?” Refunfuñé algo, que tenía sueño, que me dejara dormir, que yo era un viejito y ella una fogosa jovencita, y traté de seguir, de olvidarme de todo abrazado a sus veinticinco años, pero no pude dormir bien: la avenida Amazonas venía a mi mente, mi mamá venía a mi mente, mi padrastro venía a mi mente. Iba a abrir la boca, pero Mey ya estaba roncando, la sábana blanca subía y bajaba con su respiración desnuda.
Era, Mey, un hijo ilegítimo, un bastardo, un secreto a voces. Llevo el apellido de mi padrastro, el hombre que me adoptó y a los once años me entrenó en el arte del boxeo (y de paso, me daba las zurras no oficiales que no se atrevía a propinarme frente a mi madre). Puedes culparlo a él de haberme dado una infancia y adolescencia golpeada y poco cariñosa, pero también puedes culparlo de esta obsesión por el deporte que me ha acompañado hasta ahora: era por él que me largaba a esa edad, todos los días, a las cinco y media de la mañana, a trotar desde mi casa en Juan León Mera con Calama hasta El Ejido, a esa hora y en ese tiempo mi Central Park privado. En ese tiempo nadie trotaba, era una cosa de locos o de boxeadores, y yo quería ser un púgil. Tenía la presuntuosa ilusión de que un día, en una de estas sesiones boxeriles, mis músculos iban a ser superiores a los de ese hombre y le iba a golpear hasta sorprenderlo de dolor. ¿Cómo era posible que ese xxxxx no me quisiera? Mi mamá me lo presentó de manera fugaz y cortante: “Salúdalo. Va a ser tu papá”. No tenía mucha idea de lo que era eso, pero no me gustaba.
“Vamos chileno, dame uno acá, en la boca, chileno, a ver si puedes, chileno”. Mi padrastro me llamaba así durante las lecciones de boxeo en el patio de la casa. La calle Calama está bautizada así en honor a una ciudad en el norte de Chile, país que mi padrastro aseguraba haber visitado muchas veces, “cuando estaba en las peleas de gallos”. Mi padrastro no era un hombre viejo, pero se había jubilado de todas las ocupaciones posibles: había sido gallero, boxeador, guía de la selva y, en los ratos libres, contador. Creo que le llevaba la contabilidad a la familia de mi madre, pero no estoy seguro de que así se hubieran conocido. Yo me imaginaba que el seudónimo lo había sacado de la calle Calama; y la verdad, no me disgustaba. Era un nom de guerre que alguna vez se iba a imponer en el minúsculo patio e iba a terminar por noquearlo.
La primera vez que noqueé a alguien, sin embargo, no fue a él, sino a un muchacho de mi edad, un chico de apellido alemán cuya cara colorina recuerdo más que su nombre de pila. Venía de Guayaquil y le gustaba, por lo tanto, el Barcelona; yo, como la mayoría de mis compañeros en el Mariscal Sucre a esa edad, vivíamos y moríamos por Liga Deportiva Universitaria. Debe haber sido luego de algún partido en que los goleamos en el Atahualpa que comencé a molestarlo, y él reaccionó violento, rojo, iracundo: “bastardo de mierda, a tu mamá se la cogieron sin preguntarle”. Yo no sabía lo que quería decir “bastardo”, pero mi mamá estaba involucrada en la oración, que no había sido proferida con un tono de voz que me agradase. Sin tener totalmente claro por qué, me paré frente a él, conservé el equilibrio, giré la cintura y lo golpée con los nudillos, para provocar el máximo daño. Pese a que con mi padrastro seguía todas estas reglas, nunca, jamás, había conseguido ni siquiera hacer que se sobase la cara: mis golpes de niño eran un juego para él. Sin embargo, esta vez alguien de mi edad yacía inconsciente en el suelo, con la mirada en blanco y la respiración entrecortada.
Aprendí dos cosas esa mañana en el Mariscal Sucre. Que cuando a uno lo atacan, hay que defenderse, y que no saber quién diablos era mi papá era algo importante, que me diferenciaba de mis amigos y me dejaba solo, en una esquina del patio, contando piedras o arañas. Mi padrastro se rió: “pregúntale a tu madre qué significa bastardo”.
“¿Escuchaste algo de un huracán?” La voz de Mey me despierta. La sombra que antes me protegía tan bien la cabeza está ahora en mis pies. Se ha puesto la parte de arriba del bikini. Me levanto sobresaltado. Siempre que me despiertan me pasa lo mismo. A mis ex mujeres las volvía locas. Cualquier despertador, incluso una caricia, es en mi sueño una señal de alarma. Pero Mey no está mirando en mi dirección. Uno de los tipos de la recepción del hotel se acerca a nosotros.
-A los del lado les dijo algo en inglés. Hurricane, dijo, estoy segura.
-Hurricane eres tú en la cama, mi amor. Esta mañana ya veía que llamaban a la policía.
-No es gracioso -dice.
Tengo sed. Es casi mediodía y no queda casi nadie en la playaEste lugar deshidrata y da hambre. Pienso echarme en la piscina, dar unas diez vueltas, en serio, luego ir al gimnasio un rato. Somos distintos Mey y yo. En los momentos en que he estado en el gimnasio, ella encarga chocolates a la habitación y se los come todos.
-Good morning, sir -dice el muchacho del hotel.
-Buenos días -le responde, molesta, Mey.
-Buenos días, discúlpeme usted. No es para preocuparse demasiado, pero el guardacostas está pronosticando una tormenta para la tarde.
-¿Un huracán? -pregunta Mey.
El muchacho suspira, complicado.
-Ahorita no saben bien. Están monitoreando. Hasta el momento es una tormenta tropical de las fuertes. Pero usted ya sabe cómo son estas cosas. Puede moverse para Veracruz o Cuba. O puede amainar y ser una simple lluviecita.
-¿Y qué tenemos que hacer?
-Por lo pronto, yo les recomendaría que se quedaran en el hotel. Uno nunca sabe, ¿no?
El muchacho sonríe y sigue en busca de los pocos pasajeros del hotel que aún estamos en la playa. El cielo es azul y exagerado, y el Caribe se ve exageradamente transparente, como esos ridículos tonos apastelados con que les gusta decorar Miami. Salto. Mey me está acariciando la espalda.
-¿Tienes alguna idea de lo que podemos hacer mientras esperamos? -me pregunta.
Tengo. Volvería a hacerle el amor a la habitación. Por mí, podría quedarme con ella en el cuarto durante las próximas veinticuatro horas.
Estoy rendido y con sed y con arena en el culo. Mey ha ido al baño. En el camino abrió las cortinas con fuerza, enojada. Yo me estiro y aunque estoy cansado, me pongo el traje de baño; la luz del día me obliga a levantarme. Salgo a la terraza y observo el mar. A lo lejos veo unas nubes oscuras que aún no se deciden ser huracán o tormenta tropical. Mey sale con el pelo recogido en un moño, pareo y bikini. Me mira desafiante.
-Quiero ir a Tulum –dice.
-¿No escuchaste al tipo en la playa?
Ella cruza los brazos y frunce el ceño y me observa con sus grandes ojos negros. Se ve preciosa. Este es el momento sin retorno de nuestra relación. Sé que si la peleo, si la gano, si nos quedamos acá, en el hotel, quiere decir que puedo vivir con ella, y que Mey podría seguir muchos años conmigo. Pero no quiero cruzar ese punto. Quiero que haya retorno. Quiero, un día, dejarla, y quiero dejarla porque me manipula, porque le temo. Quiero que todos mis actos sean razonables y lógicos.
-No me voy a quedar acá, aburrida.
-Sé qué hacer para entretenerte.
Mey camina hacia la ventana.
-Mira qué día hermoso. Mira qué luz preciosa. Estamos tan cerca de Cuba –dice.
Entiendo el mensaje y suspiro. Me ha ganado, la he dejado ganarme. Finjo pereza, un poco de rabia y en silencio me doy una ducha rápida que me saca la arena y me devuelve nuevo, desafiante, ganador. Estoy en el limbo entre la derrota y la gloria, en que dejo ir a Mey y no le doy ninguna oportunidad. Estoy viejo y acabado, pienso, y en todos los sentidos de la palabra soy un bastardo. Me estoy perdiendo, sé, una oportunidad más de significar algo para alguien, de ser recordado con cariño.
No estoy seguro de querer ser recordado. Nunca mi cuenta corriente, en todos estos años en Nueva York, ha servido para incrementar la de un shrink; el Mariscal Sucre y las cebicherías y los nudillos de mi padrastro dejaron esa impronta en mí, la de resolver mis problemas solo o vivir con ellos e ignorarlos. Mientras el agua caliente cae sobre mí, y un viento tibio empieza a soplar con fuerza fuera del hotel, y una mujer me espera, iracunda, tomo la decisión de dejarla.
Estoy listo para salir. Con un gorro ridículo de exploradora en su cabeza, Mey ha perdido por lo menos quince años. Me río solo. ¿Esta es la muchacha de Camagüey que desafió a Raúl Castro? ¿La que intentó sacudir del cabello a esa vieja capitalista, la revolución cubana de Raúl Castro y de Silvio Rodríguez?
-¿Se puede saber de qué tú te ríes? –me pregunta, enojada.
-De nada.
-¿Tienes la tarjeta de la puerta?
-La tengo, Mey.
-Vamos entonces.
-Vamos.
Mientras caminamos por el pasillo rumbo al ascensor recuerdo el intento de sermón que me dio Mark en el One del pier 14. Almorzábamos poco afuera de la oficina, y Mark tenía estos cargos de consciencia cuando debía reprender a alguien de su equipo. Los solucionaba pagando él la cuenta. Yo sabía que no se veía bien, tener sexo con ella cuando los signos de la electricidad en sus tetas y vagina aún no se desvanecían. “Espero que valga la pena”, suspiró Mark, incapaz, finalmente, de reprenderme o convencerme de abandonarla. “Espero que estés pensando con el cerebro y no con el pene”.
Lo siento, Mark, I was thinking with the dick. Cuando se trata de mujeres no puedo usar el cerebro. Por el bien de Human Rights Watch esperaba que Mey nunca más volviera a poner bombas en discotecas llenas de turistas; no podía hacer más que eso: esperar, confiar, cruzar los dedos y hacerle el amor lo más posible antes de que se aburriera. Es verdad lo que decía Silvio Rodríguez esa vez que nos citó a las Naciones Unidas. Cantaba mejor de lo que llevaba las relaciones exteriores, pero esa vez sí tenía razón. Todas las confesiones que los torturadores en Camagüey no lograron las logré yo, amándola dulcemente en Nueva York; yo sabía que Mey me mentía en la cárcel, cuando la visitaba y le llevaba poesía de Humberto Cardenal y, de contrabando, libros de Pedro Juan Gutiérrez, con los que después medio se moría de la risa y medio se masturbaba. Ah, Mey, tan quieta, indefensa, desnuda en mi departamento luego de que por fin Raúl Castro, gracias a Mark y a mí accedió a darle el permiso de salida de Cuba. “A Fidel se lo comió Miami, pese a que nunca puso un pie allí”, me decía Mey en esas primeras, intensas semanas de hacer el amor en Nueva York, cuando yo llegaba a la oficina ojeroso y con sueño. “Fue como un jonrón, Aníbal”, me explicaba. “Yo era la bola. Fidel haciéndose cada vez más viejo y burgués, y luego los colombianos enemistándose con Raúl y exportando la nueva revolución, la del viejo Tirofijo, a Vedado y Siboney: yo fui la bola que le fracturó la nariz a mi país”. La primera vez que fui a verla, cuando no teníamos ninguna esperanza de sacarla viva de Camagüey, me coqueteó a los cinco minutos. Me la imaginé así, igual que ahora, en algún lugar del Caribe distinto de Cuba.
El ascensor llega con un sonido metálico. Bajamos en silencio, atentos a la pantalla que repite el descendiente orden de los pisos en español e inglés. En la recepción el conserje nos advierte que no salgamos porque la tormenta se va a venir con todo, que han contratado una orquesta de mariachis para que los pasajeros se entretengan mientras la naturaleza se ensaña con Cancún. Mey ni siquiera se detiene; avanza decidida hasta el estacionamiento, se sube al coche y nos largamos hacia Tulúm.
-Dime, Aníbal. ¿Quién eres?
Tiene el aire acondicionado a toda potencia y conduce tan fuerte como este auto, un Toyota económico, le permite. Ha fumado siete cigarrillos.
-¿Qué quieres decir? –le pregunto.
-Lo que escuchaste. Quiero saber quién eres.
La carretera está vacía y los pocos peatones que encontramos, unos guajiros que se sostienen los sombreros para que el viento no se los vuele, nos miran como si estuviéramos locos. Caen unas gotas pequeñas pero punzantes en el parabrisas. Quizás sea éste el momento justo para volver al hotel, pienso con algo de miedo.
-Creo que hay que volver al hotel –digo, juicioso, señalando las gotas que se hacen cada vez más gruesas y, sobre todo, la larga hilera de automóviles que va en sentido opuesto al nuestro.
Mey enciende un cigarro. Odio cuando hace eso. A veces, en el Village, en mi departamento, lo hacía cuando yo no estaba. Nada mataba más el sexo que ese olor rancio. Demasiado tiempo en Estados Unidos, supongo, me tiene así.
-No –dice, segura-. No vamos a volver al hotel. Vamos a instalarnos en Tulum y mirar el mar. Y me vas a contar, de una vez por todas, sobre tu vida. No todo va a ser sexo en esta relación, Aníbal.
¿Por qué no? Pasé demasiado tiempo procurando para los otros. ¿Por qué hasta una revolucionaria cubana, filo FARC y ponebombas, quiere ver en el sexo la promesa distante del amor? Estoy por decirle todo eso, pero de pronto su rostro me da miedo. Tiene esa sonrisa omnipotente, la del condenado a muerte que espera la bala mientras confía en la justicia de su causa. Y vamos por la carretera mientras el viento arrecia.
-Hay algo esencialmente injusto en esta relación, Aníbal –insiste Mey-. Tú sabes todo de mí. Yo no sé nada de ti.
-Te lo puedo contar en el hotel, en el bar, junto a los mariachis.
-No. Me gusta esta tormenta. Me recuerda mi infancia.
-En el hotel puedes contarme sobre tu infancia.
-Yo no quiero contarte nada. Está todo en tus informes. Lo has leído mil doscientas veces.
Cruzo los brazos y asiento. Trato de controlar el sentimiento, pero es imposible. El miedo se mete en uno como agua.
-¿Sabes, Aníbal? A veces pienso que si yo hubiera sido tú, no habría luchado tanto por sacarme de la cárcel.
-Todo hombre tiene derecho a ser persona.
-¿Y toda mujer?
-También.
-Yo no tengo derecho –sentencia Mey-. Yo volé una discoteca llena de turistas en Cayo Coco. Ciento ocho muertos, treinta heridos. ¿Te parece poco?
-Me parece –digo, sin estar muy convencido- que es una etapa de tu vida que ya está atrás.
-¿Tú crees?
Mey detiene el coche. Algunas palmeras se agitan con el viento. El cielo se ha cubierto y a lo lejos, pero más cerca que hace unos instantes, unas nubes negras se ciernen amenazadoras sobre la costa yucateca. Desde donde estamos no alcanzamos a ver las pirámides ni el mar.
-Hay que ser muy pendejo para enamorarse de mí –dice mientras enciende otro cigarro-. ¿Alguna vez, mientras me estás templando, se te pasan por la cabeza todos esos muertos? A veces, cuando estás trabajando, y voy al cine o al supermercado para hacer tiempo, para que regreses al departamento, y estoy en el metro, miro las caras de esos gringos, y me pregunto si acaso no será que la madre de alguno de esos muchachos o muchachas muertos, va en el mismo vagón que yo.
Suspiro. Suspiro hondo y sin querer cojo gran parte del humo del cigarro de Mey. Quiero que el momento pase rápido, y en un intento ridículo de lograrlo, digo:
-Pero tú pagaste de sobra. Te trataron como un animal en la cárcel. Qué digo. Peor que un animal. No necesito recordarte todo lo que argumentamos, en Cuba y en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
-A veces trato de convencerme de eso. De que esto es como los bancos, que hay un dinero depositado, un robo y que si el ladrón devuelve el dinero, todo está bien.
-Qué estás diciendo.
-A veces pienso que estuvo bien que me dejaran medio muerta, que me torturaran.
Bajo la ventana para que salga el olor a humo, pero es peor. Miles de gotas de agua, que vienen de todas las direcciones, se echan sobre mí y me empapan. Mey habla sin mirarme, como su pudiera ver el mar que se esconde detrás de la tormenta. Algunas palmeras frente a nosotros se doblan en ángulos surrealistas.
-Y después –continúa Mey- miro a mi alrededor. Estoy en tu piso en Manhattan y miro el Bang & Olufsen en la pared y todas esas cosas modernas y japonesas y minimalistas que tienes, y tus fotos, y pienso, vaya, carajo, mi vida es tan pequeña al lado de esta otra vida, de cualquier vida, ¿por qué alguien se molestaría tanto en mí? ¿Por qué creer en mí si ni yo misma lo hago? Soy buena para la cama, sin falsa modestia, mi amor, pero no es para tanto. ¿Por qué? Hay tantas cosas que no sé. Tantas cosas que quiero saber.
-¿Qué quieres saber? –le pregunto a Mey, y me arrepiento al segundo siguiente.